– Yo también quiero verte, Simon. Quiero tocarte… por favor. Ahora…

Respirando con pesadez, Simon retrocedió y se desnudó por completo. Ella se acercó y acarició su erección, inmensamente satisfecha no sólo por el gemido de su amante, sino también por las gotas de fluido nacarado que surgieron de su pene. Aprovechó la humedad para frotarlo y siguió adelante con sus caricias.

– Si insistes con eso, no podré seguir de pie.

– Ni yo.

Las palabras de Genevieve lo excitaron. Agarró su vestido y tiró de él hacia abajo, llevándose también la camisa. Mientras Simon terminaba de retirarle la ropa, ella se quitó los zapatos; ya sólo llevaba las medias y las ligas.

La tumbó en la cama, se acostó contra ella y le quitó las horquillas del pelo.

– Cabalga conmigo.

Genevieve se sentó sobre él y descendió despacio, de tal manera que su sexo la penetró hasta el fondo. Después, apoyó las manos en su pecho y empezó a moverse contra él, alzando y bajando las caderas.

Simon cerró los dedos sobre sus pechos y jugueteó con sus pezones, aumentando el placer que sentía. Genevieve echó la cabeza hacia atrás, hechizada, y aceleró el ritmo hasta quedarse al borde del clímax, a menos de un segundo; pero ese segundo desapareció cuando él introdujo una manó entre sus piernas y le acarició el clítoris.

El orgasmo se presentó con la fuerza de un trueno, entre espasmos que la dejaron agotada y la obligaron a tumbarse sobre él.

Cuando por fin levantó la cabeza, descubrió que Simon la estaba mirando.

– Gracias -dijo él.

Ella sacudió la cabeza.

– No, gracias a ti.

Simon arqueó una ceja.

– ¿Por qué?

– Por haberme devuelto algo que creía perdido para siempre -respondió-. Por aceptar mi deformidad. Por no rechazarme. Por encontrar belleza donde no la hay.

– La belleza está en la mirada.

– Trabajos de amor perdidos… Ahora parafraseas a Shakespeare.

– En efecto. Donde tú no ves belleza alguna, yo veo abundancia.

– Gracias, Simon. Pero, ¿por qué me has dado las gracias a mí?

Algo brilló en los ojos de su amante; algo que no supo interpretar. Pero desapareció tan deprisa que pensó que lo había imaginado.

– Por decirme la verdad, por confiar en mí.

Genevieve se sintió terriblemente culpable. Le había dicho la verdad sobre sus manos, pero le ocultaba mucho más que eso.

Sin embargo, alzó la cabeza y sonrió.

– De nada. Pero dime, ahora que has descubierto mi secreto, ¿qué propones para el resto de nuestro día?

Simon le acarició suavemente el trasero.

– Se me ocurre media docena de cosas.

Ella arqueó una ceja.

– ¿Media docena? Son unas cuantas…

– Sólo las que se me ocurren ahora, hasta la hora del almuerzo. Pero seguro que mi imaginación se despierta más tarde.

– Oh, vaya… pero no sé si podremos almorzar. Tengo entendido que tu despensa está medio vacía -le recordó.

– Tengo pan, jamón y… miel.

– Qué casualidad. Me gusta el pan, me gusta el jamón y me gusta la miel.

La sonrisa de Simon habría derretido las suelas de sus zapatos si los hubiera llevado puestos.

– Magnífica noticia. Porque la miel te quedaría muy bien aquí…

Él le acarició un pezón y se inclinó para lamérselo.

– Pero sólo para empezar -dijo ella-. Hay más posibilidades.

Capítulo Catorce

El sol se ponía y el cielo de otoño se llenaba de tonos dorados y rojizos cuando Simon y Genevieve, animados por la energética Belleza, se acercaron al camino que llevaba a la casa. Simon redujo el paso porque sabía que Baxter se presentaría en cualquier momento y quería alargar el día tanto como le fuera posible.

Llevaban quince minutos de paseo por los bosques. Se habían acercado al manantial para que Genevieve recibiera su sesión diaria de aguas termales; y por mucho que lo intentaba, Simon no recordaba un día más maravilloso.

Le parecía increíble que en casi treinta años de existencia más o menos fácil, con dinero, familia, amigos, fiestas, pasión y aventuras, su mejor experiencia fuera un simple paseo con aquella mujer.

