– Estoy seguro de ello, pero ¿serías capaz de disparar a un ser humano?

– Sí fuera preciso…

Simon la miró y asintió.

– Bueno, esperemos que no lo sea. Quédate detrás de mí y prepárate para salir corriendo si las cosas se complican. Ah, y no me dispares a mí…

Simon salió del follaje y caminó hacia la casa con cautela, vigilando los alrededores. Genevieve lo siguió, nerviosa. ¿Sería posible que Richard hubiera ido a recoger la carta? De ser así, no quería que Simon lo tomara por un intruso y lo atacara.

Llegaron al camino de piedra y entraron en el vestíbulo. Baxter yacía en el suelo, con una mancha oscura en la cara que sólo podía ser una cosa: sangre.

Capítulo Diez

Simon se arrodilló junto a Baxter y miró a su alrededor. Justo cuando llevó los dedos a su cuello para comprobar si tenía pulso, el gigante gimió y se movió un poco.

– Está volviendo en sí -dijo Simon, lacónico-. Tengo que ver si hay alguien en la casa…

Tomó a Genevieve de los hombros, la empujó suavemente contra la pared y añadió:

– No sueltes la pistola. Quédate aquí hasta que vuelva.

– Pero Baxter…

– Estará bien, no te preocupes.

– No puedo dejarlo en el suelo…

– Ni ganaríamos nada si el intruso sigue en la casa y te sorprende porque te has arrodillado para cuidar de tu mayordomo. Tardaré poco.

Tras una duda breve, ella asintió.

Simon desapareció, cuchillo en mano. Su instinto le decía que la casa estaba vacía, y no tardó en comprobarlo. La última habitación que miró antes de volver al vestíbulo fue el dormitorio de Genevieve. En ese momento tuvo una corazonada y abrió el cajón del tocador donde guardaba la ropa interior; faltaba una cosa importante: la caja del conde ya no estaba entre la lencería.

Se preguntó si se la habría llevado el intruso o si Genevieve la habría cambiado de sitio. En cualquier caso, estaba seguro de que lo sucedido no era casual; estaban buscando algo, y seguramente era la carta.

Cuando regresó con Genevieve y Baxter, dijo:

– No hay nadie.

Ella asintió y se arrodilló junto al gigante.

– Ha gemido varias veces y acaba de abrir los ojos.

– Magnífico. Encárgate de él. Vuelvo enseguida.

Salió de la casa y recogió a Belleza, que se había quedado dormida encima del felpudo. Al volver al interior, Genevieve estaba limpiando la herida de Baxter con un pañuelo.

– ¿Qué tal está?

– Consciente.

Baxter intentó sentarse. Simon se lo impidió.

– Maldita sea… la cabeza me duele como si un batallón de demonios me estuviera acribillando con sus horcas. ¿Qué diablos he bebido?

– No has bebido nada -le informó Genevieve-. Te han dejado inconsciente.

Baxter frunció el ceño.

– ¿Inconsciente?

– Sí. Alguien ha entrado en la casa y la ha registrado -explicó Simon mientras examinaba el chichón de su cabeza-. Necesitamos más luz…

Ella se levantó y volvió un minuto después con una lámpara de aceite que dio un tono dorado al vestíbulo.

– Qué dolor de cabeza…-insistió Baxter.

– ¿Has visto a tu agresor?

Baxter sacudió la cabeza y respondió:

– No, sólo he oído un ruido seco, como de un cristal al romperse. Pensé que Sofía habría hecho una de las suyas y bajé a comprobarlo -explicó, mirando a Genevieve-; no quería que te cortaras al levantarte por la mañana. Pero ese canalla no te ha hecho nada, ¿verdad, Gen?

– No. Estoy bien.

Baxter miró entonces a Simon y entrecerró los ojos.

– ¿Qué hace este hombre aquí?

– Acompañaba a Genevieve a casa. Cuando llegamos, la puerta estaba abierta.

– ¿Acompañándola a casa?

Baxter intentó incorporarse otra vez, pero esta vez lo consiguió porque tuvo el apoyo de Genevieve y del propio Simon.

– Genevieve ya estaba en casa -afirmó Baxter-. ¿Quién me dice que no ha sido usted el que me ha atacado?

Genevieve se adelantó a Simon en la respuesta.

– Salí a bañarme en el manantial. Simon estaba paseando a Belleza y se ofreció a acompañarme.

Baxter parpadeó.

– ¿Cómo se te ocurre salir a bañarte en plena noche?

– Descuida, me llevé la pistola por si tenía que defenderme.

