– Mañana denunciaremos el robo. Entre tanto, quédate aquí.

Genevieve arqueó las cejas.

– ¿Seguro que no volverá? Si estaba buscando algo y no lo ha encontrado…

– Es cierto, volverá. Motivo más que suficiente para que Baxter, Sofía y tú os vengáis conmigo a mi casa -declaró.

Genevieve lo miró en silencio durante unos segundos; él la maldijo en silencio al no poder interpretar su expresión y se preguntó por qué no era como la mayoría de las mujeres. Pero acto seguido, cuando ella se humedeció los labios, olvidó la cuestión y no pensó en otra cosa más que en besarla.

– Es muy amable por tu parte. Pero…

Simon la miró con intensidad y le puso le puso las manos en los hombros.

– No hay peros que valgan. En mi casa hay espacio de sobra y allí estarás a salvo. Además, Baxter no se encuentra en condiciones de proteger a nadie; aunque se recobrara milagrosamente, está bebiendo tal cantidad de whisky que el alcohol hará lo que el golpe no le ha hecho. Tiene que descansar. En cuanto a ti… necesitas que alguien te cuide y se quede cerca.

Genevieve se tensó bajo sus manos. Durante un momento, Simon pensó que rechazaría la oferta y que él tendría que insistir para salirse con la suya. Pero se equivocó.

– Aunque soy más que capaz de cuidar de mí misma y estoy acostumbrada a ello, no puedo negar que lo ocurrido me ha alterado un poco. En consecuencia, aceptaré tu oferta con todo mi agradecimiento… Para ser un simple administrador, has demostrado una gran capacidad en estas cuestiones. Y manejas sorprendentemente bien el cuchillo.

Simon se encogió de hombros.

– Cuando trabajas para un hombre rico, has de estar preparado contra los ladrones.

– Ya veo -dijo, no muy convencida-. Pero discúlpame un momento; tengo que cambiarme de ropa si queremos marcharnos inmediatamente. ¿Por qué no esperas con Baxter? Me disgusta pensar que lo hemos dejado solo.

Simon asintió y se apartó de ella a su pesar. Sin embargo, no se marchó; se volvió hacia la estatua y dio rienda suelta a su curiosidad.

– Es una obra preciosa.

– Gracias. Es un regalo.

– ¿De tu difunto esposo?

– No, de mí misma. La vi en un anticuario de Londres, hace unos años, y decidí comprarla. La belleza y la sencillez de sus formas me cautivaron. No fui capaz de resistirme a la tentación -explicó.

Simon tampoco pudo resistirse a la tentación, aunque la suya fue diferente; apartó la mirada de la estatua y la clavó en Genevieve.

– De acuerdo, te dejaré a solas y te esperaré con Baxter.

La deseaba tanto que faltó poco para que la tomara entre sus brazos y la besara. Cuando salió al corredor, se llevó las manos a la cara y se maldijo no solamente por desearla, sino por sentir la necesidad acuciante de protegerla a toda costa, lo cual podía resultar peligroso para él. Genevieve había mentido. Sabía que el ladrón había robado la caja y no había dicho nada.

Simon tenía motivos de sobra para desconfiar; aunque en el fondo de su corazón, casi estaba seguro de que habría una explicación perfectamente lógica para el asunto de la carta y de que ella no estaba involucrada, en modo alguno, en el asesinato del conde.

Para empeorar la situación, ahora la tendría bajo su techo, al alcance de su mano, y la desearía más que nunca. Simon era consciente de que no le había hecho la oferta para ganarse su confianza y encontrar la carta de una vez, sino porque estaba sinceramente preocupado por ella y era lo mejor en esas circunstancias.

Aquello lo incomodó un poco más. Era la primera vez en su carrera profesional que dejaba una misión en segundo plano y se dejaba distraer por una mujer. Y la primera vez, desde niño, que perdía el control de su razón y de sus pasiones.

Con independencia de que Genevieve Ralston fuera culpable o inocente de la muerte de Ridgemoor, era una dama extraordinariamente peligrosa.

Capítulo Once

Genevieve deshizo el equipaje en uno de los dormitorios de la casa de campo de Simon. Era una habitación pequeña pero agradable, con una cama de colcha verde que a primera vista parecía bastante cómoda. Baxter se había alojado en una estancia cercana y se había quedado dormido en cuanto se tumbó. En cuanto a la gata, reaccionó mal a la mudanza y despreció soberanamente a Belleza, aunque ahora descansaba tranquilamente junto al fuego de la chimenea.

