Sintiéndose algo más tranquila, tomó dirección sur, hacia el centro, para someterse a su exfoliación mensual. Gastaba ingentes cantidades de dinero en conservar liso su cutis y su cuerpo esbelto como un junco. La edad podía aumentar el poder de un hombre, pero menoscababa el de una mujer, y, al cabo de una hora, vuelta a maquillar y con la tez radiante, entraba en las oficinas de Parejas Power, situadas en el primer piso de un edificio Victoriano de ladrillo, pintado de blanco, no lejos de la biblioteca Newberry.
Inez, su recepcionista-secretaria, se apresuró a colgar el teléfono con cara de culpabilidad. Más problemas con el cuidado de los niños. ¿Cómo iban a progresar las mujeres si la carga de cuidar a los hijos recaía siempre sobre ellas? Portia se recreó en la reposada elegancia de la amplia zona de oficina, con sus paredes verde cálido y sus negros divanes bajos, de inspiración oriental. Sus tres ayudantes estaban ante sus escritorios, separados por sofisticadas mamparas de pergamino con marcos lacados en negro. Sus ayudantes, cuya edad oscilaba entre los veintidós y los veintinueve, patrullaban los bares más de moda en la ciudad y efectuaban las entrevistas iniciales. Portia las había contratado atendiendo a sus contactos, su cerebro y su aspecto. Se les exigía que vistieran de negro en el trabajo: trajes sencillos y elegantes, pantalones holgados con blusas o suéteres clásicos, y chaquetas con buen corte. Para ella, las normas eran más flexibles, y hoy había elegido un modelo gris perla de Ralph Lauren: chaqueta de punto veraniega, blusa entallada, falda de tubo y perlas, rematado por unos zapatos de tacón alto color lavanda con un arco muy femenino en el empeine.
No había clientes en la oficina, así que hizo el temido anuncio:
– Atención todas, hoy es ese día de la semana. Vamos, vamos. Acabemos con el calvario cuanto antes.
SuSu Kaplan dejó escapar un gruñido.
– Me ha venido la regla.
– La regla te vino la semana pasada -repuso Portia-. Nada de excusas. -Sólo su contable y el gurú informático que llevaba la web de Parejas Power se hallaban exentos de este ritual semanal, dado que ellos no tenían de hecho trato directo con los clientes. Además, eran hombres: ¿no estaba todo dicho con eso? Portia se encaminó a su despacho.
– Tú también, Inez.
– Yo soy la recepcionista -protestó Inez-. No tengo que ir de bares por la noche.
Portia la ignoró. Todas querían el prestigio de trabajar en Parejas Power, pero ninguna estaba dispuesta a asumir el trabajo duro y la disciplina indisociables a él. «La disciplina hace realidad el sueño.» ¿Cuántas veces había repetido aquellas palabras a las mujeres a las que amadrinaba en la Promotora Comunitaria de la Pequeña Empresa? ¿Y cuántas veces habían optado por no hacerle caso?
Kiki Ono sonreía feliz, y Briana no parecía muy preocupada, pero si SuSu Kaplan seguía frunciendo el gesto de aquella manera, iba a necesitar Botox antes de cumplir los treinta. En las oficinas de Portia, media docena de piezas de cerámica color curry constituían los únicos complementos decorativos de un espacio dominado por el cristal, las líneas rectas y las superficies duras. Sus preferencias personales se decantaban por interiores más suaves, más femeninos, pero creía que el despacho de una mujer debía proyectar autoridad. Los hombres podían rodearse de todos los trofeos de bolos y fotos familiares que quisieran, pero una ejecutiva no podía permitirse ese lujo.
Mientras se dirigía a su baño privado, oyó el frufrú del quitarse zapatos y chaquetas, el tintineo de hebillas y pulseras dejadas de lado. Con la punta de sus Christian Louboutin color lavanda, corrió la báscula de precisión de cromo y cristal que había debajo del lavabo de pie, la recogió y la llevó al suelo de mármol negro del despacho. Para cuando sacó de su escritorio la ficha con la tabla que necesitaba, SuSu se había desnudado y llevaba encima únicamente un juego azul marino de sujetador y braga.
– ¿Quién es la valiente que pasa primero?
– Yo misma. -Briana Olsen, una esbelta belleza escandinava, subió a la báscula.
– Cincuenta y cuatro y medio. -Portia anotó el peso en sus tablas-. Has engordado medio kilo desde el mes pasado, pero con tu altura eso no es un problema. Esa manicura, en cambio… -Señaló el esmalte descascarillado color café de su dedo índice-. En serio, Briana, ¿cuántas veces tendré que decírtelo? Las apariencias lo son todo. Arréglatelo. Inez, ahora vas tú.
