– Excelente. Vigile usted de día y yo lo haré de noche -dijo Simon-. De esa forma, uno de los dos estará en todo momento con Genevieve.

Simon pensó que era la mejor de las soluciones; pero también la única posible, porque Baxter no habría permitido que se quedara a solas con ella de noche.

– ¿Te parece bien? -preguntó el mayordomo.

Genevieve parecía aliviada.

– Sí. Aunque debéis prometer que tendréis cuidado.

Baxter asintió y se volvió hacia Simon.

– Muy bien. Traeré provisiones de la casa esta tarde, cuando termine mi turno; así no nos moriremos de hambre. ¿Cómo es posible que no haya comprado comida?

– Suelo comer en el pueblo. Además, mi despensa tiene lo básico… no necesito más para mí solo -explicó.

– En cualquier caso, ya no necesitará eso -dijo Baxter, señalando su cuchillo-. ¿Qué pretendía? ¿Apuñalar a alguien?

– Simple precaución. Quería asegurarme de que los dos estaban bien.

– Pues ya lo sabe. He preparado el desayuno, como ve… pero esperaré aquí hasta que se ponga algo decente encima.

Simon bajó la mirada. Había olvidado que no llevaba más ropa que los pantalones.

– Sí, por supuesto. Escribiré una nota al juez para explicarle lo sucedido. Será mejor que se la entregue usted; así podrá dar testimonio del ataque.

Baxter asintió.

– Pasaré a verlo antes de ir a casa de Genevieve.

Baxter había encendido el fuego y calentado agua, así que Simon llenó un cubo y regresó a su dormitorio con Belleza. Veinte minutos después ya se había lavado, vestido y puesto ropa limpia, aunque la perrita se dedicó a mordisquearle una de las botas y la dejó en un estado lamentable. Cuando, volvió a la cocina, se llevó la sorpresa de que Baxter le había servido una taza de té y algo de comer.

– Es lo menos que puedo hacer mientras esté en su casa -se explicó.

– Gracias, Baxter.

Simon probó el jamón, los huevos y las patatas y añadió:

– Delicioso.

Estuvo a punto de preguntarle si el fuego lo había encendido con las llamas que salían de sus ojos cada vez que lo miraba, pero prefirió no tentar la suerte con una broma. El sentido del humor no parecía ser una de las cualidades del gigante.

Simon observó a Genevieve mientras comía. Se había puesto guantes otra vez y él se dijo que aquel mismo día descubriría el motivo.

– Bueno, será mejor que me vaya -dijo Baxter-. ¿Necesitas algo, Genevieve?

– No, gracias; pero si pudieras traerme un vestido limpio cuando vuelvas, te lo agradecería -respondió.

– Eso está hecho. En cuanto a usted -añadió, mirando a Simon-, le aseguro que se las verá conmigo si a Gen le pasa algo malo. Y no le gustará.

El gigante se quitó el delantal y salió de la cocina. Unos segundos más tarde, oyeron que la puerta principal se cerraba de golpe.

Simon carraspeó.

– Ese hombre hace unos mutis por el foro excelentes.

– Sí, es muy…

– Protector, ya lo sé -la interrumpió-. Como cometa el error de olvidarlo, me hará trizas. Jamás había conocido a un criado tan maleducado.

– Eso es porque Baxter no es exactamente un criado. Es mi amigo. O más bien, algo así como un hermano -comentó ella.

– Sí, ya me he dado cuenta.

El espía que había en Simon, el que quería descubrir al asesino del conde y librarse de paso de la horca, pensó que aquélla era una oportunidad excelente para presionarla y descubrir el origen de su relación con Baxter. Sin embargo, las prioridades del hombre se impusieron a las del espía y prefirió no decir nada. La deseaba. La necesitaba. Todo lo demás podía esperar.

Dejó la servilleta en la mesa, se levantó y caminó hacia ella. Genevieve también se levantó. Simon hizo un esfuerzo por detenerse a cierta distancia, aunque sólo fuera para demostrarse que podía resistirse a sus encantos, pero fracasó estrepitosamente. Sin poder evitarlo, extendió una mano y le acarició la mejilla.

– Me preocupaba despertar y descubrir que te habías marchado.

– Baxter se levanta a primera hora. Sabía que pasaría por mi habitación y que llamaría para asegurarse de que me encontraba bien, así que me pareció prudente dejarte y volver antes de que apareciera. De lo contrario, seríamos dos los que acabaríamos hechos trizas en Little Longstone -bromeó.

– No te preocupes por eso. Es mucho más grande que yo, pero conozco ciertos trucos.

