Simon volvió a obedecer. Unos segundos más tarde, notó el contacto de unas tiras suaves en las muñecas. Fue tan inesperado que soltó un gemido.

– ¿Me estás atando?

– Has dicho que puedo tomarme todas las libertades que quiera, Simon. Me ha parecido que, dado que mencionaste esa parte en particular de la Guía para damas, te gustaría. ¿Ya te estás arrepintiendo?

– De ningún modo.

– Bien.

Genevieve terminó de atarlo y dio un tirón a las cintas para comprobar que estaban bien atadas, pero no excesivamente tensas. Sin embargo, Simon tenía experiencia con cuerdas y podría haberse soltado. De haber querido.

– Para ser alguien que se pasa la vida delante de una mesa y de unos libros de contabilidad, estás sorprendentemente en forma -comentó ella.

Simon abrió la boca para decir algo, pero sus palabras se convirtieron en suspiro cuando ella apretó los labios contra el centro de su pecho y los arrastró hacia uno de sus pezones, que succionó.

– ¿A qué debo atribuir una forma tan excelente? -preguntó.

– A los caballos -mintió él-. Me gusta montar a caballo.

Ella le lamió.

– Así que te gusta montar…

– Sí. De hecho, era una de mis ocupaciones preferidas hasta que… ah… hasta que he sentido tu lengua en mi piel -le confesó.

– ¿Te gusta mi lengua?

– El verbo gustar no lo describe con exactitud suficiente.

– Magnífico, porque a mí me gusta la tuya.

– En tal caso, debes saber que mi lengua estará a tu disposición en cuanto quieras.

– Bueno es saberlo, aunque también obvio.

Simon soltó un gemido que se le ahogó en la garganta al notar que le abría los pantalones. Genevieve tiró suavemente de ellos y de su ropa interior, bajándoselos, y Simon se sintió eternamente agradecido cuando le quitó las botas y los calcetines para desnudarlo con más facilidad.

Ahora estaba desnudo, sin otra tela encima que la de las cintas que le ataban las muñecas y más excitado que en toda su vida.

Sus músculos se tensaron por el sentimiento de anticipación.

– Oh, Dios mío -dijo ella-. Es ciertamente un problema. Uno muy grande.

El primer movimiento de las manos de Genevieve sobre su erección bastó para borrar cualquier pensamiento de su mente y para hacerlo suspirar de placer. Ella cerró los dedos con suavidad y él apretó los dientes.

– Ni te imaginas lo que siento…

– Al contrario. Gracias al modo en que me has tocado en el manantial, imagino perfectamente lo que sientes.

Genevieve lo masturbó despacio, con calma. La sensación era tan abrumadora que Simon no pudo evitarlo y se apretó contra ella.

Ella se puso de puntillas y le mordió un labio.

– Se supone que debes permanecer quieto.

Simon quiso prometerle que lo haría, pero sus movimientos volvieron a robarle el habla. Las manos de aquella mujer eran magia pura; conjuraban sensaciones que amenazaban con debilitarlo hasta el extremo de tener que arrodillarse. Pero justo cuando iba a llegar al orgasmo, Genevieve apartó las manos y le acarició el abdomen.

– Estoy a punto -le confesó.

Genevieve acarició su sexo.

– Eso no parece una queja…

– Porque no lo es. Es una promesa… de retribución.

– ¿Ojo por ojo, entonces?

– No. Caricia por caricia. Beso por Beso.

– ¿Piensas darme tanto placer como recibas?

– En cuanto me desates y me liberes del compromiso de permanecer quieto.

– ¿Por qué? Estás resultando muy obediente…

Genevieve empezó a masturbarlo otra vez.

– Ah… pero el esfuerzo me está costando demasiado, créeme. No estoy seguro de que pueda soportarlo mucho más.

– Veámoslo.

Genevieve se inclinó, le besó el torso y descendió poco a poco hasta su entrepierna, acariciándolo en todas partes menos donde él lo deseaba. Cuando se arrodilló ante él, la respiración de Simon se había convertido en un jadeo.

Ella le acarició el glande y comentó:

– Estás mojado.

Él carraspeó para intentar recobrar la voz.

– Es un milagro que no lo esté más…

En ese momento, Genevieve le dio un largo y lento lametón. Simon apretó los dientes con todas sus fuerzas, pero ella siguió lamiendo su sexo, esta vez con movimientos circulares.

– Me estás volviendo… loco…

– En el buen sentido, espero.