– Pero no le has disparado a él.

– Yo no la acechaba -se defendió Simon-, sólo estaba paseando. Genevieve, ¿sabes si recientemente se han sufrido robos en la zona?

– No que yo sepa.

– Es importante que revises las habitaciones y veas si se han llevado algo. ¿Guardas objetos valiosos en la casa?

Los ojos de Genevieve brillaron de forma extraña.

– Unas cuantas joyas, pero nada especialmente valioso.

– Entonces, vamos a vendarle la herida a Baxter. Después, te acompañaré y revisaremos tus posesiones a conciencia.

Mientras Genevieve se encargaba de vendar al mayordomo, Simon lo ayudó a levantarse y lo llevó hacia la sala de estar. No fue fácil, porque pesaba mucho.

Todavía estaban en el pasillo cuando el gigante comentó:

– No crea que no sé lo que pretende.

– ¿Lo que pretendo?

– He visto cómo mira a Genevieve.

– ¿Y cómo la miro?

– Como si fuera una chuleta de cerdo y usted un chucho hambriento. Pero se lo advierto; no voy a permitir que le haga daño.

Baxter se detuvo, se apartó de Simon y lo miró con frialdad, dejando bien claro que estaba dispuesto a romperle todos los huesos.

– No tengo ninguna intención de hacerle daño.

Simon dijo la verdad. Esperaba que Genevieve hubiera sacado la carta de la caja de alabastro por motivos perfectamente inocentes.

– Sus intenciones importan muy poco. Podría hacerle daño de todas formas, y Genevieve no lo merece. Ya lo ha pasado bastante mal -declaró, inclinándose sobre él-. Si le hace daño, yo se lo haré a usted. Considérese advertido.

– Muy bien, ya ha dicho lo que tenía que decir. Ahora, permita que le limpiemos y vendemos la herida para que pueda protegerla mejor… de quien sea que haya entrado en la casa.

Baxter gruñó y siguió caminando.

– Ese canalla lo va a lamentar cuando lo encuentre. Pero, ¿en qué diablos pensaba Genevieve al salir a estas horas e internarse sola en el bosque? ¿Y qué estaba haciendo usted en su propiedad? Espiándola, seguro…

– No, simplemente seguía a mi perra. Se escapó y corría tanto que me extraña que no hayamos terminado en Escocia. Alégrese, Baxter; ha sido una suerte que Genevieve hubiera salido. Si el intruso la hubiera encontrado, la habría dejado inconsciente como a usted. O quizá le habría hecho algo peor.

Entraron en la sala de estar. Baxter se sentó en un sillón, delante de la chimenea. Genevieve apareció segundos más tarde con un cuenco lleno de agua y varias tiras de lino limpio. Caminó hacia Baxter y dijo a Simon:

– Yo me encargaré de él. Hay una botella de whisky en el cajón inferior de la mesa. ¿Puedes servirle una copa? Y tómate también una, si te apetece.

Simon caminó hacia la mesa. Había dos cajones inferiores, uno a cada lado, pero sabía dónde encontrar la botella porque la había visto durante uno de sus registros.

Sirvió una porción generosa al mayordomo y una más pequeña para él mientras Genevieve le limpiaba la herida con manos firmes y, todavía, enguantadas. Por la expresión de Baxter, supo que estaba acostumbrado a verla con guantes y se preguntó, por enésima vez, qué le habría pasado. Fuera lo que fuera, no tenía ningún efecto en sus caricias. Aún recordaba el contacto de sus dedos en el pelo.

Se acercó al sillón y le dio su copa a Baxter. El gigante le dio las gracias con un gruñido y se bebió el contenido en dos tragos largos.

– ¿Tendrás que darme puntos, Gen?

Genevieve alzó la lámpara de aceite para examinarle la herida con más atención.

– Es una herida leve. No está mal, para variar… -dijo, sonriendo.

Simon sintió curiosidad y estuvo a punto de preguntar cómo se habían conocido. Le parecía extraño que una dama como Genevieve hubiera terminado en compañía de un rufián como Baxter, sobre todo porque se comportaban como si fueran amigos de toda la vida. Pero se contuvo y decidió esperar a quedarse a solas con ella.

– ¿Es que a Baxter lo golpean con regularidad?

– No -respondió mientras le secaba la sangre-. Por lo menos, no en los últimos tiempos… Pero en su juventud se metió en unos cuantos altercados y sufrió heridas importantes.

Baxter soltó una risotada.

– Los otros tipos terminan sistemáticamente peor que yo. ¿Verdad, Gen?