Bien pensado, no tenía motivos para seguir despierta; podía echarse en la cama y dormir. Pero los pensamientos se agolpaban en su mente con insistencia y casi todos tenían el mismo protagonista, Simon Cooper.

Llevaba dos horas caminando por la habitación. Al principio, había pensado que el allanamiento de su casa estaría relacionado con Charles Brightmore y el escándalo provocado por el libro, pero descartó la idea en cuanto vio que la caja de alabastro ya no estaba en el cajón del tocador. El intruso buscaba la carta de Richard, y era dudoso que hubiera sido el propio Richard o un hombre enviado por él porque sabía que el conde no habría querido que atacaran a Baxter.

Ciertamente, también cabía la posibilidad de que no hubiera reconocido al mayordomo y lo hubiera atacado por evitarse problemas; además, no le constaba que hubiera otras personas que conocieran el paradero de esa carta. Pero conocía a Richard y sabía que no era capaz de cometer un acto tan inexcusable como allanar el hogar de una mujer.

Lo único cierto de aquel asunto era que la carta tenía más importancia de lo que había imaginado. Sin embargo, eso tampoco tenía sentido. Richard era un hombre poderoso, con influencia política. ¿Por qué le habría envidado la carta a ella?

Cuanto más lo pensaba, más se convencía de que el conde no había tenido nada que ver; lo cual significaba que probablemente se enfrentaba a alguno de sus enemigos, a alguien capaz de entrar en una casa sin permiso y de atacar a un hombre con tal de conseguir lo que buscaba.

Genevieve se estremeció al pensar que habían violado su santuario y herido a Baxter. Casi lamentó que no hubieran encontrado la carta, porque ella habría seguido con su vida y no se vería envuelta en un asunto tan turbio.

Aquello la llevó de nuevo a Simon Cooper.

Detuvo su paseo y se quedó mirando las llamas. Simon le gustaba tanto que no lograba apagar el deseo que la consumía. Una y otra vez se recordaba todas las razones que tenía para alejarse de él y rechazar la posibilidad de mantener una relación.

A fin de cuentas, se acababan de conocer. Simon seguía siendo, en el fondo, un extraño. Pero un extraño encantador, generoso, valiente y atrevido. Un extraño que se ganaba la vida con el sudor de su frente, no con riquezas heredadas, como los aristócratas. Un extraño que no le había pedido nada, salvo su cuerpo. Un extraño que se había comportado con honradez al recordarle que sólo iba a estar dos semanas en Little Longstone y darle tiempo para que tomara una decisión.

En la Guía para damas, Genevieve aconsejaba a la mujer moderna que la mejor forma de olvidar a un hombre era buscarse otro. Y era cierto, no se podía negar; desde que conoció a Simon Cooper, sólo había pensado en Richard por lo de la carta.

El encuentro en las aguas termales había abierto una puerta que permanecía cerrada a cal y canto desde que Richard la abandonó. Genevieve no tenía intención de abrirla de nuevo, pero tampoco había considerado la posibilidad de que la ocasión se presentara. Podía seguir adelante o mantener las distancias. Eso era todo, porque no le preocupaba que su aventura desencadenara algún tipo de escándalo en Little Longstone, como Simon le había advertido, ni mucho menos que se quedara embarazada; Genevieve conocía varios métodos para impedir el embarazo.

Se miró los guantes y pensó que había tenido suerte. Simon no había tenido ocasión de verle las manos; pero si se convertían en amantes y empezaban a dormir juntos, no podría ocultar su deformidad por mucho tiempo. Sólo había una solución: amarlo en la oscuridad. Aprovecharía la ventaja de las sombras y disfrutaría del tiempo que les quedaba. Aquel hombre le atraía demasiado; no era capaz de resistir la tentación.

Resuelta, salió del dormitorio, avanzó por el pasillo y se detuvo delante de la habitación de Simon. Tal vez estuviera dormido; o quizá, al igual que ella, demasiado excitado como para caer en brazos de Morfeo.

Fuera como fuera, entrar era la única forma de salir de dudas.

Giró el pomo de la puerta, pasó al interior y cerró a sus espaldas. El fuego de la chimenea estaba apagado y las cortinas, echadas. No podía ver casi nada, pero le llegó el aroma limpio y especiado de su amante.

