Hicieron un descanso unos treinta minutos después. Stone se acercó a un pequeño frigorífico que había en un rincón y sacó dos botellas de agua. Cathy la vació sin descansar hasta la mitad. Luego se acercó a la ventana.

Nunca se había asomado desde aquella parte de la casa. El mar quedaba detrás de ellos y de frente, árboles y un césped bien cuidado. En la distancia, otra gran propiedad.

Él se acercó y apoyó una mano en su hombro. Cathy no supo si desmayarse o gemir.

– ¿Qué tal estás?

– Bien. Mañana será otro cantar.

– Date un buen baño esta noche. Te sentará de maravilla.

Genial. Ahora podía añadir a la lista de sus fantasías imaginarlo en una bañera. Si al menos ella fuese su tipo, tendría una oportunidad. Pero no era así. Stone era de esa clase de hombres que salían con mujeres que…

Frunció el ceño. Llevaba en su casa casi cuatro meses y que ella supiera, no salía con nadie. Evelyn había muerto hacía ya tres años. ¿Todavía no se había recuperado de su pérdida? Debía estar muy enamorado de ella.

– ¿Vivías ya aquí con tu mujer? -le preguntó.

Él tomó un trago de agua y asintió.

– Evelyn fue quien encontró esta casa. Le encantaba. Cuando nos mudamos, fue ella quien la decoró. Había crecido en una familia muy modesta que vivía en una caravana, pero pasaba mucho tiempo en mi casa. Decía que llevaba años soñando con una casa perfecta, así que cuando compramos esto, ya tenía pensadas la mayoría de las habitaciones.

Cathy se sorprendió de no sentirse celosa por su relación con Evelyn. Seguramente porque aquella mujer era casi irreal. No se conocían, y no había rastro de ella en aquella casa.

– ¿Dónde os conocisteis?

Stone se sentó en un banco de abdominales con al botella de agua colgando de una mano.

– Por cuestión de política, hubo un realojo de las caravanas en otra zona de la ciudad, y los niños vinieron a nuestro colegio. Una de esas experiencias de mezcla. Evelyn estaba a mi lado en clase, y yo me enamoré locamente de ella en el acto. Comíamos juntos, y el primer día del tercer curso ya éramos amigos -su mirada llegó a un lugar que ella no podía ver-. Jamás dejamos de serlo.

– Me sorprende que tus padres aprobasen esa relación.

Stone se encogió de hombros.

– A mí, también. Pero siempre que hiciera lo que ellos esperaban de un heredero, no se metían en nada más. Es más, casi ni se ocupaban de mí. Evelyn fue mi verdadera familia. Después del instituto, fuimos juntos a la universidad, ella gracias a una beca. Era una mujer increíble. Tan brillante… No me dejaba pasar ni una.

Cathy se apoyó contra la pared. El amor era palpable en la voz de Stone, y eso le dolió un poco. A ella, nadie la había querido de esa manera. Ni siquiera sus padres.

– La echas de menos -dijo.

– Sí. Ahora ya lo llevo mejor, pero sigo echándola de menos. Era mi mejor amiga y llevábamos tanto tiempo juntos que cuando faltó, tuve la impresión de que el mundo no sería el mismo sin ella -se incorporó-. Jamás podré reemplazarla. Y no es que lo intente, pero era única.

Cathy asintió. El suyo tuvo que ser un matrimonio muy especial. Los años de amistad habrían añadido una dimensión más a su amor.

Terminó su botella de agua y la tiró a la papelera. Era una idiota. La amabilidad de él, sus sueños, incluso el cambio de circunstancias, no podrían cambiar la realidad. Estaba viviendo en un mundo de sueños.

Un sueño muy agradable, eso sí, y por el momento le bastaba. Estaba haciendo un buen trabajo y aprendiendo todo lo posible. Quería crecer como persona, pero todo tenía un precio, y para ella, ese precio era enamorarse de su jefe. Un hombre que seguía enamorado de una mujer que había muerto tres largos años atrás.

Capítulo 11

Cathy se detuvo al pie de la escalera. Como siempre, el corazón le latía más deprisa. Estaba empezando a acostumbrarse a la sensación. Trabajaba con Stone todos los días y se las arreglaba para actuar e incluso sentirse completamente normal. Pero en cuanto ocurría algo que rompía su rutina habitual, o salían de la cómoda relación empleada jefe, sus nervios se despertaban.

