Tardó una hora en redactar las cartas e imprimirlas, quince minutos en buscar manuales de los programas y otro tanto en imprimir los sobres. Tras una rápida pausa para tomar café durante la cual descubrió que Ula le había dejado fruta fresca y un yogur desnatado, volvió a su despacho y se ocupó del montón de expedientes que había en el suelo.

La tarea resultó menos inaccesible de lo que se había imaginado. Diseñó una sencilla hoja de cálculo en la que podía almacenar la información que requerían las notas de Stone. Estaba concentrada con los datos de la tercera cuenta de cliente cuando la puerta que unía sus despachos se abrió y Stone entró.

– Pareces muy ocupada -dijo.

– Lo intento -y señaló el montón de expedientes que había colocado en un lado de la mesa-. No sabía si querías que te los llevase o debía esperar a que me los pidieras. No quería interrumpir.

– Buena idea -dijo mientras hojeaba las cartas-. Buen trabajo. Un estilo limpio.

Su elogio la subió por las nubes.

– ¿Cómo has decidido hacer lo de estas cuentas? -preguntó, colocándose a su espalda para poder ver el monitor-. Mm…

Tomó el ratón y exploró la hoja de cálculo. Cathy esperó con la garganta cerrada y el estómago dando saltos. No era sólo por la proximidad de Stone, sino porque quería complacerlo con el trabajo.

– No se me había ocurrido clasificarlas de este modo -dijo-, pero me gusta. Es sencillo y claro. Tendré todo lo que necesite sin necesidad de ir recorriendo páginas. Bien hecho.

Cathy no pudo evitar sonreír.

– Gracias -rozó con el dedo los expedientes que le quedaban-. Tendré todo terminado hoy.

Él quitó importancia con un gesto de la mano.

– Ya terminarás mañana por la mañana. En recursos humanos insisten en que cada empleado nuevo cumplimente un montón de cosas. Puede que incluso haya un vídeo. La verdad es que no me acuerdo. Por otro lado está todo el montón de papeles que hay que rellenar para el ministerio, además de elegir el paquete del seguro que mejor te parezca.

– Como si fuera un trabajo de verdad -bromeó.

– Exacto -se sentó en la única silla que había frente a su mesa-. Hablando de trabajos reales, ¿qué tal se ha tomado Eddie tu marcha?

– No le ha hecho demasiada gracia, pero lo ha comprendido. Me dijo que si cambiaba de opinión, se lo dijera.

– Espero que no estés pensando en volver.

– Pues no, la verdad.

Ni en un millón de años.

Ula llamó a la puerta.

– He traído la comida. ¿Quieren pasar a la sala de conferencias?

Cathy miró su reloj. ¡Pero si habría jurado que había trabajado apenas dos horas! El tiempo había volado.

– No te importa acompañarme, ¿verdad? -preguntó Stone al invitarla a entrar a la sala de conferencias.

– En absoluto.

Estar con él era siempre un placer para ella. Apenas tuvo tiempo de fijarse en la maravillosa vista que ofrecía el ventanal y en el mobiliario de madera oscura antes de que Ula le sirviera una deliciosa ensalada.

Stone llenó las copas con el té frío que les había traído en una jarra.

– Sé que no es asunto mío, pero de todas formas, te voy a preguntar.

– ¿El qué?

– Es obvio que eres una mujer inteligente. ¿Por qué no fuiste a la universidad? ¿Por tu madre?

Cathy asintió.

– Cuando acabé en el instituto, estaba muy enferma, y tenía que ocuparme de ella. Estuvo en cama casi dos años, y cuando murió yo estaba agotada física y mentalmente, además de que tenía que pagar las facturas del médico, así que me puse a trabajar y dejé la universidad para los sueños -había tenido una vida solitaria, una trampa de la que no había conseguido escapar-. Poco a poco ese sueño fue haciéndose más lejano, hasta que un día me rendí, supongo.

Stone cubrió su mano con la suya.

– Tenemos un programa de asistencia para los empleados de la compañía -le dijo-, y en él se contempla el caso de los empleados que quieren ir a la universidad mientras trabajan. Cuando estés ya más familiarizada con tu trabajo y tus responsabilidades, creo que deberías informarte. Tienes mucho que ofrecer, y sería una pena que lo malgastases.

Cathy lo miró a los ojos. No sabía lo que había hecho para merecer su generosidad, pero se lo agradeció de todas formas.

– Gracias.

