– Ya lo sé -dijo una voz conocida-. He tenido días mejores.
Annabelle dio un paso atrás involuntariamente.
– Está usted azul.
– Un tratamiento cosmético. Ya se está pelando. ¿Puedo entrar?
Annabelle se hizo a un lado. Aun obviando su cara azul, que había empezado a cuartearse como un bolso de cocodrilo barato, no podía decirse que Portia luciera su mejor aspecto. Llevaba el pelo oscuro pegado a la cabeza, limpio pero sin arreglar. Su suéter blanco tenía una mancha de café reciente en la pechera. Había engordado, y los vaqueros le quedaban una talla demasiado ajustados. Portia examinó la cabaña.
– ¿Ha hablado con Heath?
– ¿Qué hace usted aquí?
Portia fue hacia la cocina, asomó la cabeza y volvió a sacarla.
– Reclamar mi última presentación. Usted eligió a Delaney Lightfield. Yo la elijo a usted. Bienvenida a Parejas Power. Veamos si podemos encontrarle un poco de maquillaje. Y una ropa decente tampoco nos vendría mal.
– Está chiflada.
Ella obsequió a Annabelle con una sonrisa sorprendentemente alegre.
– Sí, pero no tanto como solía. Es interesante. Después de aterrorizar a un restaurante repleto de gente (un Burger King cerca de Puerto Benton), se queda una básicamente liberada de preocuparse nunca más por cuidar su apariencia.
– ¿Entró a un Burger King con esa pinta?
– Una parada para hacer pis. Además, Bodie me desafió.
– ¿Bodie?
Ella sonrió, y sus labios azules hacían que sus bonitos dientes parecieran algo amarillentos.
– Somos amantes. Más que amantes. Enamorados. Es raro, ya lo sé, pero nunca he sido más feliz. Nos vamos a casar. Bueno, él todavía no ha dicho que sí, pero lo hará. -Escrutó a Annabelle más de cerca y frunció el entrecejo-. Deduzco de esos ojos rojos que ha hablado con Heath y la cosa no ha ido bien.
– Ha ido muy bien. Le dije que no y me marché.
Portia elevó las manos al cielo.
– ¿Cómo es que no me sorprende? Bueno, a partir de ahora se ha acabado el recreo. Ustedes los aficionados ya se han divertido pero es hora de que se hagan a un lado y dejen que una profesional se encargue del asunto.
– Está claro que ha perdido el juicio, por no hablar de su buena presencia.
Sorprendentemente, Portia no se ofendió.
– Mi buena presencia la recuperaré sobradamente. Espere a ver qué hay debajo de todo esto.
– Tendré que fiarme de su palabra.
– Le dije a Heath que no hablara con usted sin mí, pero es muy cabezota. En cuanto a usted… Usted, más que nadie, debería haberse mostrado más sensible. ¿No ha aprendido nada acerca de este negocio? Dos hombres distintos me han ordenado que no la llame boba, pero, francamente, Annabelle… como dice el refrán: si el zapato te está bien, cálzatelo.
Annabelle se plantó junto a la puerta.
– Gracias por la visita. Lamento que tenga que marcharse tan pronto.
Portia se sentó en el brazo del sofá.
– ¿Tiene la más remota idea del valor que ha tenido que echarle Heath para admitir el hecho de que se ha enamorado de usted, y no digamos para venir aquí y ponerle su corazón en bandeja? ¿Y usted qué ha hecho? Arrojárselo a la cara, ¿no es eso? Muy poco prudente, Annabelle, sobre todo tratándose de Heath. Es emocionalmente muy inseguro. Por lo que me ha contado Bodie, sospecho que eso es exactamente lo que él, en su subconsciente, esperaba que usted hiciera, y no creo que reúna el coraje de volvérselo a pedir.
– ¿Inseguro? Es el hombre más gallito del mundo. -Pero Portia había hecho tambalearse su seguridad, y el suelo no le parecía ya tan firme-. El no me quiere -dijo, con contundencia-. Lo que pasa es que no soporta que nadie le diga que no.
– No podrías estar más equivocada. -La voz provenía de detrás de ella. Se volvió y vio a Bodie plantado en el hueco de la puerta. A diferencia de Portia, iba hecho un figurín de la cabeza a los pies, con un jersey gris, unos vaqueros que le quedaban como un guante y botas de motorista. Annabelle pasó al ataque.
– ¿Les ha enviado Heath a hablar conmigo? Porque es muy de su estilo, delegar en otros esos engorrosos asuntos personales que tanto le desagradan.
– Es bastante borde, la muy zorra-le dijo Portia a Bodie, como si Annabelle no estuviera presente.
