Cathy hizo una pausa. ¿Cómo iba a poder resumir su vida en unas cuantas frases?

– No tenemos que hablar de esto si no quieres.

– No, no pasa nada. Bebía mucho. Yo me ocupaba de ella, y cuando estaba sobria, era fantástica, y así es como intento recordarla. Pero como no podía saber cómo iba a estar en un momento determinado, no hice muchos amigos. Hubieran querido venir a visitarme a casa, y no podía correr ese riesgo.

– Muy solitario, ¿no?

– Sí -se encogió de hombros-. Me acostumbré. Siempre he sido muy solitaria.

– Es algo que tenemos en común.

Cathy miró su silueta y se preguntó por qué habría elegido vivir así, tan apartado del resto del mundo. Él podría encajar en cualquier parte. Incluso si la cicatriz era tan horrible como él decía, la gente lo comprendería. Los amigos sobre todo.

– Tenía un montón de sueños -le confesó-. Sobre lo que pasaría cuando por fin pudiese vivir sola. Me imaginaba una vida maravillosa, poco más o menos como la que te conté a ti.

– Aún puedes conseguirlo.

Cathy pensó en su trabajo en el servicio de contestador. No le pagaban mucho, y no estaba capacitada para conseguir otro trabajo. Una vez pensó en ir a la universidad, pero en lugar de seguir con su educación como habían hecho todos sus compañeros del instituto, ella se quedó en casa cuidando de su madre. El alcohol se había cobrado su precio en su cuerpo destrozado, y pasó casi dos años intentando morir.

– En teoría, esos sueños pueden hacerse realidad -dijo Cathy-, pero ha pasado ya tanto tiempo que casi me he olvidado de ellos, y ya han dejado de importarme.

– No estoy de acuerdo.

Cathy sabía por experiencia que no servía de nada discutir con él.

– ¿Y tus sueños? -le preguntó-. ¿Cuáles son?

– Tengo todo lo que necesito.

Hubiera querido decirle que tener y desear no era lo mismo, pero no creyó que debiera hacerlo.

Quedaron entonces en silencio, pero en un silencio cómodo. Le gustaba oír su voz así. Era algo distinta a como la oía por teléfono, y además, podía verlo. Bueno, más o menos. Con él en la habitación, no se sentía tan sola.

– ¿Por qué me has traído aquí? -Quiso saber-. Y esta vez, dime la verdad.

– Lo que te dije antes ya era la verdad. Te he traído aquí porque me preocupo por ti. Durante estos dos últimos años, hemos llegado a ser amigos, y como la amistad es algo que no abunda, intento conservar los pocos que tengo. Quiero que te pongas bien, y egoístamente decidí traerte aquí para asegurarme de que eso ocurría. ¿He contestado tu pregunta?

Sí, pero con ello había despertado cien interrogantes más. Decía que era su amiga, y quizás esa fuera la única explicación lógica, porque podría haber colgado el teléfono durante el incendio, o haberse limitado a enviar le unas flores al hospital. Quizás debiera dejar de preguntarle por sus motivos y creerle.

– Gracias -dijo en voz baja.

– De nada. Ahora, cierra los ojos.

– ¿Qué?

– Ya me has oído -replicó, y sonrió-. Vamos, que ya sabes que puedes confiar en mí.

– Yo… -Cathy intentó verlo, pero fue un esfuerzo inútil-. De acuerdo.

¿Iba a encender la luz? ¿Querría mirarla sin que ella le viese a él?

Sintió movimiento en a habitación, su presencia junto a la cama.

– No los abras.

Sintió que apretaba su mano y algo suave y cálido en la mejilla.

– Que duermas bien, Cathy. Mañana volveré a verte.

Y se marchó. Cathy abrió lentamente los ojos y sin querer, se llevó la mano al lugar que él había besado. No había sido más que un gesto entre amigos. No podía ser nada más, pero aun así, sonrió al acomodarse sobre la almohada y cerró de nuevo los ojos para disfrutar del momento hasta que se durmió.


Stone se acercó a la ventana del despacho y contempló la oscuridad. La casa parecía un lugar más acogedor aquella noche, y sabía que la razón dormía ahora un piso más arriba, en el otro ala de la casa.

Cathy. Su presencia casi bastaba para ahuyentar a los fantasmas, a pesar de que ella, de alguna manera, lo era en sí misma.

No se parecía a Evelyn. Ni físicamente, ni en temperamento, ni siquiera en sus circunstancias personales, excepto que las dos habían crecido en el seno de familias que a duras penas llegaban a final de mes. Y sin embargo, eran tan parecidas…

Inspiró profundamente y se prometió a sí mismo que aquella vez sería diferente. Aquella vez, no cometería los mismos errores. Aquella vez, no perdería el control de lo que estaba ocurriendo. Podía ayudar a Cathy de un modo en que no había podido ayudar a Evelyn. De alguna manera, eso podría redimirle de los pecados del pasado. Quizás si esta vez lo hacía bien, el dolor se atenuaría.