Y con eso bastó, porque Stone apretó su mano y la soltó, para proceder a ponerla al día en lo ocurrido aquella mañana en la bolsa. Cathy asintió y hasta fingió comprender de qué demonios estaba hablando.


Cathy llamó a la puerta.

– Adelante -contestó Stone.

Entró en su despacho con un montón de expedientes. Stone miró el reloj y vio que eran las tres y diez de la tarde. Solían mantener sus reuniones alrededor de las tres o tres y media.

– Has estado muy ocupada -dijo mientras ella dejaba los expedientes en la esquina de su mesa.

– Lo sé -contestó con una sonrisa-. Aquí tienes los detalles de la reunión -dijo, entregándole el primer expediente-. Max me los envió esta mañana. Se lee bastante bien, aunque la máquina sigue haciendo un ruido rarísimo. He llamado a los de asistencia técnica, y me han dicho que vendrán hacia las cuatro. Por otro lado, hay dos problemas de personal, ambos con ejecutivos, así que ahora son problema tuyo.

Dos expedientes más pasaron de la pila de ella a la de él. Stone se recostó en su sillón y entrelazó las manos bajo la nuca.

– Sigue, sigue.

– Es lo que pienso hacer, descuida, porque todo esto es para ti -otro expediente-. Esta es la investigación que he hecho vía Internet sobre la compañía que estás pensando adquirir. Su estructura es un poco frágil, pero no sé si eso es importante. Y esto es el informe del analista sobre TPO.

El último expediente pasó de su montón al de él.

Stone se echó a reír.

– Confiésalo, Cathy: cuando empezaste hace un mes, no sabías diferenciar el TPO de un modelo de lavadora.

Cathy se sentó en la silla que había frente a su mesa y sonrió.

– Tienes razón. Todavía no me he olvidado de la comida que compartimos el primer día. Tú no dejabas de hablar de la bolsa, y para mí era como si me hablases en arameo. Pero he estado leyendo todo lo que he podido. Un TPO es el primer ofrecimiento al público de una emisión de valores. Es cuando una empresa privada sale a bolsa por primera vez.

– Muy bien.

Pero su mejora en conocimientos no era el único cambio. Llevaba un vestido color crema que apenas le llegaba a las rodillas y que dibujaba perfectamente sus curvas, cuya contemplación solía dejarle a él en un estado bastante incómodo.

Empezaba a trabajar puntualmente a las ocho y media, pero se levantaba mucho antes. Solía verla salir de la casa hacia las seis y media para correr por los alrededores. Entre su nuevo corte de pelo, su renovada figura y la forma en que se maquillaba, había cambiado muchísimo en tan sólo tres meses. No quedaba ni rastro de la rolliza y triste joven que lo engañaba por teléfono.

– Me estás mirando sin pestañear -le dijo ella-. ¿Es que tengo algo entre los dientes.

– En absoluto. Sólo admiraba los cambios. Corres todos los días, ¿no?

Ella asintió con un ligero rubor.

– Le prometí a Pepper que no dejaría de hacer ejercicio. He perdido casi quince kilos y ahora utilizo la talla con la que siempre soñé -hizo una pausa y después se inclinó hacia delante, como confiando en él-. He estado pensando en ir a un gimnasio. Hay unos cuantos por aquí y quiero empezar a hacer pesas. Me gustaría tonificar los músculos un poco. Quizás trabajar la definición de los brazos.

Había ganado en clase y confianza, pero seguía siendo tan divertida como siempre. Le complacía haber tenido algo que ver en aquellos cambios. Su mundo se había abierto, y eso era lo que él pretendía. Curarla.

– Puedes utilizar mi sala de aparatos si quieres -le dijo-. Las máquinas son muy sencillas, y si quieres puedo hacerte una demostración para que veas cómo funcionan.

Una lucecilla se encendió en sus ojos. Stone no sabía bien qué significaba, y no se atrevió a preguntar. ¿Afecto, quizás? Le gustaría que sintiera afecto hacia él, porque él ya lo sentía por ella. Trabajaban juntos y eran amigos, Ula se había equivocado. No había evidencia alguna de que Cathy se hubiera enamorado de él. Es más, Cathy lo veía como una combinación de hermano mayor y benefactor.

Ojalá sus propios deseos fuesen diferentes. Ojalá él fuese diferente. Ojalá la razón verdadera por la que no podía tener nada con Cathy fuese diferente.

– Gracias -dijo Cathy-. Me encantaría. Como está muy cerca, no tendré excusa para no ir, porque en el fondo, sigo siendo una perezosa.

