– Cathy -dijo en voz alta, echándola ya de menos más de lo que creía posible.
La había deseado tanto que no se había dado cuenta de que parte de ese deseo era no dejarla marchar de su lado.
¿Y qué quería decir eso? No podía ser que albergase un sentimiento profundo por ella. No podía ser… amor.
Amor. Pronunció mentalmente aquella palabra una y otra vez. No sabía qué significaba querer a una mujer. No lo había experimentado nunca y, además, no le estaba permitido. Después de lo que había hecho, no.
Siempre volvía al pasado. A Evelyn. Al horror de aquella noche.
– Lo siento -le dijo a la oscuridad-. No debería haberme casado contigo. Ahora me doy cuenta. Debería haberte dicho la verdad, y no hacerte concebir esperanzas.
Cathy le había dicho que no había sido una crueldad no querer a Evelyn, y se preguntó si sería cierto. Aunque, qué mas daba… al final, había terminado por traicionarla.
Aquellos pensamientos le llenaban la cabeza. Revisó el pasado una y otra vez, intentando encontrar dónde había fallado, hasta que de pronto se dio cuenta de que la luz no provenía de la lámpara de sobremesa, sino que se derramaba a través del cristal de la ventana. El día. Su primer día sin ella.
Un rato después, oyó pisadas por el pasillo. Ula entró en el despacho, se acercó a su mesa y lo miró fijamente.
– ¿Se ha marchado?
Stone asintió.
– Ya.
Su ama de llaves siempre tan imperturbable, parecía estar teniendo dificultades para contener las lágrimas.
– Lo siento -dijo él-. Quería marcharse, y yo no he podido hacer que se quedara.
– Claro que habría podido -espetó Ula-. Siempre hay otra posibilidad. Lo que pasa es que así era más fácil, ¿verdad?
Stone tuvo la misma sensación que si le hubiese dado una bofetada.
– Cathy se merece algo mejor que yo.
Ula elevó hacia el cielo la mirada.
– Eso lo sabemos todos, pero por alguna razón, es a ti a quien quiere. Te quiere a ti, Stone Ward. Es perfecta para ti, pero eres demasiado testarudo y estás demasiado atrapado en el pasado para verlo.
Stone se rozó la mejilla, reconociendo el patrón familiar de sus cicatrices.
– No tengo nada que ofrecerle. No puede quererme así.
– Entonces, cambia. Yo quería a la señorita Evelyn como si fuese mi hija. Sé que tuvisteis problemas. Tú lo hiciste mal por un lado, pero ella por otro. Olvídalo. Supéralo. Guarda los buenos recuerdos en tu corazón y deja ir al resto. Si sigues viviendo así, hubiera sido mejor que murieras en el accidente.
Su ira y su frustración eran tangibles. Temblaba delante de él.
– No te atrevas a abusar del regalo que te ha sido concedido -le ordenó-. Ya has malgastado bastante tiempo, y es un tiempo que no recuperarás. Puedes ser feliz durante los años que te queden, o puedes ser un miserable. Por una vez en tu vida, no seas un idiota y haz lo que tienes que hacer.
Y tras dar media vuelta, salió.
Stone se levantó como para seguirla, pero volvió a sentarse en su sillón. ¿Tendría razón Ula? ¿Tendría razón Cathy? ¿Habría sido un imbécil, un cobarde que se escondía tras el sentido de culpa? ¿Tendría miedo de correr riesgos sólo porque era un cobarde? ¿Estaría dispuesto a perder a alguien tan maravilloso como Cathy sólo porque tenía que correr un riesgo? No podía ser, ¿o sí? Porque si era cierto que se estaba ocultando sólo por miedo, tendría que planteárselo y realizar algunas modificaciones en su forma de actuar. No podía seguir comportándose como un cobarde.
Cathy aparcó frente a su casa de North Hollywood. Habían pasado ya dos semanas y aquel lugar seguía sin parecerle su hogar. Quizás nunca volvería a serlo.
Recogió la compra y entró. Al volver allí, se había pasado cuatro días limpiando a fondo la casa. Había revisado la mayor parte de las cosas de su madre, una tarea que llevaba años posponiendo. Después había confeccionado unas cortinas nuevas para la cocina, se había comprado un edredón barato para la cama y una jardinera para la ventana del salón. A ella y a su bebé les gustaría ver crecer las flores cada día. Después, había vuelto a su antiguo trabajo.
Entró en la cocina y empezó a colocar la compra. Tenía una sensación extraña, como si se estuviera moviendo dentro del agua. El mundo parecía ser ahora en blanco y negro.