Él enarcó una ceja.
– Nena…
Portia levantó una mano abierta.
– Lo sé, lo sé… Si fuera un hombre la tildaríamos de agresiva. Pero, la verdad, Bodie, a veces una zorra es sólo una zorra.
– Exacto.
A Portia parecía hacerle gracia todo aquello.
– Vale, tomo nota.
Él se rió, y Annabelle empezó a sentirse como si fuera a remolque de todos los demás en su propia crisis. Bodie, finalmente, consiguió apartar sus ojos de la Dama azul.
– Heath no sabe que estamos aquí Portia y yo. Sólo he conseguido enterarme de adonde había ido por una conversación telefónica accidental con la cría de Kevin. -Deslizó el brazo en torno a los hombros de Portia-. La cosa, Annabelle, es que… ¿y si Portia tiene razón? Y, reconozcámoslo, ella tiene más experiencia que tú con estas cosas. Y el hecho de que tenga un historial de joderse la vida ella misma, cosa que me alegra decir que está superando, no quita que haya hecho un éxito de la de los demás. Conclusión: hay una forma más o menos fácil de aclarar todo esto.
Pelearse con los dos había agotado los recursos ya disminuidos de Annabelle y se dejó caer en el sofá.
– Con ese hombre nada es fácil.
– Esta vez sí -dijo él-. Le he visto a lo lejos, dirigiéndose a ese camino que da la vuelta al lago.
El mismo camino por el que había planeado ella dar un paseo después de comer.
– Sal a buscarle -continuó Bodie-, y cuando le encuentres sólo has de hacerle dos preguntas. Cuando hayas oído sus respuestas, sabrás exactamente qué hacer.
– ¿Dos preguntas?
– Eso es. Y te voy a decir concretamente cuáles son…
El agua de las hojas empapadas estaba calando las zapatillas de Annabelle, y empezaban a castañetearle los dientes, aunque más por los nervios, sospechaba ella, que por el frío. Podía ser que estuviera cometiendo el mayor error de su vida. No veía nada de particular en las preguntas que Bodie había planteado, pero él había sido categórico. En cuanto a Portia… esa mujer daba miedo. A Annabelle no le habría extrañado nada verla sacar una pistola del bolso. Portia y Bodie formaban la pareja más extraña que hubiera visto jamás, y sin embargo parecían entenderse a la perfección. Aparentemente, Annabelle tenía todavía mucho que aprender del oficio de casamentera. Tenía que reconocer que Portia empezaba a caerle bien. ¿Cómo iba a odiar a una mujer que se mostraba tan dispuesta a jugársela por ella?
El camino se hacía más empinado al subir hacia el acantilado rocoso que se erguía sobre el lago. Molly le había dicho que Kevin y ella iban de vez en cuando a saltar al agua desde allí. Annabelle se detuvo tras dar la vuelta a un recodo para recuperar el aliento. Fue entonces cuando vio a Heath. Estaba de pie al extremo del risco, contemplando el lago, con la chaqueta echada hacia atrás y las puntas de los dedos metidas en los bolsillos traseros del pantalón. Incluso desaseado y con el pelo revuelto, era magnífico, un macho alfa a la cabeza de todo aquello que emprendía, excepto la empresa más importante de todas.
El oyó sus pisadas y volvió la cabeza. Lentamente, dejó caer las manos a sus costados. En el cielo, a lo lejos, Annabelle vio un punto diminuto. Los globos, perdiéndose en la distancia. No parecía un augurio tranquilizador.
– Tengo dos preguntas que hacerte -dijo.
Su actitud, su expresión vacía, todo en él le recordó la forma en que habían cerrado las cabañas para el invierno: sin agua caliente, con las cortinas echadas, cerradas las puertas.
– Vale -dijo en tono indiferente.
El corazón le latía con fuerza a Anabelle cuando rodeó el cartel de PROHIBIDO LANZARSE AL AGUA.
– Primera pregunta: ¿dónde tienes el móvil?
– ¿El móvil? ¿Qué más te da?
No estaba segura. ¿Qué importancia podía tener que lo llevara en uno u otro bolsillo? Sin embargo, Bodie había insistido en que se lo preguntara.
– La última vez que lo vi -dijo Heath-, lo tenía Pip.
– ¿Has dejado que te robara otro teléfono?
– No, se lo di.
Ella tragó saliva y se le quedó mirando.
– ¿Le diste tu móvil? ¿Por qué?
– ¿Ésa es la segunda pregunta?
– No. Borra eso. La segunda pregunta es… ¿por qué no has devuelto las llamadas de Dean?