Espero a que sus ojos se acostumbraran a la oscuridad y lo distinguió por fin, sentado en una silla. Simon se levantó y caminó hacia ella. No pudo ver sus rasgos hasta que se encontró a pocos centímetros; entonces, notó el ardor en su mirada y el calor de su piel.

– Esperaba que vinieras -declaró-. ¿Estás segura de lo que vas a hacer?

– No estaría aquí en caso contrario. Pero tengo dos peticiones.

Simon llevaba dos horas en la oscuridad, sentado en aquella silla, mirando el fuego hasta que se extinguió. Deseaba tanto a Genevieve que el cuerpo le dolía. Y ahora estaba allí. Había respondido a sus ruegos y se había presentado. Tuvo que hacer un esfuerzo sobrehumano para no abrazarla y arrastrarla al suelo.

– Haré lo que pueda por acatarlas. Dime, ¿qué quieres?

– En primer lugar, oscuridad.

Simon se sintió decepcionado. Quería verla a plena luz, desnuda. Pero respondió:

– De acuerdo, aunque me gustaría verte mejor.

– Gracias.

– ¿Cuál es tu segunda petición?

– Ésta noche me has dado placer. Si recuerdas tus lecturas de la Guía para damas, sabrás que la mujer moderna debe responder al placer con el placer. En consecuencia, he de devolverte el favor que me has hecho.

Genevieve se llevó las manos al vientre y él suspiró.

– Dudo que te resulte una tarea difícil.

– Quizás no, pero ¿me lo permitirás?

– Mi querida Genevieve, tienes mi permiso para tomarte todas las libertades que desees con mi cuerpo. Jamás me atrevería a contradecir los deseos de la mujer moderna -ironizó-. Especialmente, cuando se parece tanto a mí.

– ¿Cualquier tipo de libertades?

– Por supuesto.

– Excelente. En tal caso, quédate quieto y disfruta.

– Disfrutar tampoco va a suponer ningún problema, pero en cuanto a lo de estarme quieto… no sé si podré. Será un desafío.

– ¿No decías que sientes debilidad por los desafíos?

– Y es verdad. Pero hay desafíos y desafíos. Por mucho que…

Simon dejó de hablar cuando Genevieve empezó a acariciarle el costado.

– ¿Qué decías?

– Qué…

Él se estremeció.

– ¿Sí?

– No tengo ni idea. ¿Qué me has preguntado?

Genevieve le acarició la piel por encima del cinturón.

– Te distraes con facilidad, Simon…

– No, en absoluto. Bueno, no en circunstancias normales…

– Ya lo veo -bromeó.

Genevieve metió los dedos por debajo del pantalón y le acarició.

– El problema es que me tú me distraes mucho…

– Qué decepción. No imaginaba que fueras capaz de culpar a los demás de tus carencias -declaró ella, coqueta.

– Acepto mi responsabilidad, no lo dudes. Pero no es culpa mía que te las arregles tan increíblemente bien para…

Simon se estremeció de nuevo cuando ella le acarició los pezones.

– ¿Para qué?

– Para distraerme.

Genevieve rió con suavidad y sacó las manos de debajo de la camisa. A Simon no le hizo ninguna gracia, pero al menos permitió que recobrara parte de su concentración.

– Levanta los brazos -le ordenó.

– Está visto que la mujer moderna es una mandona…

– Por supuesto que sí. Pero los que obedecen, se llevan su recompensa.

– ¿Y los que no?

Ella le mordió el lóbulo de la oreja.

– Los que no, se enfrentan a consecuencias desagradables.

– Si intentabas amenazarme con eso, no ha funcionado. Lo has dicho de un modo tan seductor que ha sido muy excitante.

– Me alegro. Quiero que te excites.

– Ya lo estoy, créeme.

Genevieve frotó la pelvis contra su erección.

– Sí, ya lo veo…

– Me temo que es culpa tuya. Sufro de erección casi permanente desde que te conocí. Se está convirtiendo en todo un problema.

– Es interesante que, donde tú ves un problema, yo vea una… oportunidad. No te preocupes, Simon. Estoy más que dispuesta a aliviarte.

– Es la mejor noticia que he oído en toda mi vida.

– Levanta los brazos… -repitió.

Simon obedeció. Con cierta ayuda, Genevieve consiguió quitarle la camisa por encima de la cabeza y empezó a acariciarle el pecho.

– Ahora, pon las manos a la espalda.