– En un sentido mucho mejor que bueno.

– ¿Increíble, tal vez?

Simon cerró los ojos e imaginó los labios de Genevieve cerrados sobre su erección mientras lo lamía y lamía una y otra vez, acompañando los movimientos de su lengua con acometidas, hacia dentro y hacia afuera, de su boca.

– No puedo más. No puedo…

Con un esfuerzo, logró soltarse las cintas que le inmovilizaban las muñecas. Estaba a punto de llegar al clímax y quería estar dentro de ella, sentir su cuerpo a su alrededor.

Tras maldecir a la oscuridad que le impedía verla, pasó las manos sobre el cuerpo de Genevieve y descubrió que se había desnudado y que no llevaba nada. Después, se arrodilló, todavía sorprendido, y la llevó a la cama.

– Todavía no había terminado contigo -murmuró ella.

– Si hubieras terminado conmigo, no podría hacer lo que pienso hacer. Ahora me toca a mí.

La tumbó en la cama, le separó las piernas y la acarició. Estaba muy húmeda.

– Parece que lo de la humedad es un problema común -bromeó.

– Desde el momento en que te vi por primera vez -le confesó ella-. Y como mujer moderna, debo insistir en que hagas algo al respecto. De inmediato.

Simon introdujo los dedos en su cuerpo.

– Eres extraordinariamente exigente…

Ella se retorció contra su mano y gimió.

– Sí, lo soy. ¿Piensas quejarte?

– De ninguna manera. Por lo que a mí respecta, desnuda, húmeda y exigente es la combinación perfecta. Larga vida a la mujer moderna. Y a la retribución del placer.

Sin dejar de mover los dedos, Simon se situó frente a ella y lamió su sexo sin descanso, arrancándole gemidos y estremecimientos, decidido a darle tanto placer como ella le había dado unos segundos antes. Cuando por fin llegó al orgasmo, Genevieve se arqueó y gritó su nombre.

Él se levantó entonces, se tumbó encima y la penetró. Sus húmedas paredes se apartaron con la suavidad del terciopelo, pero Simon se detuvo un momento para disfrutar del simple y puro placer de estar así, en su interior.

– Húmeda, suave, caliente… eres maravillosa.

Ella gimió de nuevo y cerró las piernas alrededor de su cintura.

– Más… -susurró-. Quiero más…

La impaciente y ronca demanda acabó con la paciencia de Simon y provocó que se empezara a mover. No tardó en acelerar el ritmo y la fuerza de las acometidas. Una y otra vez se hundía en ella y se retiraba, tan concentrado en la tarea que el resto del mundo había dejado de existir. Y no cejó en el empeño hasta que Genevieve alcanzó otro orgasmo. Sólo entonces, se dejó llevar y se permitió su propio alivio.

Se sentía nuevo, como si acabara de nacer. Simon había conocido el amor con muchas mujeres, pero aquélla lo satisfacía más y con más plenitud que ninguna.

Al cabo de un par de minutos, cuando se levantó y se tumbó a su lado, ella dijo:

– No te alejes. Quiero sentirte contra mí.

Simon le acarició la cara y se llevó una sorpresa.

– ¿Estás llorando? ¿Es que te he hecho daño?

Ella sacudió la cabeza.

– No, no. Es que me siento… abrumada. Nunca había sentido tanto placer. Incluso llegué a pensar que no volvería a sentirlo de ninguna manera -le confesó-. Gracias, Simon. Gracias. De todo corazón.

– Genevieve, soy yo quien te debería estar agradecido.

Ella tardó unos segundos en hablar. Cuando lo hizo, sonreía.

– Debo decir que tu concepto de la retribución del placer da un significado enteramente nuevo a ese viejo dicho de que la venganza es dulce.

– Desde luego. Y me encanta que te guste, porque aún no he terminado con la retribución.

– Oh, vaya… Sin embargo, has de tener presente que te pagaré con la misma moneda.

– Lo tengo muy presente. Aceptaré cualquier retribución que elijas.

– Si no recuerdo mal, tu método consistía en un beso por beso, caricia por caricia…

– Sí, así es.

– ¿Y lametón por lametón?

– También. Pero aún queda el asunto de las cintas y de las manos atadas.

Ella suspiró con dramatismo fingido.

– ¿Y si me niego a ceder a tales exigencias?

– Encontraré la forma de convencerte -respondió él.

– Hum… sospecho que no te costaría. Tengo debilidad por los besos.

Él le lamió los labios.