– Le devolví una, pero él tampoco sabía dónde estabas.
– ¿Y por qué te llamaba él, para empezar?
– ¿De qué va esto, Annabelle? Francamente, empiezo a estar harto de que todo el mundo se comporte como si el mundo entero girara alrededor de Dean Robillard. Sólo porque de pronto le haya entrado esta urgencia por firmar con un representante, no voy a acudir como un perrito. Le llamaré cuando le llame, y si eso no le vale, tiene el teléfono de IMG.
Annabelle sintió que sus piernas dejaban de sostenerla, y se desplomó sobre la roca más cercana.
– Ay, Dios mío. Es verdad que me quieres.
– Eso ya te lo había dicho -replicó él.
– Me lo has dicho, ¿verdad? -No conseguía recuperar del todo el aliento.
Él acabó por darse cuenta de que algo había cambiado.
– ¿Annabelle?
Ella intentó responder, lo intentó de veras, pero Heath había puesto su mundo patas arriba una vez más, y su lengua se negaba a colaborar.
En los ojos de él, la esperanza pugnaba por desbancar al desaliento. Habló sin apenas mover los labios.
– ¿Me crees?
– A-ja. -Los latidos de su corazón habían creado un efecto de ondas concéntricas, y tuvo que apretar los puños para que dejaran de temblarle las manos.
– ¿Sí?
Ella asintió con la cabeza.
– ¿Vas a casarte conmigo?
Ella volvió a asentir, y a Heath no le hizo falta más. Con un gemido grave, tiró de ella para ayudarla a incorporarse y la besó. Durante segundos… horas… Annabelle no supo cuánto duró aquel beso, pero él cubrió mucho terreno: labios, lengua y dientes; sus mejillas y sus párpados; su cuello. Introdujo las manos bajo su jersey para acariciarle los senos. Ella hurgó bajo su chaqueta para tocar su pecho desnudo.
Annabelle apenas recordaba luego cómo regresaron a la cabaña vacía, sólo que su corazón cantaba y que no podía caminar lo bastante deprisa para seguir el paso a él. Finalmente, Heath la levantó en sus brazos y cargó con ella. Ella echó atrás la cabeza y rompió a reír mirando al cielo.
Se desnudaron, con una urgencia que les volvía torpes al quitarse apresuradamente los zapatos embarrados y los empapados vaqueros, al desprenderse dando botes de los calcetines húmedos, chocando con los muebles, y el uno con el otro. Ella tiritaba de frío para cuando él levantó las mantas y la arrastró consigo a la cama helada. Le ofreció el calor de su cuerpo para hacer desaparecer la piel de gallina, le frotó los brazos y los riñones, le chupeteó los contraídos pezones hasta devolverles la calidez. Finalmente, halló con dedos febriles los pliegues prietos de su entrepierna y los abrió convirtiéndolos en pétalos caldeados por el verano, hinchados por un rocío de bienvenida. Reivindicó cada rincón de su cuerpo con su tacto. Ella gimió con un sonido ahogado cuando la penetró.
– Te quiero tanto, mi dulce, dulce Annabelle -susurró, volcando en sus palabras todo lo que su corazón sentía.
Ella rió con el gozo de su invasión y le miró a los ojos.
– Y yo a ti.
El lanzó un gruñido, volvió a besarla e hizo pivotar sus caderas para entrar hasta el fondo. Se abandonaron, no a una elaborada coreografía amatoria, sino en un acoplamiento embarullado de fluidos, de dulce concupiscencia, procaces obscenidades, de confianza total y absoluta, tan sagrada y pura como los votos ante el altar.
Mucho rato después, con sólo agua helada para lavarse, maldijeron y rieron y se salpicaron mutuamente, lo que les llevó de vuelta a la cama. Siguieron haciendo el amor el resto de la tarde.
Cuando se despedía la luz del día, les interrumpieron llamando a la puerta enérgicamente, e inmediatamente oyeron la voz de Portia.
– ¡Servicio de habitaciones!
Heath se tomó su tiempo, pero finalmente se enrolló una toalla a la cintura y salió a investigar. Volvió con una bolsa de ultramarinos de papel marrón llena de comida. Presas de un apetito voraz, comieron y se dieron de comer, devorando sandwiches de rosbif, jugosas manzanas de Michigan y pegajosa tarta de calabaza que les supo a gloria. Lo bajaron todo con cerveza tibia, y luego, saciados y aturdidos, se durmieron el uno en brazos del otro.
Era noche cerrada cuando Annabelle despertó. Se envolvió en un edredón, fue al salón y recuperó su móvil. Al cabo de unos segundos, le saltó el contestador de Dean.
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