Tras asegurarse de que la enfermera había vuelto al control, lo abrió y sacó el monedero de Cathy. Anotó la dirección que figuraba en su permiso de conducir.

– Te veré pronto -le prometió, antes de besarla en la mejilla. Ella no se movió.

Una vez fuera, le dijo a la enfermera que quería que trasladasen a Cathy a una habitación privada, y que él se haría cargo de pagar la diferencia.

Veinte minutos más tarde, salía de la autopista con su BMW para entrar en la urbanización de North Hollywood. En el mapa que llevaba en el coche, buscó el nombre de la calle y tras unas cuantas vueltas, localizó la calle de Cathy.

Aparcó delante de una pequeña casa. Había sido construida en los años cincuenta, al igual que el resto de casas de aquella calle. Había muchos árboles enormes, pequeños garajes, coches viejos. No es que le pasara nada a la casa… sólo que Cathy le había dicho que vivía en un precioso apartamento del centro.

– Cathy Eldridge, eres un fraude -murmuró en voz baja.

¿Por qué lo habría hecho? ¿Por qué mentirle? En realidad, conocía las respuestas. Cathy sabía lo bastante sobre él para suponer que llevaba una vida extravagante. Su empresa, Ward International, era muy conocida, y Cathy debía haber decidido crearse una vida excitante para llamar y mantener su atención. Debía haberse imaginado que no podía interesarle alguien que viviese una vida normal. Igual que Evelyn.

Evelyn. Cerró los ojos e intentó deshacerse de aquel recuerdo. No quería pensar en ella. No en aquel momento, ni aquella noche.

Así que Cathy había creado un mundo que existía a medio camino entre la mentira y la verdad. ¿Serían reales sus amigos? ¿Habría realizado alguno de los viajes? ¿Y su perra? Se quedó mirando la casa y movió la cabeza. Si supiera que lo que le atraía de ella no eran los lugares que visitaba o las cosas que hacía, sino el sonido de su voz, de su risa, su ingenio y su evidente inteligencia…

Puso en marcha el coche y volvió a salir a la autopista. Debería estar enfadado con ella, pero no lo estaba. A pesar de todas aquellas mentiras, Cathy seguía siendo Cathy. Seguía sintiéndose unido a ella, y si desapareciera del mundo, la echaría muchísimo de menos.


Stone vio cómo los primeros rayos del sol se alargaban sobre el suelo de la habitación del hospital. Se puso de pie y se estiró. Le dolía un poco la espalda. Se había pasado las dos noches anteriores junto a la cama de Cathy, tomando su mano, hablándole, disfrutando de su compañía.

En esas dos noches, había recuperado la consciencia un par de veces; incluso había llegado a abrir los ojos y a decir algunas palabras. Entonces él había tenido mucho cuidado de permanecer en las sombras y esperar hasta que volviera a dormirse.

Miró su reloj. Mary, la enfermera de noche, pronto llegaría a tomarle las constantes y a extraerle sangre. Stone sabía que debía marcharse, porque de hecho, ya iba a volver a casa de día. Aunque no debía preocuparse, porque quienes circularan a aquellas horas por la carretera estarían demasiado preocupados por llegar a tiempo al trabajo como para reparar en él.

Volvió junto a la cama de Cathy y tomó su mano. En las dos noches que había pasado con ella, se había familiarizado con su mano y sus dedos. Conocía cada curva, cada línea, la forma de sus uñas, el hueco de la palma de su mano.

– Bueno, chiquilla, voy a tener que marcharme -le dijo-. Pero volveré esta noche. Ya sé que estás empezando a hartarte de mi compañía, pero no tengo nada planeado, así que vas a tener que soportarme una vez más.

Sabía que al final iba a tener que salir de las sombras y hacerle saber que estaba allí. Aquella misma noche, se prometió. En cuanto llegara.

La miró. Tenía los ojos cerrados y su pecho apenas se movía con cada respiración. Stone respiró profundamente e igualó su ritmo; al hacerlo, percibió el aroma de las flores que llenaban hasta el último rincón de la habitación. Las había encargado el primer día, y como no sabía lo que le gustaba, le había pedido a la florista que le enviase un poco de todo. Aquel perfume siempre le recordaría a ella.

Se preguntó si algún otro ramo de flores se uniría al suyo. Su jefe le había enviado una planta, pero nadie más parecía preocuparse de que Cathy estuviera en el hospital. Ya no le sorprendía.