Que Inez tenía unos kilos de más estaba cantado, pero tenía una piel fabulosa, sabía maquillarse de maravilla y conseguía que los clientes se sintieran cómodos. Además, la mesa de la recepción era lo bastante alta para ocultar el grueso de la grasa que le sobraba.
– Si pretendes volver a pillar marido alguna vez…
– Ya, ya lo sé -dijo Inez-. Un día de estos me pondré a ello en serio.
Kiki, siempre una jugadora de equipo, le echó un capote.
– Me toca a mí -dijo, toda jovial. Echándose airosamente su sedosa melena negra sobre un hombro, subió a la báscula.
– Cuarenta y seis kilos cuarenta -anotó Portia-. Excelente.
– Es mucho más fácil si eres asiática -dijo SuSu en tono malhumorado-. Las orientales tienen los huesos pequeños. Yo soy judía.
Como les recordaba cada vez que tocaba pesarse. Pero SuSu estaba licenciada por Brown y se relacionaba con algunas de las familias más ricas de la orilla norte. Con su fantástico pelo -de increíbles irisaciones color caramelo- y su ojo infalible para la moda, irradiaba cierto sex appeal a lo Jennifer Aniston. Lamentablemente, no poseía el cuerpo de Aniston. Portia señaló vagamente a la báscula.
– Acabemos con tu sufrimiento.
SuSu se plantó.
– Quiero que conste que esto me parece vejatorio e insultante.
– Es posible. Pero también es por tu propio bien, así que arriba.
Ella subió a regañadientes.
Portia anotó la cifra con un suspiro.
– Cincuenta y siete kilos setecientos gramos. -A diferencia de Inez, SuSu no tenía mesa tras la que esconderse. Iba por los bares representando a Parejas Power-. Todas las demás, de vuelta al trabajo. SuSu, tenemos que hablar.
SuSu se sujetó un rizo de aquel pelo reluciente tras la oreja y puso cara enfurruñada. Kiki le lanzó una mirada comprensiva y solidaria antes de desaparecer con las demás. SuSu recogió su vestido de tubo negro de Banana Republic y lo desplegó delante de Portia.
– Esto es discriminatorio e ilegal.
– Mi abogado no piensa lo mismo, y el contrato que firmaste es explícito. Ya hablamos de esto antes de que te contratara, ¿recuerdas? El aspecto personal es primordial en este negocio, y yo pongo mi dinero en lo que se ajusta a mis criterios. Nadie ofrece las primas y beneficios que ofrezco yo. A mi entender, eso implica que me puedo permitir ser un poco exigente.
– Pero soy la mejor colaboradora que tienes. Quiero que se me juzgue por mi trabajo, no por mi peso.
– Pues implántate un pene. -SuSu seguía sin entender que Portia no hacía otra cosa que velar por el interés de ambas-. ¿Lo has intentado, al menos?
– Sí, pero…
– ¿Cuánto mides?.
– Uno sesenta y cuatro y medio.
– Uno sesenta y cuatro, y cincuenta y siete kilos setecientos. -Se apoyó en el borde del cristal de su escritorio-. Yo soy diez centímetros más alta. Vamos a ver lo que peso. -Ignorando la mirada de resentimiento de SuSu, se quitó los zapatos y la chaqueta, dejó las perlas encima de la mesa y subió a la báscula-. Cincuenta y cinco kilos. He aumentado un poco. En fin. Esta noche, nada de hidratos de carbono para mí. -Descendió de la báscula y volvió a ponerse los zapatos-. ¿Ves qué fácil es? Si no me gusta lo que me dice la báscula, me impongo restricciones.
SuSu se desplomó en el sofá, y las lágrimas afloraron a sus ojos.
– Yo no soy tú.
Las que lloraban en el trabajo reforzaban todos los clichés negativos relativos a las mujeres en el entorno laboral, pero SuSu no había desarrollado aún el duro caparazón que daba la experiencia, y Portia se arrodilló a su lado, tratando de hacerle comprender.
– Eres una trabajadora magnífica, SuSu, y tienes un gran futuro. No permitas que la obesidad se interponga en tu camino. Hay estudios que demuestran que las mujeres con sobrepeso reciben menos ascensos y ganan menos dinero. Es una de tantas formas en que el mundo de los negocios nos discrimina. Pero el peso, al menos, es algo que podemos controlar.
SuSu le dirigió una mirada tozuda.
– Cincuenta y siete quilos no es obesa.