– No va a pasar nada -se dijo, apartándose el pelo de la cara. Se lo había cortado hacía poco y le encantaba cómo caía alrededor de sus mejillas. Después del corte, había pagado por una segunda lección de maquillaje e incluso se había comprado unos cuantos productos, y la práctica diaria le había otorgado la confianza suficiente para imitar lo que hacían los profesionales. El vestido era nuevo, una de las cosas que se había comprado para ensalzar su renovada figura.

Seguía saliendo a correr con regularidad, y unas cuantas semanas de pesas le habían ayudado a tonificarse.

Desde luego aquella época estaba siendo la mejor de su vida. Si conseguía acostumbrarse a ser permanentemente un manojo de nervios, todo iría bien.

Oyó pasos en el recibidor. Ula se acercó despacio a ella con algo largo y oscuro en las manos. El ama de llaves se detuvo delante de ella.

– Está muy guapa -le dijo, sonriendo.

– Es demasiado amable conmigo -contestó, ruborizada. Guapa era una exageración, aunque comparada con cómo era antes…

– Ese vestido es precioso.

Cathy se miró el vestido de punto color óxido que llevaba. Tenía manga larga y se le ceñía en la cintura y en las caderas. El escote delantero era pronunciado, y el de la espalda aún más, y el color realzaba los reflejos rojizos de su pelo y el verde de sus ojos.

– Gracias -dijo-. Me enamoré de él nada más verlo en la tienda. Nunca he tenido cosas así de bonitas y no pude resistirme.

– El señor Ward va a quedarse impresionado. Y con ese fin, tengo una contribución que hacer. Esta noche hace un poco de fresco, y he pensado que le podría gustar llevar esto.

Ula le mostró una maravillosa capa color verde caza. El forro era de seda y de un verde un poco más oscuro.

– Es preciosa, Ula, pero no puede prestármela. Es demasiado bonita.

La mujer se encogió de hombros.

– Yo nunca me la pongo. Además, hoy cumple veintinueve años y se merece algo especial.

Cathy quería protestar. Además, Ula ya le había preparado un pastel bajo en calorías que las dos habían compartido a la hora de la comida, y le había regalado un libro que sabía que quería. Pero no podía hablar, y no porque no supiera qué decir, sino porque tenía la garganta agarrotada por las lágrimas.

– Ha sido tan buena conmigo -dijo al fin.

– Qué tontería -dijo-. Y nada de llorar, o echará a perder el maquillaje. Además, empezaré a llorar yo, y no me gusta nada hacerlo, así que póngasela. A mí me arrastra, pero seguro que a usted le quedará perfecta.

Cathy tomó la prenda y se la colocó sobre los hombros. El forro de seda era suave y resultaba muy fresco contra el cuello y los hombros.

– Me siento como una princesa -dijo, y abrazó a Ula. Era increíble que al llegar aquella mujer le pareciese severa y fría. Ahora sabía que tenía un corazón cálido de bajo de una fachada de hielo.

– Páselo bien, Cathy. Y disfrute de su cumpleaños.

– Gracias.

La capa le daba la confianza que le faltaba para salir. Con un poco de suerte, Stone no se daría cuenta de que estaba nerviosa.

Salió a la noche. Eran poco más de las nueve. Cuando Stone la había invitado a cenar fuera para celebrar su cumpleaños, sus dos únicas peticiones habían sido que fuera él quien eligiera el restaurante y que cenaran tarde. Comprendía que estuviera nervioso por salir, y dadas las circunstancias, su invitación lo había conmovido aún más. Ojalá pudiera convencerle de lo poco que significaban sus cicatrices para ella. Quizás si…

Un vehículo esperaba en la entrada circular de la casa y Cathy se quedó boquiabierta. Esperaba ver el BMW y a Stone al volante, pero lo que aguardaba era una limusina oscura y Stone de pie junto a ella.

– Pareces sorprendida -dijo con una sonrisa.

– Y lo estoy. Nunca me he subido antes a una limusina.

Stone abrió la puerta y la invitó a subir.

– Entonces, echa un vistazo. Son divertidas.

Mientras bajaba las escaleras, se recordó que aquello no era una cita, sino una cena con su jefe. Nada más. Pero al acercarse vio que iba vestido con traje y corbata, y el champán que les esperaba en hielo dentro de la limusina, y no pudo evitar hacerse ilusiones. No le cabía la menor duda de lo que iba a pedir al apagar las velas de la tarta.