La curiosidad y la preocupación habían ganado la partida, y le había pedido a su gente que la investigaran.

Cathy Eldridge, veintiocho años, hija única; su padre las abandonó cuando Cathy era aún pequeña y su madre, alcohólica, había muerto cuando ella tenía veintiún años. Sin familia, sin amigos, incluso sin perro.

A veces pensaba en que debería estar enfadado con ella por haberle mentido y haberse creído en la necesidad de tener una vida excitante como premisa para mantener su amistad. Pero otras veces pensaba que su existencia solitaria era un reflejo de su propio mundo vacío. Ella tenía muy poco, él demasiado, y los dos estaban solos. Quizás fuese eso precisamente lo que les había unido.

– ¿Señor Ward?

Marie estaba en la puerta.

– El médico de la señorita Eldridge está pasando visita. ¿Querría hablar con él?

– Sí, gracias -apretó brevemente la mano de Cathy-. Enseguida vuelvo. No se te ocurra irte sin mí.

Siguió a Mary hasta el control de enfermeras.

– Doctor Tucker, le presento a Stone Ward. Es un amigo de Cathy.

La mirada gris del doctor Tucker le pareció firme mientras estrechaba su mano.

– Tengo entendido que es usted el único amigo que tiene Cathy. No hemos podido localizar a nadie de su familia.

– Es que no tiene -contestó.

– Ya. Creo que es usted quien se ha hecho responsable de ella, y de su traslado a una habitación privada, además de cuidados especiales cuando esté preparada para ser dada de alta.

– Exacto.

– Bien -el doctor Tucker se acercó a un sofá situado en un rincón-. Sentémonos aquí y le pondré al día de su estado.

– Gracias.

Cuando estuvieron acomodados, el médico abrió una carpeta y leyó unas cuantas líneas.

– Cathy va mejorando. Tuvo suerte, ya que no presenta quemaduras ni daños en los pulmones. No sufrió daños de consideración por la explosión, y espero que el golpe de la cabeza no le cause ningún problema -leyó un poco más-. En cuanto a la pierna, la rodilla va a necesitar una artroscopia y rehabilitación posterior. Yo diría unas seis semanas, dos meses a lo sumo, y cuando le demos el alta, va a necesitar que alguien se ocupe de ella durante unos días.

– No hay problema.

Había pensado llevársela a su casa con él. Ula estaría encantada de tener un invitado a quien mimar.

– Bien. Hoy vamos a hacerle el último TAC de control y si los resultados son los que nosotros esperamos, mañana le realizaremos la artroscopia, lo que significaría que podríamos darle el alta dentro de tres días.

– Perfecto. Mi casa ya está dispuesta.

Y tras unos cuantos detalles más, se estrecharon la mano.

– Encantado de conocerlo -dijo el doctor-. Me alegro de saber que ella no está sola.

– Yo también.

El médico pareció dudar un instante.

– Sé que no es asunto mío, pero no he podido dejar de reparar en la cicatriz. ¿Un accidente de coche?

Aunque se dijo que no debía hacerlo, involuntariamente se rozó el lado izquierdo de la cara.

– Sí. Hace unos tres años.

– Lo imaginaba -el doctor se acercó un poco más para estudiar las cicatrices-. Hay una cirujana plástica magnífica en el hospital. Tiene su despacho junto al mío. Si ha pensado en someterse a una operación, le recomendaría que hablase con ella.

– No, gracias.

El médico insistió.

– Últimamente se han desarrollado unas técnicas con resultados espectaculares. Podría incluso renovarle por completo la piel y hacer desaparecer las cicatrices más grandes. Le quedarían las líneas más pálidas, nada comparado con lo que tiene ahora.

Stone se levantó.

– Le agradezco mucho la información… sobre esto y sobre Cathy. Gracias.

Y se encaminó al ascensor. Sabía que el doctor Tucker no comprendería su negativa a la operación. Su primer médico tampoco lo había comprendido. Era un hombre sano y tenía el dinero para pagarla. ¿Dónde estaba entonces el problema?

Lo que ellos no podían saber y él no estaba dispuesto a explicarles era que las cicatrices eran parte de su penitencia. Llevaba aquellas cicatrices como recuerdo de aquella noche… y de la muerte de Evelyn. Por si alguna vez llegaba a intentar olvidarlo.

Capítulo 3

Cathy se estiró. Era agradable la sensación de estar adormilada en aquella habitación en penumbra, pero la necesidad de abrir los ojos era fuerte. Llevaba todo el día yendo y viniendo entre el sueño y la vigilia, y sabía que probablemente debía intentar estar despierta un poco más, pero el sueño era tentador.