– ¿Y por las lenguas?

– Oh, sí, claro que sí.

– En tal caso, lo asumiré como un hombre e intentaré no quejarme.

Cuando la besó, Simon supo que la mayor de sus debilidades estaba junto a él. Era una mujer, y se llamaba Genevieve Ralston.

Capítulo Doce

Simon despertó y gimió a modo de protesta al descubrir que el sueño de Genevieve y un tarro de miel había sido precisamente eso, sólo un sueño; pero enseguida se dijo que podía ser real: ella estaba allí, en su cama, y en la despensa había varios tarros de miel.

Sonrió, se giró y se quedó helado al ver que se había ido.

Murmuró una obscenidad, apartó las mantas y alcanzó los pantalones. Se suponía que debía protegerla, pero no podría hacerlo si hacía cosas como marcharse de la habitación sin avisar. Normalmente tenía el sueño ligero y se habría despertado; pero aquella noche había dormido como un tronco.

Se puso los pantalones, alcanzó el cuchillo y cruzó el dormitorio a toda prisa. En cuanto salió al pasillo, oyó un murmullo de voces. Avanzó lentamente, pegándose a la pared, y no tardó en distinguir la voz de Baxter. Parecían estar en la cocina.

– Yo tendría más cuidado -dijo el hombre.

– Te estás buscando problemas -comentó Genevieve.

Simon se acercó a la esquina y parpadeó. Genevieve estaba sentada a la mesa de la cocina, con una taza de té y un plato de comida delante de ella. Baxter llevaba puesto un delantal y permanecía de pie. Los dos miraban al suelo, sonriendo.

Belleza meneaba la cola y se arrastraba hacia Sofía con curiosidad; pero la gata había levantado la cola y miraba a la perrita como si la considerara una amenaza evidente.

– Te vas a ganar un buen arañazo, Belleza -le advirtió Baxter.

El mayordomo acababa de hablar cuando la gata soltó un zarpazo al cachorro, que retrocedió tan deprisa como pudo. Satisfecha con su demostración de poder, Sofía se alejó varios metros y se tumbó debajo de la ventana, al sol.

Simon soltó un suspiró de alivio y bajó; cuando Belleza lo vio, se levantó, ladró con alegría y corrió hacia su amo, que la tomó en brazos y la acarició.

Cuando entró en la cocina, su mirada se clavó inmediatamente en Genevieve; llevaba el mismo vestido de color amarillo pálido del día anterior, y se había recogido el cabello en un moño. Estaba tan bella que se quedó sin aliento. Sus labios aún mostraban la hinchazón típica de haber sido besados con reiteración, pero su aspecto, por lo demás, no traicionaba lo sucedido durante la noche.

Simon carraspeó y preguntó:

– ¿Estás bien?

– Por supuesto que está bien -intervino Baxter-. La he estado cuidando mientras usted dormía como un niño. He preparado el desayuno, aunque la despensa estaba tan vacía que no ha resultado nada fácil.

Simon se giró hacia Baxter.

– Parece obvio que esta mañana se encuentra mejor…

Baxter gruñó.

– Lo suficiente como para cuidar de Gen sin ayuda. Como ya se ha despertado, nos marcharemos de aquí.

A Simon se le hizo un nudo en la garganta. No podía permitir que regresaran a la casa de Genevieve sin saber a qué peligro se enfrentaban. Pero tenía otro motivo; no quería que se alejara de él. Todavía no.

Abrió la boca para protestar, pero Genevieve se le adelantó.

– No hay prisa alguna, Baxter. Además, ¿qué pasará si el ladrón vuelve?

Baxter chasqueó los nudillos.

– Que estaré preparado.

– Aun así, me sentiría mejor si nos quedáramos aquí más tiempo. Suponiendo que a Simon le parezca bien, por supuesto.

– Puedes quedarte tanto tiempo como quieras.

A Simon le pareció evidente que Genevieve ya sabía lo que el ladrón andaba buscando. La carta del conde estaba en su casa, en algún lugar, y el intruso volvería a buscarla. Genevieve sabía que la carta era importante; sólo quedaba por saber si seguía en el lugar donde la había escondido o si había preferido llevársela con ella.

– De hecho -continuó-, creo que deberías quedarte una noche más. Y también creo que alguien debería vigilar la casa, por si el ladrón vuelve.

– En eso estamos de acuerdo. Iré yo -se prestó Baxter-. Quiero echar mano al canalla que me dejó sin sentido.