– ¿Cómo puedes decir eso? Tienes que saber la verdad sobre mí -se agarró al borde de las sábanas-. Sobre las mentiras -musitó.

Él volvió a acercarse y entrelazó los dedos con los suyos. Cathy volvió a sentirse consolada, cálida y confusa. Ojalá la habitación no estuviese tan a oscuras y pudiese verlo.

– Eso no importa -le dijo.

– Pero…

– Lo digo de verdad, Cathy. Además, no es bueno hablar de cosas que te inquieten. Lo que importa es que te estás recuperando, y el resto puede esperar. ¿Cómo te encuentras?

No supo muy bien cómo contestar a la pregunta, porque se sentía perdida e insegura. Todo su mundo se había trastocado y no podía encontrar el equilibrio. Stone Ward estaba allí, hablándole, dándole la mano, actuando como si le importara algo, y no parecía preocuparle que le hubiese mentido. Pero tenía que importarle y mucho…

– No entiendo -dijo en voz baja-. ¿Por qué estás siendo tan bueno conmigo? Deberías odiarme, o al menos, despreciarme -parpadeó varias veces, intentando ver con más claridad-. ¿O es que siempre has sabido que no era verdad, y te estabas riendo de mí?

Él apretó su mano.

– Cathy, no. No digas eso. Yo no sabía nada, pero no importa porque no eran los sitios a los que ibas o tu aspecto lo que me empujaba a hablar contigo por teléfono, sino lo bien que lo pasábamos juntos.

Quería creerle, pero se sentía como aturdida, seguramente por el efecto de los analgésicos. Se sentía demasiado cansada para discutir. Más tarde, cuando pudiese pensar, encontraría el sentido a todo aquello. Por ahora, le bastaba por saber que él estaba allí y que no estaba sola.

– Está bien. Gracias por tu comprensión.

– Es un placer. Bueno, ¿cómo estás?

– Dolorida.

– ¿La rodilla?

– Y la cabeza.

– Según el médico, van a tener que operarte la rodilla.

Cathy se frotó la sien.

– Algo de eso me dijo cuando estuvo aquí. Que no era una operación grave, pero que tendría que usar muletas durante un tiempo.

Muletas. Tenía un seguro médico por estar trabajando, pero no sabía hasta dónde se extendía su cobertura. Quizás los propietarios del edificio corrieran con parte de los gastos, o quizás el edificio tuviese un seguro. O a lo mejor…

Se mordió un labio. No quería pensar en eso. Le dolía demasiado el cuerpo y estaba demasiado confusa.

– ¿Cathy?

Esa voz. Aún no podía creer que Stone estuviese de verdad allí y que no pareciera enfadado por el engaño.

– Sí, perdona. Es que estoy un poco aturdida.

– Lo comprendo -se acercó un poco, pero no lo bastante para salir de las sombras-. No quiero que te preocupes por nada. Todo está ya arreglado: el médico, el cirujano y la rehabilitación.

– No puede ser…

– Me he ocupado de todos los detalles. De lo único que tienes que preocuparte tú es de ponerte mejor.

Cathy lo miró e intentó comprender por qué estaba siendo tan amable con ella.

– No lo entiendo -dijo. Ni la situación, ni a él.

– Es muy sencillo. Cuando te den el alta dentro de un par de días, quiero que te vengas conmigo. Mi casa es grande, y tendrás todo el espacio que necesites. Ya he dispuesto que venga una terapeuta a ayudarte. Mi ama de llaves estará también allí, y se ocupará de todo lo que puedas necesitar. Quiero hacerlo, Cathy, porque el fuego me asustó de verdad. Creía que te había pasado algo irremediable.

No podría haberse sorprendido más si de repente fuese capaz de hablar en tagalo.

– ¿Que quieres que me quede en tu casa? -repitió, y su voz pareció un graznido.

– Sí. El médico me ha dicho que no debes estar sola, y a menos que tengas a alguien que pueda cuidar de ti, te vienes conmigo a mi casa.

Tener a alguien… familia o amigos. No tenía ninguna de las dos cosas.

– No puedo -le dijo.

– Claro que puedes. Somos amigos, y los amigos se cuidan los unos a los otros. Tú harías lo mismo por mí si yo lo necesitara.

Parecía convencido, pero ella no estaba tan segura. No podía imaginarse a sí misma teniendo algo que él pudiera querer o necesitar. Ella no era más que la aburrida Cathy Eldridge.