– Todos lo somos. ¿Qué te parece si vamos hoy antes de cenar? A las seis, digamos.

– Perfecto -Cathy se levantó y salió hacia su despacho-. Allí nos veremos.


– En ese momento, me pareció una buena idea -murmuró Cathy entre dientes mientras subía la escalera hacia el tercer piso. Era la parte este de la casa, sobre el garaje, la que albergaba el gimnasio. Había tenido que preguntarle a Ula dónde estaba, y el ama de llaves, como siempre, había permanecido imperturbable mientras le daba las indicaciones.

Así que allí estaba ella, subiendo el último tramo de escaleras para hacer ejercicio con Stone. Las malas noticias eran que sabía perfectamente que el latido acelerado del corazón no tenía nada que ver con las escaleras. Hacía últimamente tanto ejercicio que unos peldaños no le afectaban, lo cual era al mismo tiempo buena y mala noticia. Después del tiempo que había transcurrido, era una lata que Stone siguiese afectándola de aquel modo.

O quizás fuese lógico. Pasaban parte del día juntos, compartían comida y cena. Charlaban sobre el mundo de los negocios, leían los mismos libros y de vez en cuando veían alguna película juntos.

– Es como estar casados, pero sin tanta parafernalia -se dijo alegremente. Pero también se perdían buena parte de lo bueno. Nada de amor, ni de sexo. Nada de compromiso.

Estaba segura de gustarle a Stone. Eran amigos. Él la consideraba una chica inteligente y buena compañía, pero ella quería más. Quería que sintiera algo por ella, porque ella lo sentía por él. Llevaba mucho tiempo sintiéndolo, y trabajar juntos había hecho crecer ese sentimiento. Pero estaba decidida a que él no lo averiguara. Sería demasiado humillante. ¿Y si sentía lástima por ella? La posibilidad le produjo un escalofrío. Mejor dejar las cosas como estaban.

Al llegar al descansillo del tercer piso, oyó música de rock que provenía del final del pasillo. La siguió y terminó entrando en una sala grande toda llena de espejos. Había varios aparatos de musculación sobre el suelo de madera. Había una cinta para andar y, en un rincón, una máquina de esquí de fondo. No era de extrañar que Stone estuviese en tan buena forma.

Él ya estaba allí, agachado delante de un equipo de música. Había cambiado los pantalones largos y la camisa por otros cortos y una camiseta. Cathy tiró de la suya, que le llegaba casi al borde de los pantalones de ciclista. Los fines de semana solía ir a nadar, así que tenía las piernas ligeramente bronceadas. Ahora utilizaba la talla que siempre había deseado y gracias al ejercicio, estaba en buena forma. Pero aquel hombre era Stone, e independientemente de las circunstancias, o de cómo fuera vestida, tenía la capacidad de hacerla sentirse inadecuada.

Él levantó la mirada y al ver su reflejo en el espejo, sonrió.

– Lo has conseguido.

Cathy se echó a reír.

– Esta sala está tan lejos que casi es otro país. He tenido que dejar migas de pan para encontrar el camino de vuelta.

– Yo te lo enseñaré.

– No me fío de ti -bromeó.

Él se levantó y se acercó a ella.

– Vamos, pequeñina, que voy a enseñarte cómo trabajan los chicos.

– No me hagas daño, y no te lo hagas tú tampoco -dijo, mirando todo aquel equipo.

– Eso jamás.

Al menos en eso, confiaba ciegamente en él.

– Empezaremos con pesas ligeras -dijo, acercándose a una máquina que parecía de tortura medieval-. Se trata de trabajar primero los músculos grandes, y después los pequeños. Mira, así es como funciona.

Y le hizo una demostración.

Cathy se acomodó en la posición que él le dijo.

– Lo difícil debe ser no mutilarse en un chisme así -comentó.

Pero no era tan difícil como parecía. Stone le iba enseñando los ejercicios. Después ajustaba el peso y el asiento para ella. Iban poco a poco. Cathy sentía cómo iban despertándosele los músculos y cómo protestaban por aquella actividad poco habitual. Stone era un profesor paciente, y debería estarle agradecida… y lo estaría… si dejara de tocarla.

Una mano en el brazo, sus dedos en la rodilla, una palmada en el hombro. Se estaba volviendo loca. ¿Cómo iba a poder concentrarse en lo que estaban haciendo? ¡Y el condenado iba casi desnudo! Los ojos se le iban a las nalgas, tan bien dibujadas por aquel pantalón corto, y a los músculos del abdomen que dejaba entrever la camiseta.