– Tiempo -se recordó mientras guardaba la leche en la nevera-. Necesito un poco más de tiempo para sobreponerme. Después, lo olvidaré, y al final, volveré a sentirme como antes -una pausa y una sonrisa-. Bueno, casi.
No quería volver a su vida de antes. Era demasiado horrible. El destino le había ofrecido una segunda oportunidad y no iba a desperdiciarla. Pero a veces era tan difícil…
Cuando terminó de colocar las cosas, se sentó a la pequeña mesa de la cocina y sacó el catálogo de la universidad. Era demasiado tarde para inscribirse oficialmente en el curso, pero la universidad tenía un programa especial para adultos que querían seguir las clases. Si había suficiente espacio, no tenían más que pagar una pequeña cantidad y podían asistir a las clases. Ya había elegido tres asignaturas a las que quería asistir. Empezaban aquella tarde. Por otro lado, tenía unos ahorrillos, un seguro de enfermedad decente y la casa estaba pagada. Mirándolo bien, era muy afortunada.
Sólo le quedaba una cosa por hacer.
Miró el teléfono. Ya llevaba demasiado tiempo posponiéndolo, y no quería admitir la razón, ni siquiera ante sí misma. No había llamado a Stone para hablarle del bebé porque esperaba que fuese él quien se pusiera en contacto con ella.
– Qué ilusiones más tontas -dijo en voz alta. Pero era un sueño al que se había aferrado con todas sus fuerzas. Cada noche, al llegar a casa esperaba encontrar parpadeando la luz de su contestador. Incluso había llegado a pensar que la llamaría al servicio de contestador, pero habían pasado ya catorce días y Stone no había intentado ponerse en contacto con ella.
Inspiró profundamente.
– No hay momento como el presente -se recordó, y miró el reloj. Apenas eran las diez de la mañana. Podía llamar a Stone y llegar perfectamente a su primera clase. Había cambiado el turno y trabajaba por las tardes, de modo que podía asistir a clase tres días por semana.
Marcó el número intentando ignorar el temblor de las manos y el nudo que sentía en el estómago. No tenía ni idea de qué iba a decirle.
– Residencia Ward.
A pesar del miedo, sonrió.
– Hola, Ula. Soy Cathy.
– Ya era hora. Dijo que se mantendría en contacto y yo la creí.
– También usted podría haberme llamado -protestó.
– Lo sé, pero no quería recordarle esto si estaba intentando dejarlo atrás.
Sabía que «esto» era Stone.
– Te agradezco la preocupación.
– ¿Cómo está?
– Bien -Cathy la puso al día-. Gracias por enviarme mis cosas. No tenía que hacerlo. Yo podría haberme ocupado.
– Quería ayudar, y eso era todo lo que podía hacer.
Charlaron unos minutos más y después Cathy reunió el valor suficiente para preguntar:
– Necesito hablar con Stone, Ula. ¿Podría ponerme con él?
El ama de llaves guardó silencio un instante y Cathy empezó a preguntarse si no le habría dado instrucciones de que no quería hablar con ella.
– No puedo -contestó-. El señor Ward no está.
Cathy se quedó mirando el auricular como si de pronto hubiese oído hablar en una lengua desconocida.
– ¿Qué quieres decir?
– Que se ha ido. Cathy, lo siento. No sé qué decir. Hace cinco días, bajó con dos maletas. Me dijo que iba a marcharse y que cuidase de la casa mientras él estuviera fuera. Yo pensé… -la voz le tembló-, yo pensé que iba a ir a buscarla.
Cathy creyó que no iba a poder soportarlo. Stone no se había molestado en ponerse en contacto con ella y ahora se había marchado.
– ¿No sabe dónde está? -preguntó inútilmente.
– No. No tengo la más remota idea, se lo prometo. Este hombre en un absoluto… -hizo una pausa y suspiró-. No importa. Ojalá pudiera ayudarla. Sé lo que siente, y ha sido maravillosa con él. Podría haberle ayudado a recuperarse si él se lo hubiera permitido. Va a lamentar haberla perdido.
Ojalá estuviera en lo cierto, pero en aquel momento, sus palabras no le sirvieron de consuelo. Los ojos se le llenaron de lágrimas. No le había hablado a Stone del bebé y ahora se había marchado.
– ¿Puedo ayudar en algo? -preguntó Ula. Cathy negó con la cabeza, pero después se dio cuenta de que no podía verla.
– No -balbució-. Yo sólo… tengo algo importante que decirle. Si sabe algo de él, ¿podría decirle que me llame?
– Por supuesto. Lo siento mucho Cathy. Espero que no deje de llamar de vez en cuando.
– Lo intentaré.
No podía ser más sincera, porque en aquel momento dudaba de que fuese capaz de hablar con Ula o con cualquier otra persona.
– Tengo que irme. Cuídese.