Sin querer, casi sin darse cuenta, se rozó con los dedos las cicatrices de la mejilla izquierda.

En esta ocasión, no iba a dejarse llevar. No iba a permitir que sus sentimientos lo arrastraran. Le gustaba Cathy, y la amistad era un sentimiento seguro. Nada más le estaría permitido. Se aseguraría de que su relación no llegase a nada más.

Cuando estuviese curada tanto de sus heridas como en su interior, la dejaría marchar. Ella se iría más fuerte y quizás él pudiera quedar en paz.


Cathy se despertó temprano a la mañana siguiente, y se las arregló para ir al baño y volver, aunque tardó unos veinte minutos en hacerlo.

– Ojalá hubiese estudiado ballet o algo así -murmuró en voz baja al sentarse en el borde de la cama para recuperar el aliento-. O haber por lo menos leído las cien maneras de manejar unas muletas.

La agilidad y la gracia de movimientos le eran ajenas. Las muletas le hacían daño en los brazos y los hombros, y no se manejaba nada bien con ellas. Aun así, consiguió apoyarlas contra la pared entre la mesilla y el cabecero de la cama y se tumbó para levantar las piernas. El camisón se le subió, dejando al descubierto unos muslos pálidos y ligeramente gruesos. Llevaba toda la vida peleando con aquellos dichosos diez kilos que le sobraban. Y para colmo, tenía la sensación de que en los dos últimos meses, los diez kilos habían llegado a ser doce o catorce. Con toda aquella obligada inactividad, las cosas estaban empeorando.

El estómago le rugió. Genial. Encima, tenía hambre.

Cuando volviera a casa, se pondría a dieta inmediatamente. Incluso empezaría a hacer ejercicio. Nada complicado: sólo caminar.

Aquella promesa era tan vieja que se tapó con la ropa de la cama para apaciguar la sensación de derrota. Tantas oportunidades perdidas… ¿Cuántas veces se había jurado no comer una sola onza de chocolate más hasta que no perdiera algunos kilos? ¿Cuántas veces se había prometido ponerse en forma, para acabar después pasándose las horas muertas leyendo?

Una llamada a la puerta interrumpió su sesión de autocompasión. Qué alivio.

– Adelante -dijo.

Ula, el ama de llaves, abrió la puerta y entró.

– Buenos días -la saludó. Era una mujer pequeña, con el pelo gris recogido en un moño y ojos oscuros-. ¿Qué tal has dormido hoy?

– De maravilla. La pierna cada vez me molesta menos.

La mujer asintió y Cathy cambió de postura en la cama. No estaba segura de si la mujer era simplemente austera en sus maneras, o si no le gustaba su presencia allí. Quizás la considerase una cazafortunas, o un caso de caridad. La segunda posibilidad suscitó en ella una mueca de dolor, ya que en realidad, podía encajar con ella.

– No sabía bien qué le gustaría comer -dijo Ula, y la severidad de su expresión se suavizó-. Si me dijera qué clase de comida es la que más le gusta, estaría encantada de preparársela. El señor Ward no presta demasiada atención a la comida; a veces me da la impresión de que ni sabe lo que come.

Cathy recordó la silueta del cuerpo de Stone. Parecía delgado. Ula también lo era. Genial. Estaba en medio de un grupo de gacelas.

¿Que qué le apetecía comer? Chocolate. Unos tres kilos.

¡Basta!, se reprendió. Ya era hora de hacer algo de verdad, y aquella parecía la oportunidad perfecta. Durante los próximos días, no iba a poder prepararse su propia comida, y mucho menos ir a la compra, así que ¿por qué no empezar ya con el programa que quería poner en marcha al llegar a casa?

Carraspeó levemente.

– ¿Sería mucho pedir que preparase algo bajo en calorías? -sugirió, enrojeciendo-. Nada complicado. Pollo o pescado a la plancha, si no le supone mucho trabajo.

– En absoluto. Tengo varias recetas interesantes. ¿Quiere perder un poco de peso? -preguntó, tras una breve pausa. Cathy asintió.

– No hay problema -la mujer pareció dudar-. Sé que no es asunto mío, pero quizás podría preguntarle a la terapeuta si hay algún programa de ejercicio que pudiera hacer mientras se cura su pierna.

A Cathy no se le había ocurrido pensarlo.

– Qué idea tan buena. Lo haré. Gracias.

Ula esbozó una sonrisa.

