Cara a Cara

Cara a Cara (1999)

Reeditado por Harlequín Ibérica en el dueto Sueños hechos realidad colección Tiffany Nº 26 (2008)

Título Original: The millionaire Bachelor

Capítulo 1

Cathy Eldrige miró con impaciencia su reloj. Esperaba la medianoche con tanta ilusión como Cenicienta la aguardaba con temor. Mientras la princesa del cuento tenía razones para temer que sus sueños se destruyeran con el avance de las manecillas del reloj, para Cathy la llegada de la hora bruja marcaba el comienzo de su fantasía. Porque al dar las doce, Stone Ward llamaría.

Eran aún las once y veintitrés, y suspiró, sabiendo que los minutos se arrastrarían penosamente hasta entonces, y que después seguirían avanzando con lentitud hasta que terminase su turno a las siete de la mañana. Pero durante los minutos que hablaba con él, el tiempo volaba. No le importaba que no hubiera nada entre ellos, excepto lo que ella se había creado en la imaginación. No le importaba que quien él creía que era y quien era de verdad no tuviese nada que ver. Le bastaba con oír su voz y con saber que disfrutaba de sus conversaciones tanto como ella.

La noche había discurrido con lentitud y poco trabajo en el servicio de contestadores. Había recibido la llamada de una madre preocupada porque su hijo tenía una fiebre muy alta, y tras consultar en el ordenador, la había puesto en contacto con un pediatra de guardia. Tuvo también otras dos llamadas de dos hombres a los que habían arrestado y que querían pagar la fianza, a quienes puso en contacto con el propietario de un negocio de préstamos de fianzas.

El servicio de contestador para el que trabajaba tenía un grupo de clientes bastante ecléctico: médicos, detectives privados, prestamistas, un par de bufetes, incluso una agencia literaria de gran tamaño que se ocupaba de guiones para Hollywood. Daban servicio a cualquier empresa que prefiriese que quienes solicitaban sus servicios fuera de horas de oficina fuesen atendidos por una persona y no por un buzón de voz. Tenían también otros clientes poco corrientes, como por ejemplo la encantadora y rica viuda que tenía contratado el servicio para que la llamaran seis veces al día para recordarle que debía tomarse la medicina, y un vendedor que viajaba constantemente y que quería que regularmente se dejasen mensajes en su contestador automático para que su gato no se sintiera tan solo.

Cathy llevaba en aquel trabajo más años de los que le gustaría recordar, y atendía sus llamadas rápida y eficazmente. Era la operadora favorita de muchos clientes, que al menos disfrutaban de las historias que les contaba sobre su excitante vida fuera de las horas de trabajo. Lo que le recordó que…

Abrió el maletín negro de nylon y sacó su ordenador portátil. Le había costado bastante adquirirlo, y era el único capricho que se había permitido aquellos últimos tres años, pero había merecido la pena el esfuerzo. Con una línea de teléfono y su ordenador, podía ir a cualquier parte del mundo. Nadie tenía que saber que estaba atrapada en una pequeña y sucia oficina, realizando un trabajo monótono del que no conseguía escapar.

Lo enchufó y lo puso en marcha. Cuando estuvo preparado, movió la flecha del cursor hasta el programa conecto y conectó con el servicio local de ordenadores. Desde allí, podía salir a Internet, un lugar que no comprendía, pero que tenía el poder de transformarla. Nunca dejaba de sorprenderla la cantidad de información que podía obtenerse de allí: desde los últimos tratamientos para un montón de enfermedades, pasando por los horarios de todas las líneas aéreas, y hasta los menús de los restaurantes. Aquella noche, era precisamente eso lo que necesitaba.

Se había pasado el fin de semana buscando hoteles y clubes en uno de los centros de vacaciones de Cancún, México. Lo único que le faltaba era encontrar el restaurante adecuado con el menú indicado.

Tardó más o menos diez minutos en encontrar lo que necesitaba. Tomó nota en un bloc de papel, atendió a tres clientes y le leyó sus mensajes a un abogado que trabajaba hasta tarde, todo ello sin dejar de mirar el reloj. Cinco minutos, tres, uno…

Ring…

El corazón ya lo tenía acelerado quince minutos antes, pero en aquel instante las palmas de las manos empezaron a sudarle y el estómago le dio un vuelco. Los síntomas le eran familiares, ya que se repetían cada vez que él llamaba. La hacía sentirse tan viva… Se ajustó el auricular y pulsó la luz que parpadeaba en la consola.

