– Permíteme que lo ponga en duda. -Gwen se deslizó con gracia en la silla que él sostenía para ella. La mujer destilaba clase. Annabelle tiró de la silla situada en el extremo opuesto, pero se atascó en una de las patas de la mesa. Ocultando su irritación, Heath se estiró para liberarla. Annabelle era un desastre andante, y ahora se arrepentía de haberle exigido que se sentara con ellos, pero en su momento le había parecido una buena idea. Cuando decidió contratar una agencia matrimonial, también se prometió a sí mismo hacer que el proceso fuese eficiente. Ya había tenido dos encuentros organizados por Parejas Power. Incluso antes de que llegaran las bebidas, supo que ninguna de las mujeres era la adecuada para él, y había perdido un par de horas librándose de ellas. Sin embargo, ésta prometía.

Ramon vino desde el bar para tomar nota del pedido. Gwen pidió un club soda, Annabelle algo aterrador llamado fantasma verde. Ella lo miraba con la expresión jovial e impaciente del dueño que aguarda a que su perro de raza luzca sus habilidades. Si esperaba a que ella condujese la conversación, podía esperar sentado.

– ¿Eres de Chicago, Gwen? -preguntó Heath.

– Crecí en Rockford, pero vivo en la ciudad desde hace años. En Bucktown.

Bucktown era un barrio del norte de Chicago popular entre los jóvenes, no lejos de allí. El mismo había vivido en él durante un tiempo, de modo que intercambiaron unos cuantos comentarios superficiales sobre la zona, exactamente el tipo de conversación intrascendente que él hubiera querido evitar. Lanzó una mirada a la señorita casamentera. Ella, que no era tonta, captó la indirecta.

– Le interesará saber que Gwen es psicóloga. Es una de las principales autoridades del país en instructoras sexuales.

Eso atrajo su atención. Evitó hacer los muchos comentarios de vestuario de tíos que le vinieron a la mente.

– Un campo de estudio poco común.

– El entrenamiento sexual no goza de buena reputación -respondió la hermosa psicóloga-. Si se utiliza de forma adecuada, puede ser una magnífica herramienta terapéutica. Me he propuesto darle la relevancia que merece.

La psicóloga empezó a hacerle un resumen de su trabajo. Tenía un gran sentido del humor, era lista y sexy. ¡Vaya si era sexy! Había subestimado completamente las habilidades de casamentera de Annabelle Granger. Sin embargo, justo cuando empezaba a relajarse con la conversación, Annabelle echó un vistazo a su reloj y se puso en pie.

– Se acabó el tiempo -anunció en un tono de voz jovial que le dio dentera.

La atractiva psicóloga se puso en pie con una sonrisa.

– Ha sido un placer conocerte, Heath.

– El placer ha sido mío. -Puesto que era él quien había puesto el límite de tiempo, no le quedó más remedio que ocultar su irritación. Nunca hubiera esperado que una mema como Annabelle le presentase a una mujer despampanante como aquélla, y menos en la primera cita. Gwen abrazó rápidamente a Annabelle, volvió a dirigir una sonrisa a Heath y se marchó. Annabelle se acomodó en su asiento, bebió un sorbo de su fantasma verde y metió la mano en su bolso, esta vez color turquesa con palmeras cubierto de lentejuelas.

Segundos después, tenía delante de sus ojos un contrato. El mismo que ella había dejado sobre su escritorio el día anterior.

– Garantizo un mínimo de dos presentaciones al mes. -Un mechón de pelo dorado rojizo cayó sobre su frente-. Cobro d… diez mil dólares por seis meses. -A él tampoco le pasaron inadvertidos ni el tartamudeo ni el súbito sonrojo de aquellas mejillas de ardilla. Campanilla iba a por todas-. Normalmente, la tarifa incluye una sesión con un asesor de imagen, pero… -Dedicó una mirada a su corte de pelo, retocado cada dos semanas a ochenta dólares la visita al estilista, a su camisa negra Versace y a sus pantalones gris pálido Joseph Abboud-. Eh… eh… pero creo que nos la podemos ahorrar.

Y tanto que sí. Heath tenía un gusto lamentable para la ropa, pero la imagen lo era todo en su profesión, y el hecho de que no le importara un rábano lo que se ponía no quería decir que sus clientes fuesen de la misma opinión. Un asesor de imagen gay y refinado compraba todo lo que se ponía Heath. Además, le había prohibido combinar ninguna prenda sin consultar las tablas que colgaban de su armario.

