Él suspiró.

– ¿Sabes, Cathy? Uno de estos días voy a tenerme que escapar hasta tu oficina para conocerte en persona.

Era una vieja amenaza. La primera vez que la había hecho, ella se había echado a temblar, pero desde entonces, había llegado a la conclusión de que no pretendía hacerlo, y que simplemente le gustaba tomarle el pelo.

– Estoy en el séptimo piso, y los de seguridad no van a dejarte entrar -contestó.

– Tengo mis métodos.

Seguro que sí.

– Pura palabrería. Que duermas bien, Stone.

– Hasta mañana. Buenas noches.

– Hasta mañana.

Esperó a que hubiera colgado el teléfono y después desconectó la línea. La luz de la consola se apagó.

Cathy suspiró. Por ahora, habían terminado, hasta que se encontrase de nuevo mirando el reloj y esperándolo. Se quitó despacio el auricular y se acercó a la máquina del café. Como había hecho todas las noches desde la primera vez que hablaron, repetiría aquella conversación una y otra vez en la cabeza hasta casi haberla memorizado. Analizaría su voz, sus palabras y se diría que era bueno que se sintiera atraído por una mujer producto de su imaginación.

Se sirvió el café y le añadió azúcar, pero antes de volver a su asiento, se miró en el espejo de la pared.

No tenía ni idea de lo que Stone pensaría de ella, pero sabía lo que le había dicho: que era rubia y que medía un metro setenta y cinco, y él debía imaginarse a alguien a quien le sentara bien un pequeño bikini rojo. Más fantasía que no hacía daño a nadie, y ella quería tener ese aspecto, pero no era capaz de conseguirlo.

La mujer del espejo tenía un pelo castaño desvaído que le llegaba hasta más allá de la mitad de la espalda, cuyos mechones delanteros le caían de vez en cuando sobre la cara. Vestía con vaqueros amplios y camisetas sueltas con la esperanza de que esa ropa ocultase los diez kilos que le sobraban, y no se había puesto en su vida un bikini.

Bajó la mirada hasta su café. No tenía importancia, porque Stone no estaba interesado en ella como en una persona real. Lo que le gustaba era aquella Cathy de mentirijillas que además tenían una voz agradable al teléfono. Stone tenía su propio mundo, y ella no debía ser ni siquiera una nota al pie en la historia de su vida.

Cuando volvió a ocupar su asiento y se colocó el auricular, miró el reloj. Menos de veinticuatro horas para volver a hablar con él.


Stone miró la hoja que tenía delante pero sin ver los números. Él, que normalmente disfrutaba de una habilidad por encima de lo normal para concentrarse, estaba distraído.

Era esa hora del día. Bueno, de la noche. Casi las doce. Casi la hora de llamar a Cathy.

Era curioso cómo una simple voz sin cuerpo había llegado a formar parte de su vida. Durante los últimos dos años, ella había sido su nexo de unión con el mundo exterior y su única compañera. Solía acusarle de pasarse la vida encerrado, pero es que no tenía ni idea de cuál era su verdadera situación, o del hecho de que jamás salía de la prisión que él mismo se había construido. No podía saber que su risa, o que el sonido de su voz, sus historias imposibles sobre mundos empapados de sol y alegría eran las imágenes a las que él se aferraba y las únicas fantasías que se permitía.

Ni siquiera estaba seguro de cómo había empezado su relación. Siempre llamaba a última hora para recoger sus mensajes, hasta que un día se dio cuenta de que siempre era la misma joven quien atendía sus llamadas. No podía recordar quién había sido el primero en empezar a hablar, ni por qué, pero sin darse cuenta, había comenzado a esperar el tiempo que pasaban juntos.

Cathy… Era una mujer divertida y brillante, con una vida fantástica. ¿Por qué trabajaría en el turno de noche de un servicio de contestador? ¿Quién sería en realidad? ¿Se escondería de algo o de alguien? ¿Habría llegado allí huyendo de algo? Tenía la sensación de que guardaba algún secreto. Incluso a veces sospechaba que sus historias no eran más que entretenimientos, pero la verdad es que no le importaba. Le gustaba escucharla. Le hacía reír, y lo mimaba. Con ella, podía ser él mismo y no preocuparse de nada.

Porque no quería que supiera la verdad sobre él, nunca le hacía preguntas personales. Sería fácil hacer que la investigaran; al fin y al cabo, tenía el personal para hacerlo y los medios técnicos, pero sería juego sucio, así que había preferido aceptar lo que le dijera y dejarla en paz.