– Servicio de contestador De la A a la Z -dijo, intentando que su tono resultase desenfadado y alegre, para que él no sospechase que temblaba de nerviosismo. No importaba que llevasen hablando ya meses. Eso quizás la ponía aún más nerviosa.

– Hola, Cathy, ¿qué tal el fin de semana?

Hubiera querido derretirse. Tenía una voz tan grave y sensual que la envolvía y la atravesaba, imposibilitando toda función excepto la de suspirar su nombre.

– Hola, Stone. Mi fin de semana ha resultado perfecto. ¿Y el tuyo?

– Nada fuera de lo corriente. He tenido que trabajar.

Oyó ruidos al otro lado del teléfono, como si estuviera adoptando una postura más cómoda en la silla o el sillón.

Se lo imaginó en un estudio abarrotado de libros en alguna parte. Sería una estancia grande, con las paredes revestidas de madera, los techos altos y el mobiliario de cuero. Además siempre se imaginaba una chimenea y el aroma a la leña ardiendo, lo cual era una locura, ya que vivían en Los Ángeles y allí no hacía frío ni en lo más crudo del invierno. Pero Stone era su fantasía, y tenía derecho a conjurar un romántico fuego si eso le apetecía.

– Trabajas demasiado -le dijo-. Tienes que tomarte un poco más de tiempo libre. Viajar un poco.

– Ya viajas tú bastante por los dos -contestó él-. ¿Dónde era este fin de semana? ¿Las Bahamas?

– México. El tiempo ha sido fabuloso.

Cathy consultó sus notas. Según el servicio de meteorología, había hecho una temperatura de alrededor de treinta y dos grados todo el fin de semana, con el cielo despejado y las noches, frescas. Sin hacer ruido, extendió la información que había impreso sobre varios de los hoteles y ciudades de México.

Él se echó a reír.

– Mejor que en París, ¿eh?, con el tifón.

Ella se unió a las risas.

– No fue un tifón, sino una tormenta de otoño.

– Si no recuerdo mal, hacía años que no llovía tanto. Hasta el hotel se inundó, y estuvisteis sin electricidad durante un día.

La sonrisa de Cathy palideció al darse cuenta una vez más de que Stone prestaba atención a lo que le decía. Escuchaba y recordaba, como si su vida tuviese algún interés para él. Como si ella fuese interesante. Qué pena que la verdad fuese totalmente distinta. Ojalá pudiera ser lo que él quería que fuese, aunque, en realidad, tampoco importaba demasiado, ya que su relación era pura fantasía.

– Desde luego, no se parecía en nada a París -dijo.

– ¿Con quién fuiste?

– Con Angie, Brad, Martin y Melissa.

– ¿Y Raoul?

Raoul. Su hombre del momento.

– No pudo venir.

– Has debido echarle de menos.

– No demasiado -contestó, deseando haber oído un atisbo de celos en la voz de Stone, pero sabiendo al mismo tiempo que era imposible. Había creado a Raoul como el hombre perfecto: alto, moreno, atractivo y callado. Se parecía bastante a la imagen que tenía de Stone. Otro hombre que no conocía, aunque al menos existía fuera de su imaginación. Raoul, Angie y los demás, no.

– Cuéntamelo todo -le dijo él-. ¿Llevabas bikini?

– ¿De verdad necesitas preguntarlo?

Llevaba tanto tiempo jugando a aquel juego que le resultaba tremendamente fácil hacerlo. No eran mentiras de verdad, sino historias para contar, para entretener. No hería a nadie. Si Stone conociese la verdad sobre ella y su mundo real, la encontraría aburrida. La hermosa Cathy, sus fabulosos amigos y su forma de vida eran más de su estilo.

– La habitación estaba muy bien -dijo.

– ¿Una suite?

– Esta vez, no -consultó la información del hotel-. Era de esquina, y resultaba muy grande. Desde la terraza se veía la piscina y el mar al fondo. Había un tobogán larguísimo en la piscina y de tanto subir y bajar, casi me rompo el bikini.

Él se rió.

– Ya me hubiera gustado verlo.

– ¡Señor Ward, por favor, me avergüenza usted!

– Mentirosa -su voz era como la caricia de un guante de seda-. ¿De qué color es tu bikini?

– Rojo.

– ¿Pequeño?

La pregunta le hizo sonreír. Aunque no fuese real, disfrutaba con aquel flirteo.