Cambió de postura en un intento de ponerse más cómoda. Aparte de algunos otros golpes que tenía repartidos por el cuerpo, las dos fuentes de dolor más intenso eran el golpe de la cabeza y la rodilla derecha. Cuando el doctor Tucker había pasado visita aquella tarde estaba despierta, y le había explicado cuál era su situación. Había tenido suerte, según él. Podía haber muerto.

Cathy sabía que era verdad, e intentó no recordar aquellos horribles minutos de espera hasta que llegaron los bomberos. Si Stone no hubiese permanecido en línea con ella, no habría podido conseguirlo.

Stone. Pensar en él le hizo sonreír. Había sido tan bueno con ella, intentando que no perdiera la serenidad, diciéndole que todo iba a salir bien. Además, le había enviado flores como para llenar un invernadero. Qué amable…

Le echaba de menos, y esperaba que él también. Quién sabe cuánto tiempo tardaría en poder volver a trabajar. ¿Seguiría funcionando la empresa? ¿Y las facturas del hospital? Porque seguro que todo aquello no lo cubría el seguro. Su sonrisa se desvaneció y con ella, el buen humor. Mejor sería volverse a dormir.

Inspiró profundamente y se obligó a relajarse. El dolor de la cabeza era palpitante, pero pronto llegaría la hora del calmante. Mientras, cerraría los ojos y se dejaría llevar. Los problemas seguirían estando allí cuando se encontrara más fuerte.

– Me dijeron que te habías despertado, pero creía que se trataba de un error.

La frase se quedó en el aire. ¿Se habría imaginado las palabras o de verdad las habría pronunciado alguien? Esa voz… No podía ser. ¿Stone? ¿Allí?

La alegría le llenó el cuerpo, pero sólo para estrellarse en el muro de la realidad. Si Stone estaba allí, podría verla. El horror la estremeció. Puede que ya supiera la verdad, y si no era así, no tardaría en descubrirla.

No. Aquello no podía estar ocurriendo. Tenía que habérselo imaginado. El golpe de la cabeza había sido fuerte, así que tenía que haber perdido la cabeza. Eso.

Alguien se movió en la habitación. No se atrevió a abrir los ojos, pero sintió una presencia… su presencia. Una silla rozó el suelo y tomó su mano entre las suyas.

El contacto era cálido, vagamente familiar. Quizás porque se lo había imaginado cientos de veces durante los últimos dos años.

– ¿Cathy? -murmuró él-. ¿Me oyes? Mary, tu enfermera, me ha dicho que estabas despierta. ¿Cómo te encuentras?

No quería abrir los ojos. Si seguía teniéndolos cerrados, no sería real. Pero lo era. La vergüenza le hizo sentirse horrible. Vergüenza por sus mentiras y por la verdad que ya debía saber de ella. No sabía qué podía ser peor: su ira o su piedad.

– Vete, por favor -susurró.

– Pues no es la clase de saludo que yo me esperaba. Al menos podías haberme dicho hola. Podías haberme dicho: «hola, Stone. Me alegro de conocerte, pero ahora vete, por favor.»

Los ojos le ardieron con las lágrimas que no podía verter.

– Te estás riendo de mí.

– No. Sólo intento que los dos nos sintamos un poco mejor. Vamos, inténtalo: hola, Stone. No puede ser tan difícil.

No tenía ni idea, se dijo, girando la cabeza hacia el otro lado, y una sola lágrima rodó por su sien hasta perderse en su pelo. Su pelo. No era bastante ya con que no tuviera los amigos que le había dicho tener; además, no era como le había dicho. Se esperaba una rubia de piernas largas y figura esbelta, y lo que había encontrado era una mujer pálida, corriente, con diez kilos de más y pelo de ratón.

– Pensé que te gustaría tener compañía -continuó él-. ¿Me equivoco?

– Pero no tú -consiguió decir, aunque las lágrimas le atascaban la garganta.

– Ya.

Soltó su mano y Cathy sintió frío.

El silencio llenó la habitación.

– Creía que éramos amigos.

Eso le llamó la atención e involuntariamente se volvió hacia él y abrió los ojos.

Stone Ward estaba de verdad en la habitación. Vio su figura en las sombras. No pudo reconocer sus facciones, pero vio que se trataba de un hombre grande, alto y de hombros anchos. Su pelo parecía oscuro.