Dejó a un lado el informe y miró el reloj. Unos minutos más. Habían pasado casi quince días desde su viaje de fin de semana a México, y tenía curiosidad por saber si había planeado algún otro viaje. Temía que llegasen sus vacaciones, porque el tiempo parecía arrastrarse penosamente sin ella.

Se levantó y se acercó a la ventana. Había un termo de café sobre la bandeja, junto con la cena que no había tocado. A través del cristal vio el jardín trasero de la casa iluminado delicadamente por las luces encastradas en el suelo. Más allá, la oscuridad, y en la distancia, las luces de la pequeña comunidad de Redondo Beach. Durante el día, aquella estancia disfrutaba de una impresionante vista del Pacífico y de las playas del norte de la península. Por la noche, el agua quedaba oscura e indefinida, aunque en el silencio podía oírse el batir de las olas contra las rocas de los acantilados.

Se sirvió una taza de café y volvió a la mesa. Ya era la hora. Marcó el número.

– Servicio de Contestador de la A a la Z -contestó.

– Hola, Cathy.

– ¡Stone! -el evidente placer de su voz le hizo sonreír-. ¿Cómo estás?

– Muy bien.

– ¿Ya has ganado el millón de hoy?

– Casi.

No hablaban a menudo de su negocio. Ella sabía que se ocupaba de inversiones y propiedad inmobiliaria, pero eso era todo. Él no quería darle detalles que pudieran despertar su curiosidad. Para ella, sería demasiado fácil buscar información, y una vez supiera la verdad, todo habría terminado.

– ¿Y tú, qué tal?

– Como siempre. La señora Morrison ha ido hoy al médico, así que tiene toda una lista de nuevos medicamentos. ¿Recuerdas a la señora Morrison?

Stone se recostó en su sillón de piel.

– Sí, esa señora mayor tan excéntrica que quiere que la llames para recordarle a qué hora debe tomarse las medicinas.

– Exacto. Una de las operadoras se ha pasado un par de horas con ella al teléfono y después con su médico. Sigo sin estar segura de si tenemos todo bien claro, pero… Afortunadamente durante el turno de noche sólo hay que llamarla una vez, y ya lo he hecho.

– ¿Ha llamado alguno de tus criminales para que lo saques de la cárcel?

Ella se echó a reír, y como siempre, el sonido profundo y algo ronco de su risa le hizo sentir un escalofrío.

– Por ahora no, pero esos clientes suelen llamar más tarde.

Hablaron de lo que había hecho aquel día, del paseo de Muffin por el parque y de una película que había visto. Después discutieron sobre el próximo libro que iban a leer juntos. Él quería una novela de espías, y ella la biografía de un científico famoso.

– Qué aburrido -objetó él.

– ¿Cómo puedes decir que es aburrido si no lo has leído?

– ¿De verdad crees que los científicos de codos raídos pueden llevar vidas interesantes?

– Generalizando, ¿eh? Te advierto que yo también podría decirte algo sobre los tiburones de negocios que se dedican al saqueo y el pillaje de la economía.

Stone sonrió. Cathy tenía temperamento y, de vez en cuando, le gustaba pincharla porque ella siempre mordía el anzuelo.

– Yo no he saqueado en mi vida.

– No lo dudo. Simplemente pretendo decirte que las generalizaciones son peligrosas.

– Lo mismo que decir que todas las rubias son tontas.

– Exacto.

Él cerró los ojos e intentó imaginársela.

– Tú eres rubia y no eres tonta, desde luego.

– Eso no me ha parecido un cumplido, así que no te voy a dar las gracias.

Stone se rió.

– Está bien, tú ganas. Leeremos la biografía, pero tiene que ser interesante.

– Te va a encantar -le prometió-. Iré a la librería…

Un ruido estridente cortó su frase. Stone se incorporó y sujetó con fuerza el auricular.

– Cathy, ¿qué ha sido eso?

– No lo sé -apenas la oía por encima del ruido-. Creo que es la alarma de incendios. Espera.

Hubo un clic seguido de silencio. Stone se recordó que estaba en el piso séptimo de un edificio cerrado, y que había un equipo de seguridad vigilando las veinticuatro horas. No podía ocurrirle nada, pero sintió un nudo en la garganta.

En cuestión de un minuto, volvió a oír su voz.

– No sé qué es -confesó, preocupada. La alarma seguía sonando, pero no tan fuerte-. No consigo hablar con los de seguridad, pero según el panel, han saltado los detectores de humos.