– Mi ama de llaves estará siempre contigo -dijo-, así que no tienes que preocuparte por estar sola conmigo.

Ah, sí; esa era su mayor preocupación: que él pudiera perder el control y la asaltase en mitad de la noche. De no haber estado tan cansada y tan débil, se habría sonreído.

– No es eso -murmuró.

– Entonces, ¿qué? Te gustará la casa. Tiene unas preciosas vistas al mar. Piensa en ello como en unas vacaciones.

Algo de lo que no había disfrutado en su vida. Unas vacaciones. Unas de esas que se había inventado para él. Bajó la mirada.

– No he estado en México.

– Lo sé.

– Ni en París.

– Ya lo suponía.

– Es que me imaginé que…

– Lo comprendo -dijo-. Por favor, no pienses más en eso, que no es importante.

¿Que no era importante? ¿Cómo podía decir eso? Se sentía como desnuda ante él.

– Cathy, por favor, confía en mí. Nos conocemos hace dos años, y creo que me merezco una oportunidad.

Se volvió hacia él y levantó la cama para poder incorporarse. Entonces se soltó de él y fue e encender la luz.

Inmediatamente él la sujetó por la muñeca.

– No.

– Sólo quiero encender la luz.

– Lo sé. Pero no lo hagas.

– ¿Por qué?

– Yo… hace tres años, sufrí un accidente de coche, y tengo una cicatriz tremenda en la cara. Preferiría que no me vieras todavía.

Cathy abrió la boca, pero no encontró qué decir. Nada era lo que ella había esperado. ¿Sería esa la razón de que estuviera siempre encerrado en su casa?

– No quiero asustarte -añadió.

– No podrías.

– No puedes saberlo. Es algo horrible. Por favor, confía en mí.

¿Tan horrible podía ser? Pero en aquel momento, carecía de energía para insistir en el tema. Por el momento, confiaría en él. Además, mirándolo desde otro punto de vista, la situación tenía también sus ventajas, y era que Stone tampoco podía verla a ella, y no podría saber lo vulgar que era. No fea, pero sí corriente. Ojalá fuese la rubia de piernas largas que había fingido ser, o hubiera estado en todos aquellos lugares.

– Cathy, no. No te preocupes por ello. Comprendo bien por qué me dijiste todas esas cosas, y no importa, de verdad.

¿Cómo podía leerle el pensamiento? Pero antes de que pudiera preguntar, entró una enfermera para ponerle una inyección y para hablar brevemente de lo que iba a suceder al día siguiente. A primera hora de la mañana, la operación de la rodilla.

– No tienes que quedarte -le dijo a Stone cuando la enfermera se marchó-. Estoy segura de que tienes cosas que hacer. Cosas importantes.

– Ahora mismo, tú eres lo más importante de mi vida.

Y volvió a tomar su mano. El contacto con él le hizo desear estar más cerca.

– Todavía no me has dicho si te vas a quedar en mi casa -le recordó-. Di que sí.

La inyección debía haber sido de algo bastante fuerte, porque sentía que iba perdiendo la claridad de pensamiento. Hablar le costaba bastante, pero cuando estaba a punto de cerrar los ojos, susurró:

– Sí.


Dos días después, Cathy se encontraba en la parte trasera de una ambulancia.

– Tardaremos unos cuarenta minutos en llegar -le dijo el conductor mientras su ayudante revisaba las sujeciones de la camilla.

– No se preocupe -dijo ella, y sonrió.

– El señor Ward nos ha dicho que llevásemos una enfermera si usted cree que la puede necesitar.

– No es necesario.

En aquellos dos últimos días, el dolor de cabeza había ido cediendo. El único dolor intenso le venía de la rodilla, pero habiéndola operado el día anterior, cabía esperarlo así. En la bolsa en que llevaba las escasas pertenencias de la noche del incendio, guardaba también una receta para los analgésicos. Según el médico, la rehabilitación comenzaría en unos días. Todo iba según el plan previsto.

El conductor cerró el portón de la ambulancia y los dos hombres subieron a la parte delantera mientras Cathy se agarraba a la barandilla de metal de la camilla, no por miedo a caerse sino para tocar algo real que pudiera confirmarle que todo aquello estaba ocurriendo de verdad. Que era cierto que abandonaba el hospital para ir a casa de Stone.

Aunque sonreía, sabía también que las lágrimas andaban al acecho. No estaba segura de si estaba viviendo un sueño o una pesadilla. El día de la operación, Stone se había pasado a verla por la tarde, y recordaba haberse quedado dormida preguntándose si volvería a visitarla. Después, al despertarse un momento en mitad de la noche, lo había encontrado sentado al lado de la cama.