– No, pero no es perfecta tampoco, ¿no? Y es por la perfección por lo que todas debemos luchar. Ahora entra en mi cuarto de baño y tomate unos minutos para serenarte. Luego, vuelve al trabajo.
– ¡No! -SuSu se puso en pie de un brinco, con la cara roja-. Hago un buen trabajo para ti, y no tengo por qué aguantar esto. Me despido.
– Venga, SuSu…
– ¡Odio trabajar para ti! Es imposible estar a la altura de tus expectativas. Y a mí ya me da igual. Habrás triunfado y serás todo lo rica que quieras, pero lo tuyo no es vida. Todo el mundo lo sabe, y me das pena.
Eran palabras que escocían, pero Portia ni pestañeó.
– Tengo una vida estupenda -dijo con frialdad-. Y no voy a pedir disculpas por exigir excelencia. Es evidente que tú no estás preparada para darla, así que vacía tu mesa. -Se dirigió a la puerta y se la sostuvo abierta.
SuSu estaba furiosa y lloraba, pero no tuvo los arrestos de decir nada más. Sujetándose el vestido por delante, salió como una flecha del despacho. Portia cerró la puerta con cuidado, asegurándose de evitar dar un portazo, y luego se recostó en ella y cerró los ojos. Las palabras airadas de SuSu habían dado en el blanco. Ella había supuesto siempre que a los cuarenta y dos años tendría todo lo que quería, pero pese a todo el dinero ganado y los halagos cosechados, el orgullo de sentirse realizada aún le era esquivo. Tenía docenas de amistades, pero ningún amigo del alma, y su matrimonio había sido un fracaso. ¿Cómo pudo ocurrir, cuando había esperado tanto y elegido con tanto cuidado?
Carlton había sido una pareja perfecta -una pareja Power-, educado, rico y triunfador. Habían estado en la lista de las parejas más solicitadas de Chicago, invitados a las mejores fiestas, presidido una importante fundación benéfica. Su matrimonio habría debido funcionar, pero apenas duró un año. Portia nunca olvidaría lo que dijo él el día que la dejó: «Estoy agotado, Portia… Estoy tan preocupado por que me cortes la polla que no puedo ni dormir a gusto por las noches.»
Fue una pena que no lo hiciera, porque, al cabo de tres semanas, él se había mudado con una organizadora de eventos de veintitrés años con cabeza de chorlito, implantes de pecho y una permanente y ridícula risita.
Portia vertió media botella de Pellegrino en una de las copas de Villeroy & Boch que Inez guardaba junto a su escritorio. Tal vez SuSu comprendiera algún día el terrible error que había cometido al no aprovecharse de que ella estuviese dispuesta a ser su mentora. O tal vez no. A Portia no le llovían precisamente las notas de agradecimiento ni de sus antiguas empleadas ni de las mujeres a las que intentaba asesorar.
El dossier de Heath Champion yacía sobre su mesa, y se sentó a estudiarlo. Pero mientras contemplaba la carpeta, vio el papel pintado de teteras doradas de la cocina de la casa en que había crecido allá en Terre Haute, Indiana. Sus padres, de clase trabajadora habían estado satisfechos con sus vidas: la ropa de almacenes de saldos, las mesitas ornamentales de madera de imitación, los cuadros al óleo producidos en serie comprados en las ventas de algún artista famoso en el Holiday Inn. Pero Portia siempre había anhelado más. Con la paga se compraba revistas como el Vogue o el Town & Country. En el panel de corcho de su habitación pegaba fotos de hermosas casas y mobiliario elegante. Cuando iba al instituto, asustaba a sus padres con los ataques de histeria que le aquejaban si no sacaba sobresaliente en algún examen. Durante toda su infancia, fantaseó con que era víctima de una de esas infrecuentes confusiones de bebés en las maternidades, ignorando el hecho de que había heredado los ojos y el color de la piel y el pelo de su padre.
Se enderezó en su silla y tomó otro sorbo de Pellegrino antes de volver a centrarse en lo que debía, encontrar a la esposa perfecta para Heath Champion. Puede que hubiera perdido dos clientes ilustres y un no menos ilustre marido, pero no volvería a fallar. Nada ni nadie iba a impedirle emparejar a éste.
4
La profunda voz masculina retumbó con desagrado en el auricular.
– Tengo otra llamada. Dispone de treinta segundos.
– Tiempo insuficiente -replicó Annabelle-. Es necesario que nos sentemos los dos para que me pueda hacer una idea más concreta de lo que anda buscando. -No gastó saliva en pedirle que rellenara el cuestionario que tantas horas le había llevado perfeccionar. La única forma de conseguir la información que precisaba era sonsacársela.
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