Se sonrió ante la fantasía de su niñez. A la que tuvo que renunciar, junto con su plan de adolescente de follarse a una estrella del porno distinta cada noche. Había entrado en la Universidad de Illinois con una beca de fútbol y había jugado los cuatro años como titular. Pero durante el último curso tuvo que hacerse a la idea de que nunca pasaría de formar parte del banquillo para los profesionales. Incluso entonces supo que no podía dedicar su vida a algo en lo que no fuera el mejor, de modo que encaminó sus sueños en otra dirección. Había obtenido las mejores notas en los exámenes para la carrera de Derecho, y un ex-alumno de la Universidad de Illinois movió unos cuantos hilos para facilitar su ingreso en Harvard. Heath aprendió a combinar su cerebro, lo que había aprendido en la calle y su habilidad camaleónica para adaptarse a cualquier ambiente: un tugurio, un vestuario, la cubierta de un yate privado…

Si bien no ocultaba sus raíces de chico del campo -alardeaba de ellas cuando le convenía-, evitaba que nadie viera la cantidad de tierra que aún había adherida a esas raíces. Vestía la ropa más cara, conducía los mejores coches, vivía en la mejor zona de la ciudad. Sabía distinguir un buen vino, a pesar de que rara vez lo bebía; entendía de bellas artes en términos académicos, si no estéticos, y no necesitaba un manual de buenas maneras para identificar un tenedor para pescado.

– Ya sé cuál es tu problema -dijo Sean con una mirada maliciosa-. Las chicas de aquí no tienen suficiente clase para el señor Ivy League. A vosotros los pijos os gustan las mujeres con monogramas elegantes tatuados en el culo.

– Sí, para que hagan juego con la grande y elegante H de Harvard que llevo tatuada en el mío.

Sean se echó a reír, y las mujeres se volvieron hacia ellos para averiguar qué le había causado tanta gracia. Unos años atrás, Heath habría disfrutado de su sexualidad predatoria. Las mujeres se sentían atraídas por él desde que era un chiquillo. A los trece años fue seducido por una de las novias de su padre. Ahora sabía que había sido objeto de abuso sexual, pero por aquel entonces lo ignoraba, y se había sentido tan culpable que vomitó por temor a que su padre lo descubriera. Un episodio sórdido más en una infancia plagada de ellos.

La mayor parte de los restos de esa infancia había quedado atrás, y lo demás desaparecería cuando encontrara a la mujer ideal. O cuando Portia Powers la encontrara para él. Después de pasar el último año buscando por su cuenta, llegó a la conclusión de que no encontraría a la mujer de sus sueños en los bares y clubes nocturnos que frecuentaba durante su tiempo libre. Aun así, nunca se le habría ocurrido contratar una agencia matrimonial de no haber topado con un elogioso artículo sobre Powers en la revista Chicago. Sus impresionantes conexiones y su formidable historial eran exactamente lo que necesitaba.

No podía decirse lo mismo de Annabelle Granger. Como profesional curtido en estas lides, no solía dejarse embaucar, pero su sinceridad desesperada había podido con él. Recordaba su horrible traje amarillo, sus grandes ojos color miel, sus mejillas redondas y coloradas, y su pelo rojo y suelto. Parecía salida del saco de Papá Noel después de un accidentado viaje en trineo.

Tendría que haber evitado hablar de su búsqueda de esposa delante de Kevin, pero ¿cómo iba a saber que Molly, la esposa de su cliente estrella, tenía una amiga en el negocio de las agencias matrimoniales? Tan pronto terminara el encuentro que le había prometido, Annabelle Granger y su disparatada operación serían historia.


***

Pasada la una de la mañana, Dean Robillard se acercó finalmente a Heath. A pesar de la escasa iluminación del club, el chico aún llevaba las Oakley, pero se había quitado la chaqueta deportiva y su camiseta blanca sin mangas destacaba el Santo Grial de los hombros de futbolista: grandes, fuertes y sin estropear por la cirugía artroscópica. Dean apoyó una cadera en el taburete vacío que había junto a Heath. Mientras extendía una pierna para no perder el equilibrio, dejó entrever una bota de cuero color habano de la que Heath había oído decir a una de las chicas que era de Dolce & Gabanna.

– De acuerdo, Champion, tu turno para hacerme la pelota.

Heath apoyó un codo en la barra.

– Mis condolencias por tu pérdida. McGruder era un buen agente.