Stone se acomodó junto a Cathy en el asiento de la limusina y abrió el champán. Quizás había exagerado un poco, pero no se había podido resistir. Sospechaba que en su vida anterior no había recibido demasiadas sorpresas agradables, y se merecía aquella y mucho más.

Llenó dos copas y le entregó una.

– Feliz cumpleaños.

Ella sonrió.

– Gracias, Stone. Has conseguido que esta noche sea muy especial.

– Pues todavía no ha empezado.

– Pero ya lo es.

A la luz tenue de la limusina, sus ojos parecían negros. Las sombras jugaban con las líneas de su rostro, realzando sus pómulos y sus labios. La capa ocultaba sus formas, pero la había visto ya bastantes veces como para saber lo que su compromiso con el ejercicio y la dieta había conseguido. Siempre le había gustado, y siempre había disfrutado con su compañía; es más, siempre la había encontrado atractiva, incluso antes de que empezase con su programa de mejora, pero ahora había un brillo especial en ella. Él la admiraba antes porque sabía quién era por dentro; ahora cualquier hombre la desearía, basándose solamente en su aspecto.

Stone sintió algo primitivo despertar en su interior y tardó un instante en darse cuenta de que se trataba de los celos. Qué ridiculez. No había nadie de quien sentirse celoso. Además, a él Cathy no le interesaba en ese sentido.

Pero aquella mentira cada vez era más difícil de creer. Con estar cerca de ella le bastaba para excitarse. Pero ella no debía llegar a saberlo nunca. Primero por Evelyn, y segundo por ella misma.

– Hace una noche perfecta -dijo Cathy tras tomar un sorbo de su copa-. Mientras me vestía, me di cuenta de que se veían las estrellas desde la ventana de mi habitación.

Esa era la diferencia entre ellos. Ella, al mirar la noche, veía las estrellas, y él la seguridad y el refugio de la oscuridad.

– Tendremos que admirarlas cuando lleguemos al restaurante -dijo.

– No sales mucho, ¿verdad? Creo que no te he visto salir de casa desde que vivo en ella.

– Eso es cierto.

Cathy puso su mano sobre la de él.

– No tenías que hacer esto por mí.

Su roce era confiado, al igual que su expresión. Si supiera lo que el contacto de su mano estaba provocando en él, tendría miedo. En el último mes, su deseo se había vuelto insoportable. La necesitaba constantemente. Estar simplemente en la misma habitación que ella lo excitaba. Y no le gustaba el cambio. Preferiría que las cosas siguieran como al principio. Quería volver a estar muerto. No sentir nada era mejor que aquella constante agonía.

Pero no había forma de dar marcha atrás al tiempo. Ya encontraría la forma de controlar su cuerpo.

– Quería que esta noche fuese especial para ti -le dijo-. Los cumpleaños son sólo de tarde en tarde.

– Una vez al año, para ser exactos bromeó.

– ¿No me digas? Hablé con Ula sobre lo que quería hacer y ella lo ha arreglado todo. Estaremos bien.

Cathy volvió a apretar su mano.

– Yo no estoy preocupada, Stone. Creo que esas cicatrices te preocupan más a ti que a todos los demás.

– Puede -fue todo lo que dijo.

¿Qué experiencia tenía ella con las miradas curiosas o asustadas, con los comentarios de los niños que no conocían la mentira?

La limusina tomó dirección a Hermosa Beach. Stone reconoció la zona y supo que estaban cerca del restaurante. Tal y como le habían indicado, el conductor aparcó en la parte de atrás y bajó del vehículo.

– Será solo un momento -dijo Stone.

El hombre volvió, efectivamente, en un instante y abrió la puerta de atrás.

– Todo está dispuesto, señor Ward. Si hacen el favor de seguirme…

Dentro los recibió un joven llamado Art que los condujo a un reservado con una mesa dispuesta para dos.

Flores, varias plantas en macetas y unas telas artísticamente dispuestas sobre las persianas conferían al lugar un aire íntimo. Una música suave hacía de telón de fondo.

Art se acercó a Cathy para hacerse cargo de la capa, y Stone sintió la tensión familiar del vientre nada más ver su vestido. Su estilo sencillo era engañoso, porque un escote redondo y amplio sugería el inicio de sus pechos y el tejido se ceñía con elegancia a sus curvas. Art la miró con apreciación y Stone pensó en aplastarle su nariz griega e inmaculada.

Cuando fue a apartar la silla para que Cathy se sentara, Stone se interpuso.