– Sí, ya lo sé. Me lo has demostrado esta noche.

– Todavía no los conoces todos -murmuró, sin dejar de acariciarla-. Ha sido una noche increíble, maravillosa…

– Es verdad.

– Una noche que me gustaría repetir.

Ella asintió.

– A mí también.

Sólo habían pasado unas cuantas horas desde su encuentro amoroso, pero Simon la deseaba tanto que no podía contenerse.

Dio un paso adelante y la tomó entre sus brazos. Llevó los labios a su boca, entre divertido e irritado por la pasión que aquella mujer despertaba en él, y ella respondió con un beso que derribó sus defensas. La deseaba con toda su alma.

– Genevieve…

Quería tomarla de inmediato, allí mismo, a plena luz del día, donde pudiera verla.

Se inclinó un poco, la alzó en vilo y la llevó hacia el dormitorio.

– ¿Qué estás haciendo?

– Llevarte a la cama, demostrarte hasta qué punto te deseo. He considerado la posibilidad de usar la mesa de la cocina, pero correríamos el riesgo de que se nos claven astillas de madera en la espalda. La cama será más cómoda -explicó-. Pero descuida… los treinta segundos que tardaremos en llegar sólo le restarán energía a mi paciencia.

Capítulo Trece

Genevieve se quedó helada. Tenía que poner fin a aquella situación. De inmediato.

– Simon, bájame, por favor.

– Lo haré encantado.

Entraron en la habitación y Simon la dejó en la cama con suavidad. Él hizo ademán de tumbarse a su lado, pero ella se levantó rápidamente y caminó hasta la chimenea para poner tierra de por medio.

Simon se acercó con mirada inquisitiva, cuya perplejidad aumentó un poco más cuando Genevieve retrocedió. Pero esta vez no intentó seguirla.

– ¿No habías dicho que querías más de lo de anoche?

– He dicho que quería otra noche increíble. Exactamente eso -respondió Genevieve-. Pero ahora no es de noche; es de día.

Ella miró con intensidad, como si pudiera leer sus pensamientos.

– Sólo quieres hacer el amor en la oscuridad…

– Sí -admitió.

– ¿Por qué?

Para alarma de ella, Simon se acercó hasta quedarse a menos de medio metro. Su inquietud creció cuando la tomó de los hombros y sintió el calor de sus manos, capaces de quitarle el sentido y de rendirla a sus encantos.

Pero no podía ser. Sólo se entregaría a él bajo el manto de las sombras. De lo contrario, vería sus manos y no querría saber nada de ella.

– ¿Por qué? -repitió-. ¿Cómo es posible que una mujer tan exquisita prefiera la oscuridad a la luz?

Genevieve no dijo nada.

– No puede ser por pudor -continuó él-. Eres demasiado apasionada.

– ¿Apasionada? ¿No habrás querido decir licenciosa?

Las palabras surgieron de su boca con más brusquedad de la que pretendía, pero eran ciertas. No sabía lo que Simon pensaría si llegaba a descubrir la verdad y a saber que no era una viuda respetable sino una mujer que había sido amante de un aristócrata durante diez años.

Él frunció el ceño y sacudió la cabeza.

– Si lo dices con la carga negativa que tiene tradicionalmente esa palabra, no, mi intención no podría ser más distinta -afirmó él-. Por favor, no me digas que te arrepientes de lo que ha pasado entre nosotros.

– No me arrepiento.

– Me alegro, porque yo tampoco. Y en cuanto a tu vida licenciosa… sólo creo que eres la mujer más apasionada y excitante que he conocido, pero también la más bella; por eso quiero verte a la luz del día. Quiero tocar tu piel y ver tus ojos cuando te excites. Quiero mirarte cuando entre en ti. Quiero mirante mientras cabalgas conmigo. Quiero mirarte cuando alcances el orgasmo.

Ella contuvo la respiración al escuchar la vivida descripción de Simon.

– Yo también lo quiero, pero no es posible. Debemos encontrarnos en la oscuridad.

Él la observó durante unos segundos y se apartó de ella. Genevieve pensó que aceptaba la situación y se sintió aliviada; pero el alivio le duró muy poco, porque Simon la tomó de las manos y se las llevó al pecho.

– No, por favor…

– Es por tus manos. Por eso te niegas a hacer el amor con luz.

No fue una pregunta, sino una afirmación. Genevieve se molestó tanto que lo empujó con fuerza para apartarse, haciendo caso omiso del dolor de sus dedos.

– Mis motivos son sólo míos.