– ¿Te refieres a la parte de arriba o a la de abajo?

Él gimió.

– Me matas con estas cosas, Cathy. Lo que yo me estoy imaginando ya es bastante gráfico y no necesito que me des más detalles. ¿Has buceado?

– Sí -revisó otra página-. Había un barco en el hotel y nos llevó a los restos de un naufragio. El barco se había hundido a poca profundidad y fue una experiencia maravillosa. El agua es tan cálida allí que se puede estar nadando durante horas sin dificultad.

– Suena bien.

Claro que sonaba bien. Cualquier día intentaría ir de verdad. Y a París, y a todos los demás lugares en los que le había dicho que había estado. En realidad, ni siquiera tenía pasaporte.

– Además, el hotel tenía un restaurante construido sobre el agua -continuó-. El sábado fuimos todos a cenar allí. Resultó ser un sitio muy elegante.

– Estoy seguro de que llevabas algo corto y sexy.

– ¿Me has estado espiando? -bromeó.

– Ojalá. Sigue.

– La cena fue fantástica. Un pescado y un vino deliciosos -se volvió a su ordenador portátil y revisó el menú-. Su postre flambeado es famoso, y decidimos probarlo. El camarero trajo un carrito con todo lo necesario para preparar el postre junto a nuestra mesa, pero éramos seis y el recipiente que estaba usando era muy pequeño. Supongo que no quiso hacerlo en dos veces, ni pedir ayuda.

– Tengo la sensación de que se avecina un desastre.

– No teníamos ni idea de lo que iba a ocurrir, así que el hombre empezó a echar coñac sobre el postre para poder flambearlo, y mientras nosotros nos mirábamos atónitos, él seguía echando y echando. Después encendió la cerilla…

– No me dirás que se incendió el restaurante, ¿verdad?

Ella se echó a reír.

– No, pero hubo una enorme llamarada, tanto que todos los clientes del restaurante se levantaron de sus mesas. Resulta que el camarero era novato, y el hombre casi se echó a llorar.

– Ay, Cathy, qué vida más excitante tienes.

– Ese es mi objetivo -dijo, decidida a que nunca averiguase la verdad-. ¿De verdad has estado encerrado todo el fin de semana?

– Sí.

– Stone, el mundo está ahí fuera, esperándote. Deberías salir y explorarlo. Nunca sales.

– Me gusta mi intimidad.

– Eso no es saludable.

– Ya hemos hablado antes de esto -le recordó-, y no vas a hacerme cambiar de opinión.

– Lo sé; es que… -suspiró-. Me tienes preocupada.

Y era verdad, por absurdo que fuese. Stone era un millonario excéntrico, propietario de una de las firmas de inversores más importantes de toda la costa oeste, pero siempre estaba recluido, hasta tal punto que resultaba misterioso. Según había averiguado, en contadas ocasiones salía de su casa, ni si quiera para ir a la central de su empresa. Todas sus llamadas personales le llegaban a través del servicio de contestador, y nadie tenía el número de su casa, incluyendo el propio servicio de contestador, cuyo trabajo consistía en recoger sus mensajes y guardarlos hasta que él llamase.

– Te agradezco la preocupación -contestó-, pero no tienes por qué.

– Si tú lo dices.

– Claro. ¿Y Muffin? ¿Estaba enfadado contigo cuando volviste a casa? -le preguntó, seguramente para cambiar de tema.

– Se le pasó pronto -Muffin era su perra imaginaria, una preciosa Lhasa a quien no le gustaba estar sola-. Su cuidadora la saca de paseo cuando yo no estoy, y eso ayuda.

– Al menos, no tienes que llevarla a un hotel para perros.

– ¿Terminaste el libro?

– Anoche. Tenías razón, es genial. No hubiera adivinado nunca la identidad del asesino.

Se recomendaban libros el uno al otro por turnos, y Cathy se lanzó a hablar del último argumento de su escritor favorito. Tuvo que dejar a Stone a la espera un par de veces para atender otras llamadas, pero estuvieron charlando casi una hora.

– Es tarde -dijo él-. Debería dejarte trabajar.

Ella asintió sin hablar. No quería que se marchase… nunca quería que se marchase, pero no podía decírselo. Era una mentira más por omisión.

– ¿Estarás mañana?

– Claro.

– ¿A la misma hora?

– Perfecto.

Tenía la sensación de que su voz dejaba entrever demasiadas cosas, y es que sus llamadas eran el punto culminante de su existencia.