Y colgó.
No supo cuánto tiempo estuvo sentada allí. Stone se había marchado. No iba a ir a buscarla. No iba a llamar. Había desaparecido de su vida. Nunca le había importado.
Al final, apoyó los brazos en la mesa, bajó la cabeza y lloró hasta que ya no le quedaron lágrimas.
Cuando por fin se levantó, vio que eran las once y media. Tenía que marcharse si quería llegar a clase. Recogió el bolso y el catálogo, pero se detuvo. ¿Qué sentido tenía ir a clase? ¿A quién quería engañar? ¿La universidad, ella? Era demasiado mayor. Esperaba un niño. Tardaría demasiado.
– Olvídalo -se dijo en voz alta-. Ve a trabajar, vuelve a casa, espera a tu hijo. Eso es suficiente. No necesitas hacer nada más. Fíjate cuánto tiempo sobreviviste antes sin hacerlo.
Sin pensar, se acercó al armario de la cocina, lo abrió y arrugó la nariz. Pan integral, galletas bajas en calorías, sopa. Ni una sola galleta de verdad, ni una tableta de chocolate. Necesitaba chocolate, y lo necesitaba ya.
Tomó el bolso y salió. En la puerta, reparó en que habían traído el correo; sacó los sobres e iba a lanzarlos sobre la mesita del recibidor cuando una caligrafía que le resultaba familiar llamó su atención. Era la letra de Stone.
El corazón le dio un vuelco. Abrió el sobre. ¿Qué sería? ¿Una nota? ¿Un billete? ¿Una explicación?
Dinero. Un montón de billetes de cien dólares. Contó. Cinco mil. Había una cuartilla doblada con una sola frase: «Recibirás la misma cantidad cada mes».
El bastardo ni siquiera se había molestado en firmar con su nombre.
Cathy miró el dinero. Así que esa era su forma de pensar en ella. Bien. Ahorraría el dinero para su hijo. Quizás empezaría a guardar para cuando llegase el momento de ir a la universidad.
Miró a su alrededor como si de repente no recordase adónde iba. Ah, por chocolate. Frunció el ceño. Eso no era lo que quería. No quería comer. Quería tener una vida. Y por Dios que iba a tenerla.
Catorce semanas más tarde, Cathy aparcaba frente a su casa, sonriendo de oreja a oreja. Estaba cansada, pero era más feliz de lo que lo había sido desde hacía meses.
Lo había conseguido. Acababa de hacer el último examen final. Había completado el primer semestre de universidad.
– ¿No estás orgulloso de tu mamá? -le preguntó al bebé, poniéndose una mano en el vientre. Estaba embarazada de cinco meses, y el embarazo ya no era fácil de ocultar. La verdad es que no le importaba. Sus compañeros de clase no la habían discriminado por estar embarazada y ser soltera. Es más, habían sido bastante amables con ella.
La verdad es que la universidad era dura. Le encantaba el mundo de las finanzas y toleraba en la economía, pero ¿a quién podía interesarle ser contable?
Estaba agotada. Entre estudiar, los exámenes e ir a trabajar cuando más cansada estaba…
– Merece la pena -le dijo a su niño-. Tú también la merecerás.
Paró el motor y bajó del coche. Eran casi las nueve de la noche. Se había unido a un grupo de estudiantes para ir a cenar tras los exámenes finales a un restaurante italiano. Había disfrutado mucho con la conversación y las risas. No había tenido mucho de ambas cosas en su vida.
Eddie, su jefe en el servicio de contestador, estaba tan orgulloso porque hubiese conseguido finalizar el primer semestre que le había dado la noche libre, y la verdad es que se lo agradecía enormemente. Se iba a meter en la cama y pensaba dormir doce horas seguidas.
Al acercarse a la casa, una sombra se movió. La sorpresa fue demasiado grande para sentir miedo. La sombra volvió a moverse y se convirtió en un hombre. Entonces, supo.
Stone había vuelto después de tanto tiempo. No sabía qué pensar, ni qué decir. Había seguido enviándole dinero todos los meses, dinero que había ahorrado en su mayoría. Había hablado con Ula en varias ocasiones pero no tenía noticias de él.
Se quedó allí de pie, en el camino de acceso a la casa, sin saber qué sentía en realidad. No estaba furiosa, ni siquiera triste, aunque sentía rodar las lágrimas por las mejillas. A pesar de todo, no había sido capaz de dejar de quererlo, y ese amor se movió en su interior, llenándola con un calor que no había sentido desde hacía mucho tiempo. El mismo amor que había experimentado antes, pero con una diferencia: que los últimos cuatro meses le habían enseñado a ser fuerte. Habría sobrevivido sin él, y continuaría así.
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