Ella sonrió.

– Sí, siempre.

Baxter frunció el ceño.

– Pero esta vez no ha sido así… cuando encuentre a ese ladrón, se va a enterar. Menos mal que no estaba durmiendo cuando entró en la casa. Aunque me haya dejado sin sentido, lo habré asustado -comentó.

Genevieve le aplicó un ungüento en la herida y preguntó:

– ¿Por qué no estabas durmiendo? ¿Es que te encontrabas mal?

Para asombro de Simon, el gigante se ruborizó.

– No, bueno, es que… en fin… mi mente estaba ocupada.

Genevieve lo miró con humor.

– Sospecho con qué lo estaba; o más bien, con quién. La señorita Winslow es una muchacha encantadora…

El rubor de Baxter se extendió a la calva.

– Demasiado encantadora para un tipo cómo yo.

– No estoy de acuerdo en absoluto; pero será mejor que tengas cuidado con lo que dices sobre mi querida amiga, Baxter, porque de lo contrario me veré obligada a darte otro golpe para hacerte entrar en razón. ¿Cómo te encuentras?

– Como un estúpido al que han sorprendido con la guardia baja.

Ella sonrió.

– Me refería a tu cabeza…

– Me duele terriblemente, pero he sufrido jaquecas peores tras pasar una noche en el Blue Ruin -bromeó.

Simon decidió interrumpir su conversación. Ahora ya estaba seguro de que Genevieve y Baxter eran amigos desde hacía tiempo; no sólo se tuteaban, sino que no establecían las distancias habituales entre un patrón y su criado.

En realidad, resultaba muy desconcertante. No lograba imaginar a Ramsey, a su ayuda de cámara o a su administrador llamándolo por su nombre y tuteándolo.

– Me alegra que se encuentre bien -dijo-. Vamos a ver si han robado algo.

Mientras Baxter permanecía en la sala de estar con otro vaso de whisky, Simon siguió a Genevieve por la casa y la ayudó a ordenar lo que el intruso había desordenado. No echó nada en falta, ni siquiera una de las piedras preciosas que guardaba en el joyero, a pesar de que lo habían forzado.

Cuando entraron en el dormitorio, la gata alzó la cabeza desde el lugar donde yacía tumbada y bostezó.

Simon miró la estatua de la esquina y recordó la noche en que se escondió detrás y observó a Genevieve, aquella mujer que, a pesar de las circunstancias, había conquistado su imaginación y encendido sus fantasías.

Genevieve se dirigió al tocador y abrió el cajón donde guardaba la caja. Simon ya sabía que no estaba allí, así que no se llevó ninguna sorpresa cuando ella maldijo.

– ¿Falta algo? -preguntó.

Ella dudó antes de responder.

– No, no… es que me incomoda que hayan rebuscado entre mis pertenencias -mintió.

A pesar de lo dicho, estaba tan pálida y tan alterada cuando se giró hacia Simon que éste habría sabido que mentía en cualquier caso.

– ¿Y bien?

– No falta nada -insistió.

Simon se sintió decepcionado. Hasta cierto punto era normal que Genevieve no le confiara un asunto tan importante como el de la caja; pero aun así, tenía la esperanza de que lo hiciera.

Intentó sobreponerse a la decepción y comentó:

– Si el intruso fuera un ladrón como cualquier otro, se habría llevado tus joyas. Es evidente que estaba buscando algo en concreto. ¿No sabes qué puede ser?

Ella volvió a dudar, y durante un momento, Simon pensó que iba a ser sincera con él. Pero sacudió la cabeza.

– No.

Justo entonces, en sus ojos se dibujó un destello de satisfacción.

– Sea como sea, no importa -añadió-. No se han llevado nada.

– ¿Cómo lo sabes?

Ella parpadeó y se encogió de hombros.

– Porque no había nada que encontrar.

Simon se sintió más tranquilo. Las palabras de Genevieve confirmaban que había sacado la carta de la caja y que el ladrón no la había encontrado, lo que significaba que seguía allí, en alguna parte, y que el ladrón tendría que volver en algún momento. Con un poco de suerte, mataría dos pájaros de un tiro.

Pero ahora más que nunca, Genevieve necesitaría que la protegieran. Y él estaba más que decidido a convertirse en su ángel guardián; por lo menos, hasta que encontrara lo que había ido a buscar a Little Longstone.

Curiosamente, se sintió culpable por mentir a aquella mujer y hacerse pasar por quien no era. Sin embargo, ella también le había mentido a él.