– Te odiaba a muerte.

– Yo también, pero eso no quita que fuese un buen agente, y no quedamos muchos. -Escudriñó de cerca al quarterback-. Joder, Robillard, ¿has estado aclarándote el pelo? -

– Reflejos. ¿Te gustan?

– Si fueses un poco más guapa, intentaría ligar contigo.

Robillard sonrió para sí.

– Tendrías que ponerte en la cola.

Ambos sabían que no estaban hablando acerca de ligues.

– Me gustas, Champion -admitió Robillard-, así que no voy a andarme con rodeos. No estás en liza. Sería estúpido por mi parte firmar un contrato con el agente número uno en la lista negra de Phoebe Calebow.

– La única razón por la que estoy en esa lista es porque Phoebe es tacaña. -No era del todo cierto, pero no quería entrar en los complicados detalles de su relación con la propietaria de los Chicago Stars-. A Phoebe no le gusta que yo no corra a coger los huesos que lanza, como todos los demás. ¿Por qué no le preguntas a Kevin si tiene alguna queja?

– Ya, pero resulta que Kevin está casado con la hermana de Phoebe y yo no, así que la situación no es exactamente la misma. El hecho es que ya he cabreado a la señora Calebow sin proponérmelo, y no pienso empeorar las cosas contratándote.

Una vez más se interponía su relación escasamente funcional con Phoebe Calebow. Por mucho que intentara arreglar las cosas con ella, los errores que había cometido al principio lo perseguían una y otra vez para pasarle factura. No dejó que se notara la tensión; sencillamente, se encogió de hombros.

– Haz lo que tengas que hacer.

– Sois un atajo de sanguijuelas -dijo Dean con tono amargo-. Os lleváis el dos, el tres por ciento de los beneficios brutos, ¿por hacer qué? Por hacer un par de trámites. ¡Menuda hazaña! ¿Cuántos entrenamientos dobles has tenido que soportar?

– No tantos como tú, sin duda. Estaba demasiado ocupado obteniendo sobresalientes en derecho contractual.

Robillard sonrió.

Heath le respondió con una sonrisa.

– Sólo para dejar las cosas claras… Cuando se trata de esos importantes contratos de promoción que consigo a mis clientes, me llevo mucho más que un tres por ciento de los beneficios brutos.

Robillard no parpadeó.

– Los Zagorski me garantizan un contrato con Nike. ¿Puedes conseguir lo mismo?

– Nunca garantizo lo que no tengo asegurado. -Bebió un sorbo de su cerveza-. No me tiro faroles con mis clientes, al menos no sobre temas importantes. Tampoco les robo, ni les miento, ni les falto al respeto a sus espaldas. No hay ningún agente en este negocio que trabaje más duro que yo. Ni uno solo. Y eso es todo lo que tengo que ofrecer. -Se pudo en pie, sacó su cartera y plantó un billete de cien dólares sobre la barra-. Cuando quieras hablar del asunto, ya sabes dónde encontrarme.


***

Al llegar a casa esa misma noche, Heath cogió la invitación manchada de uno de los cajones de su cómoda. La conservaba como recordatorio del desgarrador dolor que sintió la primera vez que la había abierto a los veintitrés años.


Está cordialmente invitado a asistir a la boda de

JULIE AMES SHELTON

y

HEATH D. CAMPIONE

La celebración de las bodas de plata de

VICTORIA Y DOUGLAS PIERCE SHELTON III

y

La celebración de las bodas de oro de

MILDRED Y DOUGLAS PIERCE SHELTON II

Día de San Valentín

18.00 horas

The Manor

East Hampton, Nueva York


El organizador de la boda le había enviado la invitación sin darse cuenta de que él era el novio, un error sumamente elocuente que le permitió descubrir que su boda con Julie no era sino un engranaje más en la bien aceitada maquinaria de producción familiar. Siempre había pensado que era demasiado bonito para ser verdad: Julie Shelton enamorada de un muchacho que se pagaba la carrera de Derecho limpiando fosas sépticas.

«No sé por qué te lo tomas así-había dicho Julie cuando le pidió explicaciones-. Las fechas sencillamente coincidieron. Debería alegrarte de que mantengamos las tradiciones. Casarse el día de San Valentín trae buena suerte en mi familia.»