– ¿Has llamado a los bomberos?

– No. Seguramente no es nada.

– Llámales ahora mismo. Es mejor que lleguen y que sea una falsa alarma a que ocurra algo y no estén allí. A mí déjame en espera.

– No creo que…

– ¡Cathy! Hazlo.

– Está bien. Espera un segundo.

Aquella vez tardó más en volver.

– Stone, hay humo en el pasillo -dijo, asustada-. He salido a mirar antes de llamar a los bomberos y sube por el hueco de los ascensores. No sé qué hacer.

Stone maldijo entre dientes.

– ¿Dónde está la escalera de emergencia?

– Al otro lado del vestíbulo, pero la puerta está cerrada y no tengo llave.

– ¿Cómo? ¡Pero si tiene que estar abierta permanentemente!

– Lo sé, pero es que hace un par de meses entraron dos veces a robar, así que empezaron a cerrarlas por la noche. Siempre sube conmigo alguien de seguridad y suelen venir un par de veces durante la noche. Cuando termino el turno, vienen a buscarme y me acompañan hasta la entrada. Es la primera vez que tengo un problema.

– No te preocupes -le dijo con una confianza fingida-. Los bomberos llegarán en seguida.

– Stone, estoy asustada.

Él se inclinó hacia delante como si físicamente pudiera tocarla.

– Lo sé, pero estoy contigo y no me iré hasta que estés a salvo.

– Gracias. Sé que es una tontería, pero… Ay, Dios, huele a quemado. Entra por debajo de la puerta. Algo se está quemando. Tengo que salir de aquí.

El miedo le contrajo la garganta. Miedo por ella y frustración por no poder hacer nada.

– Escúchame, Cathy. Le has dicho a la persona que ha atendido tu llamada dónde estás, ¿verdad?

– Sí.

– Entonces, irán a buscarte.

– No sé si debería salir al vestíbulo. ¡Stone, el humo está llenando la habitación!

– Cálmate. Ponme en espera y vuelve a llamar a los bomberos. Diles que estás atrapada.

– De acuerdo.

Oyó el silencio durante una eternidad, y cuando volvió a su línea, lloraba.

– Están a punto de llegar -dijo-, pero todo el edificio está en llamas, y van a tardar en subir. Tengo miedo, Stone.

– Lo sé, cariño, pero yo sigo estando aquí.

– Han dicho… -tosió-. Han dicho que moje una toalla y que me cubra la cara con ella.

– Hazlo. Yo espero.

– Bien.

Oyó el ruido del auricular al dejarlo sobre la mesa. Jamás se había sentido tan inútil. Bueno, eso no era cierto. Se había sentido igual de inútil tres años antes. Tampoco entonces pudo hacer nada, y precisamente por eso, por su culpa, Evelyn murió.

Apartó esos pensamientos de la cabeza y se concentro en Cathy. Al final, oyó unos pasos rápidos y de nuevo su voz.

– Hay fuego -gritó-. Lo estoy viendo. ¿Qué hago ahora, Stone? No sé…

Una explosión la interrumpió. Involuntariamente se apartó el auricular del oído e inmediatamente volvió a acercárselo.

– ¿Cathy? Cathy, ¿me oyes?

Un grito y un golpe; después, silencio.

– ¡Cathy! ¡Cathy!

Nada. Un clic seguido del tono de marcar.

Capítulo 2

Stone necesitó varios segundos para darse cuenta de qué estaba ocurriendo. La línea se había interrumpido y no tenía modo de saber qué le había pasado a Cathy.

El nudo que tenía en el estómago creció, al igual que su pánico y marcó con furia el número de su oficina, aunque en cuanto escuchó la llamada, supo que sería una pérdida de tiempo. Algo le había ocurrido a Cathy. Lo sentía con tanta seguridad como sentía el latido acelerado de su corazón. Aunque estuviese bien aún, no iba a perder el tiempo y la respiración en contestar al teléfono.

Colgó y salió de su despacho. Sólo podía hacer una cosa, y era ir en persona. Tenía que subirse al coche e ir hasta allí para cerciorarse de que estaba bien.

Salió de su despacho que quedaba en la parte trasera de la segunda planta, bajó la escalera y entró en la cocina. Ula, su ama de llaves, una agradable mujer de cincuenta y tantos años, lo miró sorprendida. Aunque era tarde, parecía tan despierta y descansada como a primera hora de la mañana.