– No sé lo que Stone le habrá dicho de mí -empezó, intentando tener valor para explicar. Hizo una pausa esperando que Ula dijese algo, pero no fue así-. Somos amigos. Le conozco hace dos años… no en persona, por supuesto. Sé que no sale mucho. Nos conocemos por teléfono. Él utiliza el servicio de contestador para el que yo trabajo, así que hablábamos casi todas las noches.

Carraspeó. No estaba segura de por qué se sentía en la obligación de darle explicaciones al ama de llaves, pero es que tenía la sensación de que no podría seguir estando allí si a Ula no le parecía bien. Una estupidez quizás, pero cierta.

– En fin, que estaba hablando por teléfono con Stone cuando se declaró un incendio en el edificio de la oficina, y Stone tuvo la amabilidad de preocuparse por mí cuando estaba en el hospital. Después me trajo aquí, y yo… yo no quiero causar molestias. Sólo somos… bueno, que no soy muy importante para él.

La expresión de Ula no cambió.

– Gracias por la explicación. No era necesaria, pero ha sido muy amable. El señor Ward me dijo que era amiga suya, y como tal, es bienvenida en su casa. Si hay algo más que pueda hacer por usted, no dude en llamarme.

Y dio la vuelta para salir, pero se detuvo en la puerta.

– Más tarde puedo pasarme con las recetas que tengo y podemos verlas para que me diga cuáles le interesan más.

No es que aquel comienzo fuese gran cosa, pero al menos era algo, así que Cathy sonrió.

– Me encantaría. Muchas gracias.

Y cuando el ama de llaves se marchó, Cathy no se sintió tan sola.

Capítulo 5

– Tú debes ser Cathy -dijo la joven que subía por la escalera.

Cathy estaba sentada en el patio porque Ula había insistido. Después del desayuno, el ama de llaves le había dicho que hacía un día precioso y que la terapia podía seguirse tanto dentro como fuera. A pesar de las protestas de Cathy, Ula la había ayudado a llegar hasta la escalera y a bajarlas muy despacio, así que ahora estaba sentada en la silla de hierro forjado de espaldas al sol y odiando la vida en general.

Los brazos y los hombros le dolían de las muletas, y la rodilla le palpitaba. Había disfrutado de su desayuno bajo en calorías, pero seguía teniendo hambre y en lo único que parecía capaz de pensar era en el chocolate. Y para colmo, la joven que sonreía delante de ella debía medir uno cincuenta y pesar al rededor de cincuenta kilos. Ula era pequeñita, y aquella mujer también. ¿Por qué tendría que estar en un mundo de gente perfecta y pequeña, y ser ella el único troll?

– Hola -contestó Cathy, intentando no mostrar su mal humor.

La mujer sonrió. Tenía el pelo rubio y corto y la clase de cuerpo que aparecía en las revistas de musculación, y que el pantalón corto tipo ciclista y la camiseta que llevaba dibujaban a la perfección.

– Soy Pepper, tu terapeuta. ¿Cómo te encuentras?

La voz de Pepper era tan alegre como su sonrisa. Cathy contuvo la náusea.

– Genial.

Pepper se sentó en la escalera, a los pies de Cathy.

– Pues esa no es la impresión que me da a mí. Pareces cansada. ¿Es que no has dormido bien?

– No demasiado -admitió Cathy. Los calmantes la habían ayudado, pero no había conseguido dormir bien. Tenía demasiadas cosas en la cabeza: el trabajo, o más bien la posible carencia de él, la operación, la rehabilitación, Stone…

– Los primeros días son los peores -dijo Pepper-. Tu cuerpo tiene que recuperarse de la agresión que supone la herida y la operación. Exteriormente te curarás con rapidez, pero no olvides que el cuerpo tarda un año en recuperarse completamente de cualquier operación, así que no te exijas demasiado. Si te sientes cansada, duérmete un rato. Intenta no agobiarte demasiado.

Quizás pudiera conseguirlo.

– ¿Y qué es exactamente lo que vas a hacer conmigo?

– Un par de cosas. Vamos a trabajar con tu pierna para asegurarnos de que no pierdes demasiado tono muscular. Voy a enseñarte unos cuantos ejercicios para fortalecer los músculos de la rodilla. Teniéndolos más fuertes, conseguirás una mayor estabilidad en la zona mientras cicatriza. En segundo lugar, vamos a trabajar en tu técnica con las muletas. Hay mucha gente que se maneja fatal con ellas. Hace falta mucha fuerza en el tronco, equilibrio y práctica, por supuesto. Me aseguraré de que no te hagas daño mientras tengas que usarlas. Te daré también algún masaje para ayudar a los músculos -tocó un punto por encima del seno izquierdo-. Te duele aquí, ¿verdad? Y en los hombros también, ¿no?