«Este no es un día de San Valentín cualquiera -había respondido él-. Bodas de oro, bodas de plata… ¿Con quién te hubieses casado si yo no hubiese aparecido a tiempo?»

«Pero lo has hecho, así que no sé dónde está el problema.»

El le había suplicado que cambiase la fecha, pero ella se negó. «Si me amas, lo harás a mi manera», le dijo.

El la amaba. Pero después de una semana de noches en vela llegó a la conclusión de que ella sólo lo quería por interés.

La boda finalmente se celebró con uno de los amigos de infancia de Julie en calidad de novio de tercera generación del día de SanValentín. Heath tardó varios meses en recuperarse del todo. Dos años más tarde, la pareja se divorció, poniendo punto final a la tradición familiar de los Shelton, pero Heath no sintió consuelo.

Julie no era la primera persona a la que él entregaba su corazón. De niño se lo había entregado a todo el mundo, desde el borracho de su padre hasta la retahila de novias fugaces que el viejo llevaba a casa. Cada vez que una nueva mujer entraba en la destartalada caravana, Heath suspiraba porque fuera la que llenara el hueco dejado por su difunta madre.

Cuando la cosa no funcionaba -y nunca funcionaba-, entregaba su cariño a los perros callejeros que acababan aplastados en la vecina carretera, a la viejecita de la caravana contigua que le gritaba si su pelota caía cerca de su jardín de ruedas de tractor, a profesoras de la escuela que tenían sus propios hijos y no querían uno más. Pero tuvo que pasar por su experiencia con Julie para aprender la lección que no se permitía olvidar: su supervivencia emocional dependía de que no se enamorara.

Esperaba que eso cambiara algún día. Amaría a sus hijos, de eso estaba seguro. Nunca permitiría que crecieran como lo había hecho él. En cuanto a su esposa… eso tomaría su tiempo. Pero una vez estuviese convencido de su amor, lo intentaría. Por ahora tenía previsto tratar la búsqueda de una esposa como trataba cualquier otro aspecto de su negocio, razón por la que había contratado a la mejor agencia matrimonial de la ciudad. Y por la que debía deshacerse de Annabelle Granger…


***

Menos de veinticuatro horas más tarde, Heath entró en el Sienna's, su restaurante favorito, para cumplir con lo acordado. Annabelle llevaba un cartelito de fracasada pegado en la frente, y aquello suponía una gran pérdida de tiempo que no le sobraba. Mientras se dirigía hacia su mesa habitual, en el rincón del fondo del bien iluminado bar, saludó en italiano a Carlo, el propietario. Heath había aprendido el idioma en la universidad, y no de su padre, que sólo hablaba en borracho. El viejo había muerto de una mezcla de enfisema y cirrosis cuando Heath tenía veinte años. Aún no había derramado una sola lágrima por él.

Hizo una llamada rápida a Caleb Crenshaw, el running back de los Stars, y otra a Phil Tyree, de Nueva Orleans. La alarma de su reloj sonó justo cuando colgó. Las nueve de la tarde. Levantó la vista y, en efecto, Annabelle Granger avanzaba hacia él. Pero fue la despampanante rubia que caminaba a su lado la que llamó su atención. Santo Dios… ¿de dónde había salido? El pelo liso y corto le caía en un corte moderno hacia la mandíbula. Tenía rasgos perfectamente equilibrados y una figura delgada, de piernas largas. De modo que lo de Campanilla no había sido sólo un farol.

Su casamentera era media cabeza mas pequeña que la mujer que había traído. Su maraña de pelo dorado rojizo brillaba alrededor de su pequeña cabeza. La chaqueta corta blanca que llevaba con el vestido de tirantes color lima era, sin duda, una gran mejora sobre el conjunto del día anterior; aún así, seguía pareciendo un hada del bosque chiflada. Se puso en pie para recibirlas.

– Gwen, te presento a Heath Champion. Heath, Gwen Phelps.

Gwen Phelps lo escrutó con un par de inteligentes ojos marrones que se inclinaban de forma atractiva en las esquinas.

– Es un placer -dijo con un tono de voz profundo y bajo-. Annabelle me ha contado todo sobre ti.

– Me alegra saberlo. Eso quiere decir que podemos hablar de ti, que, por lo que veo, será mucho más interesante. -Fue un comentario muy convencional, e incluso le pareció oír un resoplido, pero cuando desvió la mirada hacia Annabelle, en su expresión sólo vio ansias por agradar.