Habían hecho el amor durante horas; después habían almorzado en la alfombra del dormitorio y habían aprovechado la miel para seguir amándose. Genevieve no era únicamente una mujer preciosa, sino también inteligente, divertida y con carácter; alguien que sabía mantener una conversación. Le gustaba tanto que no podía dejar de tocarla; de haber sido por él, la habría abrazado y se habría quedado así, apretado contra su cuerpo, hasta el fin de sus días.

Con ninguna mujer se había sentido tan cómodo ni tan relajado como con ella, y ninguna lo había excitado tanto. Además, cada minuto que pasaba en su compañía lo convencía más de que no tenía nada que ver con el asesinato de Ridgemoor; de hecho, se inclinaba a pensar que ni siquiera sabía que había muerto. La persona que se había atrevido a quitarse los guantes y mostrarle lo que consideraba su mayor vergüenza, era indudablemente una persona digna de confianza.

Le había pedido que confiara en él; y aunque no tenía motivos para hacerlo, Genevieve se había arriesgado.

Naturalmente, la sinceridad de su amante tuvo la consecuencia de que Simon se sintiera culpable. No podía confesarle que era espía de la Corona británica y que estaba en Little Longstone para conseguir la carta. No podía decirle la verdad, pedirle la prueba que buscaba y esperar que todo siguiera igual entre ellos.

Más de una vez, a pesar de ello, había considerado la posibilidad de sincerarse. Pero su mente le decía que debía ser cauto; que cuanto menos supiera Genevieve, más a salvo estaría; y que, a fin de cuentas, Genevieve tampoco había sido totalmente sincera con él: aunque le había confesado lo de sus manos, todavía no había dicho nada de su relación con Richard ni de su identidad literaria secreta, Charles Brightmore.

Pero ahora sabía algo importante. Un día en su compañía había bastado para que llegara a la conclusión de que el conde había sido un estúpido; evidentemente, el hombre que había rechazado a Genevieve no era su esposo inventado, sino su amante real. Y le parecía increíble que hubiera abandonado a una mujer tan valiente y tan honrada por un defecto sin ninguna importancia.

Genevieve notó su cara de preocupación y preguntó:

– ¿A qué viene ese ceño tan fruncido? ¿Qué te preocupa?

Simon se relajó un poco y sonrió.

– Nada. Estaba pensando en ti.

– Pues no parecía nada bueno.

– Al contrario. Era buenísimo.

– Tu expresión decía otra cosa.

– No, fruncía el ceño por mi falta de habilidad con las palabras. Intentaba encontrar una forma de describir el día que hemos pasado juntos y no se me ha ocurrido otra que… placentero. Pero ese adjetivo es a todas luces insuficiente. Ha sido…

– ¿Más que meramente placentero? -preguntó, sonriendo.

– Sí. Ha sido uno de esos días que me gustaría repetir.

Su esperanza de que el sentimiento fuera recíproco, se esfumó cuando Genevieve se puso seria de repente y permaneció en silencio. Por lo visto, aquellas horas no le habían resultado tan maravillosas como a él.

– Al parecer, no eres de la misma opinión…

Ella sacudió la cabeza.

– Claro que sí. Es que…

Genevieve se alejó y dio unos cuantos pasos antes de volverse nuevamente hacia él.

– Me temo que no he sido completamente sincera contigo, Simon. Y si vamos a pasar más tiempo juntos, si vamos a repetir días como éste, prefiero que no quede ninguna mentira entre los dos -declaró.

Simon se sintió un poco más culpable.

– Adelante, te escucho.

Ella dudó.

– Genevieve, te doy mi palabra de que lo que me cuentes permanecerá entre nosotros.

– Gracias, Simon. Verás… mis circunstancias personales no son como tú crees. No estoy viuda; de hecho, no me he casado nunca. Durante diez años fui la amante de un noble, de un aristócrata con quien aún estaría si no él no hubiera roto nuestra relación por considerar que mis manos eran imperfectas.

– Comprendo.

– Por motivos evidentes de discreción, hice creer a todo el mundo que era viuda. Seguramente pensarás que soy una cualquiera y no te lo reprocho, pero…

Él le puso un dedo en los labios.

– No, jamás he pensado que seas una cualquiera, Genevieve. Hiciste lo que tenías que hacer, lo más adecuado en tales circunstancias. Y te estoy muy agradecido por contarme la verdad.

– Yo…

Simon le acarició la mejilla.

– ¿Cómo te convertiste en su amante?

Genevieve tardó unos segundos en responder.