Habían hablado en la oscuridad, y por unos minutos, había fingido que volvían a estar hablando por teléfono. Pero no era igual. Para empezar, Stone le había pedido la llave de su casa, lo cual era perfectamente lógico. Alguien tenía que ir a recoger sus cosas, el correo y demás. Pero es que no le hacía ninguna gracia que viera donde vivía, o cómo era su casa, aunque intentase convencerse de que el hecho de que fuese pequeña y vieja no importaba. La tenía siempre limpia y con el jardín arreglado.

Pero no era la limpieza o el orden lo que le preocupaba, se decía mientras la ambulancia tomaba dirección oeste en la autopista. Era ser pobre lo que la inquietaba. Le había dicho a Stone que vivía en un moderno apartamento, en un lugar de moda. Una parte más de su fantasía.

Había intentado volver a hablar de aquel tema en varias ocasiones, pero él siempre le decía que no importaba. Pero tenía que importar. Stone tenía que despreciarla, aunque actuase de un modo que no lo parecía. Darle tantas vueltas a las cosas le estaba despertando dolor de cabeza, así que decidió concentrarse en contemplar el paisaje.

Habían tomado dirección sur, y unos cuantos kilómetros después, la ambulancia abandonó la autovía en dirección otra vez hacia el oeste.

El pulso se le aceleró. Debían estar ya cerca. Stone le había dicho que su casa tenía una magnífica vista del océano, y ella nunca había vivido tan cerca del agua. Quizás Stone tuviese razón. Quizás tuviera que considerar aquel cambio como unas vacaciones, una breve oportunidad para visitar un mundo radicalmente distinto al suyo.

Al cabo de unos cuantos kilómetros más, la carretera se estrechó y comenzó a ascender, hasta que sintió que la ambulancia se detenía. Por encima del hombro, vio una alta verja de hierro y oyó al conductor hablando por un portero automático. Unos segundos más tarde, las puertas se abrían lentamente y entraban en la propiedad.

Cathy se agachó para poder ver por la ventana lateral. La casa era enorme. Al menos tres plantas que más parecían de un castillo que de una casa de verdad. La fachada era de piedra y las ventanas tenían formas distintas. La finca sobre la que se asentaba parecía no tener fin.

Siempre había sabido que eran distintos, pero le asustaba ver hasta qué punto. No era de extrañar que tuviese servicio en aquella casa. Puede que hubiera cometido un error, pensó, tragando saliva. ¿Sería demasiado tarde para pedirle al conductor que la llevara a su pequeña casa del valle?

Pero antes de que pudiera decidir, se detuvieron. El conductor abrió el portón y la miró primero a ella, y después a la casa.

– Hay unas cuantas escaleras hasta la puerta principal, y seguro que unas cuantas más en el interior.

– Puedo usar las muletas.

Había practicado aquella mañana, y aunque no se le daba demasiado bien, podría arreglárselas.

– No. Para eso he traído ayuda.

El ayudante en cuestión bajó también y juntos sacaron la camilla de la parte trasera y la hicieron avanzar sobre las ruedas hasta el primer peldaño de la escalera. La puerta principal se abrió y una mujer de corta estatura salió.

Debía rondar los cincuenta y tantos años, tenía el pelo entrecano y unos ojos oscuros como el carbón. Llevaba un vestido gris que quedaba a medio camino entre el uniforme de una enfermera y el de una criada, y unos cómodos zapatos blancos.

– Señorita Eldridge -dijo, y sonrió-, soy Ula, el ama de llaves. Stone me dijo que llegaría hoy por la mañana. Sea bienvenida -su sonrisa se desvaneció al mirar a los dos hombres-. Y ustedes tengan cuidado con ella, que ya lo ha pasado bastante mal; no se les vaya a caer ahora.

Los dos hombres intercambiaron una mirada exasperada. No era la primera vez que les hacían esa advertencia.

– Sí, señora. No se preocupe.

– Por aquí, por favor.

Y les condujo al interior de la casa. Cathy recibió la impresión de un recibidor tan grande como el de un hotel, con suelos de mármol y altas puertas que conducían a otras partes de la casa, pero antes de que pudiera absorber nada, empezaron a subir la escalera y siguieron después por un pasillo. Ula abrió una puerta y se hizo a un lado. Los hombres la siguieron.