– Diez mil dólares es mucho dinero para alguien que está empezando -dijo.

– Al igual que usted, cobro por lo que valgo. -Sus ojos se detuvieron en su boca.

Contuvo la sonrisa. Campanilla necesitaba practicar su cara de póquer.

– Ya he pagado un montón por mi contrato con Portia Powers.

El pequeño arco de Cupido del centro de su labio superior palideció un poco, pero le quedaban recursos.

– ¿Y cuántas mujeres como Gwen le ha presentado?

Le había pillado, y esta vez no ocultó su sonrisa. En lugar de ello, cogió el contrato y empezó a leerlo. Los diez mil dólares eran un farol, una pretensión optimista. Aun así, le había presentado a Gwen Phelps. Leyó las dos páginas. Podía hacerle bajar el precio, Pero ¿hasta dónde quería llegar? El arte del acuerdo requería que ambas partes se sintieran ganadoras. De lo contrario, el resentimiento podía influir negativamente en los resultados. Cogió su Mont Blanc y empezó a hacer modificaciones: tachó una cláusula, corrigió un par y añadió otra de su propia cosecha. Finalmente, le devolvió los papeles.

– Cinco mil por adelantado. El resto sólo si da usted con la mujer ideal.

Los puntos dorados de sus ojos marrones brillaron como la purpurina del yo-yo de un niño.

– Eso es inaceptable. Prácticamente me está pidiendo que trabaje gratis para usted.

– Cinco mil dólares no es moco de pavo. Y su curriculum no me impresiona.

– Sin embargo, le he traído a Gwen.

– ¿Cómo sé que no es todo lo que tiene? Hay una gran diferencia entre prometer resultados y conseguirlos. -Señaló el contrato-. La pelota está en su tejado.

Cogió las hojas y repasó los cambios con el entrecejo fruncido, pero al final firmó, tal como él había previsto. Después de firmar él también, se arrellanó en su asiento y la estudió.

– Déme el número de teléfono de Gwen Phelp. Yo mismo concertaré la próxima cita.

Ella apoyó un dedo en el labio inferior, revelando unos dientes blancos y pequeños.

– Tengo que preguntárselo primero. Es un acuerdo al que llego con todas las mujeres que presento.

– Me parece sensato. Pero no me preocupa demasiado.

Mientras ella buscaba su teléfono móvil, él echó un vistazo a su reloj. Estaba cansado. Había pasado el día en Cleveland y aún tenía que pasar unos minutos por Waterworks para ver si había alguna novedad respecto a Dean Robillard. Al día siguiente tenía la agenda completa, desde el desayuno hasta la medianoche. El viernes debía coger un vuelo a Phoenix a primera hora y, la semana siguiente, tenía que viajar a Tampa y a Baltimore. Si tuviera una esposa, tendría la maleta hecha siempre que la necesitara, y encontraría algo más que una cerveza en la nevera al volver a casa tras un vuelo nocturno. También tendría a alguien con quien hablar acerca de la jornada, la oportunidad de bajar la guardia sin preocuparse por el acento nasal del campo que se colaba en su discurso cuando estaba cansado, o de apoyar sin darse cuenta el codo en la mesa mientras comía un bocadillo o cualquiera de las otras estupideces a las que tenía que estar permanentemente atento. Sobre todo, tendría a alguien que se quedaría.

– Gwen, te habla Annabelle. Gracias otra vez por aceptar que te presente a Heath con tan poca antelación. -Le dirigió una mirada incisiva. Campanilla le estaba mortificando-. Me ha pedido tu número de teléfono. Tengo entendido que tiene planeado invitarte cenar -otra mirada corrosiva- en el Charlie Trotter's.

Tuvo ganas de echarse a reír, pero se mantuvo inexpresivo para no darle esa satisfacción.

Ella hizo una pausa, escuchó y asintió. Él sacó su móvil y consultó la lista de llamadas que habían entrado mientras charlaba con Gwen. En Denver todavía no eran las nueve. Aún tenía tiempo de llamar a Jamal para interesarse por su ligamento cruzado anterior.

– Sí -dijo ella-. Sí, se lo diré. Gracias. -Cerró su móvil, lo metió en el bolso y volvió a mirarle-. Gwen dice que le gustó usted. Pero sólo como amigo.

Heath se quedó sin habla, lo que rara vez le sucedía.

– Temía que eso ocurriera -se apresuró a decir ella-. Con veinte minutos no es que le sobre tiempo para causar la mejor impresión.