– Cuéntamelo -dijo él con dulzura.

Simon volvió a tomarle las manos; pero esta vez, para su asombro, se las llevó a los labios y las besó.

– Cuéntamelo, te lo ruego. Anoche, cuando me acariciaban, me parecieron maravillosas. Su contacto me excitaba y me daba más placer del que había experimentado en toda mi vida. Tienen un don que merece celebrarse, no esconderse. Dime por qué las ocultas.

La caballerosidad de Simon bastó para diluir el enfado de Genevieve y convertirlo en resignación. Sabía que seguiría insistiendo hasta que le confesara la verdad; y pensándolo bien, carecía de importancia: sólo iban a estar juntos un par de semanas. Era una situación temporal. Podía decirle la verdad y seguir llevando guantes.

Respiró a fondo y declaró:

– Las manos… me duelen. Tengo una enfermedad que se llama artritis. Los dedos se me quedan rígidos y hay ciertas tareas que no puedo hacer con ellos. Me unto una crema especial que alivia las molestias y luego me pongo los guantes para que no se me quite.

– ¿Ahora te duelen?

– Un poco, aunque no demasiado. Es peor cuando el clima es húmedo.

Simon le masajeó suavemente las manos.

– ¿Esto te alivia?

– Sí, es muy… agradable.

– Por eso te quedaste a vivir en Little Longstone. Para estar cerca de las aguas termales.

Ella asintió.

– Es verdad. Me alivian bastante. El dolor empezó hace varios años; al principio eran punzadas ocasionales, pero luego empeoraron y apareció la hinchazón.

– ¿Has hablado con algún médico?

– Con Varios. Pero al margen de las cremas y de las aguas, no pueden hacer nada.

– Lamento mucho que te duela. Pero quítate los guantes, por favor. Quítatelos y tócame bajo la luz del día. Anoche tuve ocasión de sentir sus caricias y fueron magia pura. Deja que las vea mientras me tocas.

– No, Simon. No es posible.

– ¿Por qué? Yo mismo tengo cicatrices. No se puede decir que sea perfecto.

Genevieve se apartó.

– Ya, pero ¿te han rechazado alguna vez por tus cicatrices?

Genevieve lo preguntó sin darse cuenta. Y para su horror, los ojos se le llenaron de lágrimas.

Simon la miró con expresión extraña.

– No, pero doy por sentado que a ti, sí.

Ella asintió para confirmar su teoría.

– Mi marido no toleraba la fealdad. Aborrecía mis manos.

Simon pensó que no había sido su supuesto marido, sino su amante.

– Siento que te hiciera daño; pero yo no soy él, Genevieve. Quiero verte y que me toques.

Él tomó una de sus manos, introdujo un dedo por debajo del guante y empezó a acariciarle la palma. Genevieve quiso resistirse, pero la tocaba con tanta delicadeza que no fue capaz.

– La belleza y la perfección son dos cosas distintas -continuó él-. Aquí no hay nada que no sea precioso ni exquisito. No hay parte alguna de tu cuerpo que no desee ver.

Simon le llevó la otra mano a la parte delantera de los pantalones. Genevieve sintió un escalofrío de placer y cerró los dedos sobre su sexo.

– Confía en mí, por favor. El único miedo que debes tener no es que te rechace al ver tus manos, sino que me encierre en esta habitación, contigo, hasta que llegue la noche.

Ella no podía hablar, no podía respirar. Sentía su erección contra la mano y no pensaba en otra cosa que no fuera hacer el amor con él.

De repente, se apartó, se quitó los guantes y los tiró al suelo. Seguía completamente vestida, pero se sentía desnuda y más vulnerable que nunca.

Sin apartar la mirada de sus ojos, Simon se quitó la camisa, la tomó de las manos y se las llevó a su pecho.

– No puedes ni imaginar cuánto me gusta que me acaricies.

Genevieve tragó saliva y le acarició. Él bajó la mirada y contempló sus manos. Ella se puso tensa, pero todos sus temores desaparecieron al unísono cuando Simon se inclinó y se las besó con dulzura.

Genevieve suspiró.

– Son mágicas -dijo él-, tan mágicas como el resto de ti, tan deliciosas como el resto de ti, tan bellas como el resto de ti.

En la garganta de Genevieve se ahogó un sollozo. Sus palabras y la visión de sus labios contra las manos resultaron tan estremecedoras que empezó a llorar sin poder evitarlo. Simon la abrazó en silencio y la besó en la boca lentamente, con toda su pasión, explorándola. Genevieve se apretó contra él, dominada por el deseo, y le acarició el cabello.