– Mi madre era prostituta; ella no quería que yo siguiera sus pasos y ahorró hasta el último penique para pagar mis estudios. Yo tenía talento para la pintura, así que me compró todo lo necesario. Cuando cumplí los quince años, nos mudamos a Londres y ella empezó a trabajar en un burdel de la ciudad.

– ¿En un burdel?

– Sí, yo también trabajaba en aquel local, pero limpiando y preparando la comida. Allí fue donde conocí a Baxter. Lo encontré en un callejón, una mañana de invierno. Le habían dado una paliza y lo habían dejado por muerto. Yo lo llevé a mi dormitorio, cuidé de él y, milagrosamente, se recuperó.

Simon se estremeció sin poder evitarlo. Mientras él había llevado una vida de riqueza y privilegios, las personas como Genevieve y Baxter se las veían y se las deseaban para sobrevivir un día más.

Carraspeó y dijo:

– Le salvaste la vida. No me extraña que sea tan protector contigo.

– Y yo con él, porque me devolvió el favor por el procedimiento de convertirse en el hermano que no tenía. Yo seguía trabajando y pintaba en mi tiempo libre. A Claudia, la madame del burdel, le gustaban tanto mis cuadros que los expuso en la casa… hasta albergué esperanzas de convertirme algún día en una artista de verdad.

– ¿Y qué ocurrió?

– Que Claudia murió. Llegó una madame nueva y el burdel y el tipo de clientela empezaron a cambiar… para mal. A mi madre le dieron palizas varias veces. Yo estaba desesperada por sacarla de allí.

– Lo siento tanto, Genevieve…

– Desgraciadamente no teníamos muchos sitios adonde ir; sobre todo, sitios donde yo no tuviera que trabajar de prostituta y pudiera limitarme a las tareas de sirvienta. Para empeorar las cosas, la nueva madame se empeñó en que mi madre le debía dinero por todo el tiempo que había perdido en recuperarse de las palizas, y sus intereses eran tan exorbitantes que no los podíamos pagar.

– Una situación difícil -comentó él.

– En efecto. No me quedó más remedio que dejar a mi madre y buscarme un trabajo mejor pagado para intentar ayudarla. Me dieron un puesto como ama de llaves, pero tardé poco en descubrir que el señor de la casa esperaba que me acostara con él. Y supongo que lo habría hecho, porque no tenía elección. Pero un día, mi madre me llamó y me dijo que a uno de los clientes del burdel, un hombre rico y poderoso, le habían gustado mucho mis cuadros. Quería conocerme.

– El era el aristócrata del que me hablabas antes, ¿verdad?

Genevieve asintió.

– Resultó ser un hombre guapo, amable y extremadamente generoso. Ser su amante me permitió escapar de la casa donde trabajaba y sacar a mi madre del burdel.

– Entonces, también la salvaste a ella.

Genevieve sacudió la cabeza con pesar.

– Murió menos de un año después. Pero al menos, sus últimos meses fueron cómodos y agradables.

– ¿Lo amabas?

– ¿A quién? ¿A mi amante?

– Sí.

– Con el tiempo llegué a apreciarlo sinceramente. Era muy bueno conmigo. O lo fue hasta que… bueno, esa parte ya la conoces. Dejó de quererme.

– ¿Has vuelto a verlo desde entonces?

– No, ni espero verlo. Dejó bien claro que no quería saber nada más de mí, que nuestra relación quedaba rota para siempre.

– ¿Sigues enamorada de él?

Genevieve consideró la pregunta durante unos segundos y respondió:

– No, él apagó aquella llama. Aunque siempre le estaré agradecida por haberme sacado de la pobreza y haber hecho posible que mi madre saliera del burdel. Al final, resultó que el hombre a quien yo amaba no existía en realidad… si hubiera sido real, no me habría abandonado de ese modo. Pero en fin, no le culpo.

– Deberías -declaró, irritado-. El motivo que tuvo para abandonarte es tan deshonroso como egoísta en extremo.

Ella sonrió sin humor.

– Me siento halagada por tus palabras, Simon, pero dime: ¿de qué sirve una amante cuando ya no te da placer?

– Un hombre que no obtenga placer de ti, es un ciego. Y un completo idiota.

Genevieve lo miró a los ojos y le dedicó una sonrisa trémula.

– Gracias.

– ¿Qué pasó con tus cuadros?

– Seguí pintando durante muchos años, pero ahora me cuesta demasiado.