Él la miró, incapaz de creer lo que le estaba diciendo.

– Gwen me pidió que le transmitiera sus mejores deseos. Dice que es usted muy bien parecido, y que está convencida de que no le costará encontrar a una mujer más adecuada.

¿Gwen Phelps lo había rechazado?

– Tal vez… -dijo Annabelle pensativa- tengamos que bajar un poco el listón en la escala del tótem femenino.

3

El Jaguar color azul marino giró silenciosamente por la esquina de Hoyne hacia la estrecha calle de Wicker Park. La mujer al volante fue fijándose en los números de los portales a través de unas gafas de sol Chanel sin montura, con sus minúsculas ces de falsa pedrería entrelazadas en las patillas. Eran, en sentido estricto, gafas fashion, lo que quería decir que apenas tenían protección contra rayos ultravioleta, ni siquiera la suficiente para un día nublado, pero iban increíblemente bien con su piel pálida y su mata de pelo oscuro, y Portia Powers no era partidaria de sacrificar la elegancia a la funcionalidad. Ni siquiera la inminencia de su cumpleaños -el trigésimo séptimo para los amigos más próximos, el cuadragésimo segundo según la cuenta de su madre- la haría considerar la posibilidad de cambiar sus zapatos de tacón de aguja de Christian Louboutin por unas bambas. Su ex marido había dicho de ella en cierta ocasión que su pelo oscuro, su cutis blanco invernal, sus asombrosos ojos azules y la extrema delgadez de su figura hacían que pareciera Blancanieves tras dos meses de seguir la dieta South Beach.

Disminuyó la marcha en cuanto encontró lo que buscaba en la calle bordeada de árboles. Nunca había visto una candidata más idónea al derribo que aquella casita de madera pintada del azul de los huevos de tordo, con una cenefa de motivos vegetales descascarillada. Una verja negra de hierro forjado con la pintura levantada en ampollas rodeaba una franja de césped del tamaño de su cuarto de baño. El lugar parecía el cobertizo del jardinero de alguna de las dos elegantes casas restauradas de ladrillo, de dos pisos, que se alzaban a ambos lados. ¿Cómo había podido librarse de la bola de demolición que había reclamado ya la mayoría de los hogares más deteriorados de Wicker Park?

Portia había visto el folleto de Perfecta para Ti sobre la mesa de Heath Champion el día anterior, cuando pasó a hacerle una visita y su formidable instinto competitivo se había disparado. En los últimos doce meses, había perdido a dos clientes importan en beneficio de agencias nuevas, y un marido a manos de una organizadora de eventos de veintitrés años. El fracaso tenía un determinado olor, y estaba dispuesta a matarse trabajando antes que permitir que ese olor se pegara a ella. Unas pocas horas de investigación bastaron para averiguar que Perfecta para Ti era simplemente el nuevo nombre de Bodas Myrna, una empresa de poca monta que había sido apenas una anécdota. Tras la muerte de Myrna Reichman, su nieta se hizo cargo del negocio. Algunas pesquisas más revelaron que esta misma nieta había sido compañera de universidad de la mujer de Kevin Tucker, Molly. Portia pudo así tranquilizarse un poco. Evidentemente, Heath se sentiría obligado a conceder una entrevista de cortesía a la muchacha si la mujer de su cliente se lo pedía, pero era demasiado exigente para trabajar con una aficionada. Se había ido a la cama libre de preocupaciones… y tuvo un sueño dolorosamente erótico con su preciado cliente. Claro que jamás se le ocurriría intentar llevarlo a la práctica. Una aventura con Heath Champion tendría su emoción, pero nunca permitía que su vida íntima interfiriera con sus negocios.

Desafortunadamente, la llamada telefónica de esa mañana volvió a prender la mecha de su ansiedad. Ramón, el camarero del Sienna’s, era parte del numeroso personal de servicio bien situado que recibía de ella espléndidos regalos en recompensa por facilitar información útil, y le comunicó que una casamentera llamada Annabelle se había presentado allí anoche en compañía de una mujer buenísima a la que había presentado a Heath. Portia salió hacia Wicker Park en cuanto pudo. Necesitaba saber en qué medida esa mujer podía suponer una amenaza, pero esa casa ruinosa demostraba que Perfecta para Ti era un negocio exclusivamente en la cabeza de la señorita Granger. Champion simplemente estaba siendo mable para complacer a la esposa de Kevin Tucker.