– Sabía que la caja era importante para él y decidí que si quería recogerla, tendría que venir en persona. Tardé varias horas en descubrir cómo se abría, pero pensé que Richard rompería su palabra y que no vendría personalmente a recogerla, así que saqué la carta y la escondí en la parte de atrás de un retrato viejo que está mi dormitorio. Aquí la tienes.
– Fuiste muy inteligente. No se me ocurrió mirar allí…
Simon leyó la carta y añadió:
– Está cifrada, como suponía; pero según las últimas palabras de Ridgemoor, esta carta demostrará la culpabilidad de Waverly y mi inocencia. Gracias, Genevieve. Por esto y por haberme cuidado al verme herido.
– De nada. Me disgusta terriblemente que me hayas mentido, pero quién soy yo para criticarte por ello. He mentido tanto que no estoy en posición de juzgar a nadie. Comprendo que actuaste de ese modo porque te pareció lo mejor.
Simon la miró.
– ¿Lo dices de verdad? Me gustaría que siguiéramos juntos. Te doy mi palabra de que no estaba abusando de tu confianza. Me acerqué a ti para conseguir la carta, pero luego… las cosas cambiaron y se convirtieron en otra cosa.
– Bueno, ya tienes lo que quieres.
– Sin embargo, hay algo que todavía no sabes. Algo sin importancia.
– ¿Qué es?
– No me apellido Cooper, sino Cooperstone.
– En tus circunstancias, es lógico que te cambiaras el apellido. Cualquiera habría reconocido el de tu familia.
– En efecto. Soy Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn. A tu servicio.
– Eres vizconde…
Genevieve lo dijo como si el título nobiliario le pareciera una enfermedad infecciosa.
– Sí, lo soy. Pero a la mayoría de la gente le parecería una buena noticia…
– Yo no soy como la mayoría de la gente.
Antes de que Simon pudiera hablar, la puerta se abrió y Baxter apareció en compañía de un caballero alto con aspecto de funcionario del Estado y un hombre de pelo gris que llevaba un maletín negro.
– ¿Vizconde? -preguntó el mayordomo-. ¿Es vizconde?
– Me temo que sí.
Baxter lo miró como si deseara arrancarle las tripas allí mismo, pero se contuvo.
Simon le contó al juez lo sucedido y el médico certificó la muerte de Waverly. Después, retiraron el cadáver y se dirigieron a la sala de estar, donde el doctor le examinó las heridas y lo interrogó para saber si tenía náuseas o se sentía mareado.
– ¿Cuándo podré viajar, doctor?
– La herida es leve y no ha perdido demasiada sangre, milord. En mi opinión, podría marcharse de Little Longstone hoy mismo, en cuanto lo estime oportuno. Pero recomiendo que viaje en coche y no a caballo.
– ¿Hay algún lugar donde pueda conseguir un carruaje?
– Sí, cerca de mi casa. ¿Quiere que le envíe uno?
– Se lo agradecería. Tengo que volver a Londres en cuanto pueda.
Durante su conversación, Genevieve se había mantenido junto a la ventana. Simon la miró mientras el médico le cambiaba las vendas y la encontró tan solitaria que deseo abrazarla; pero supuso que se resistiría.
Tenía que marcharse, no había otra solución. Y ella se quedaría allí.
Sin embargo, sabía que no podría olvidarla.
Genevieve miró por la ventana de la sala de estar mientras Simon le decía al doctor Bailey que debía volver a Londres enseguida. Y hasta lo encontró irónico, porque el hombre que había hablado ya no era Simon Cooper, sino Simon Cooperstone, vizconde de Kilburn.
Cerró los ojos con fuerza. Un vizconde. El destino se estaba burlando de ella. Primero, por hacerle creer que estaba a punto de morir; después, por demostrarle que se había enamorado de él; y finalmente, por robarle toda esperanza de permanecer a su lado. Todos sus sueños se habían evaporado de repente. Sabía que intentaba atrapar a un asesino y que tenía buenos motivos para comportarse de ese modo, pero eso carecía de importancia en ese momento.
Lo importante, lo verdaderamente importante, era que él era un aristócrata y ella una escritora que escribía con seudónimo. Pertenecían a mundos tan distintos que su relación resultaba imposible.
Unos segundos después, oyó su voz.
– El médico ha dicho que puedo viajar. Me marcharé a Londres en cuanto arregle el asunto de mi transporte.
– Lo comprendo.
– Tengo que irme, Genevieve. Es mi deber. Debo informar a las autoridades, entregar la carta a nuestros servicios de codificación y…
– No necesita explicarse, milord. Lo entiendo perfectamente.
Simon frunció el ceño y se acercó. Ella tuvo que hacer un esfuerzo para no retroceder. Deseaba que aquel día no hubiera llegado nunca, que él siguiera siendo un simple administrador y ella una mujer enamorada.
– Soy Simon, el mismo de siempre. No me llames milord. Quiero que sepas que nunca podré olvidar el tiempo que ha pasado contigo.
Genevieve sonrió con debilidad.
– Yo tampoco lo olvidaré… Simon.
– Genevieve, quiero volver a verte. No quiero que esto sea una despedida.
Ella sintió un pinchazo en el estómago.
– Me temo que lo es. Ya he sido amante de un noble y no voy a repetir la experiencia.
– Pero…
– Seguir con nuestra relación no serviría de nada. No duraría mucho. Yo vivo en Little Longstone y tú tienes tu vida y tu trabajo en Londres. Al final, tendrás que casarte con una mujer de tu clase para que te dé un heredero; y no estoy dispuesta a ser tu amante entre bastidores. Tenemos que despedirnos, Simon.
– Genevieve…
– Siempre te recordaré con cariño, y espero que tú me recuerdes del mismo modo. Sólo deseo que tengas una vida larga y feliz.
Durante unos segundos, Simon se limitó a mirarla sin decir nada.
– Sí, siempre te recordaré con cariño -dijo al fin-, y espero que tengas una vida mágica. Mi querida Genevieve… hazme un favor: no vuelvas a pensar nunca, bajo ningún concepto, que eres menos que perfecta.
Dicho esto, la tomó de la mano, se la besó y salió de la habitación.
La puerta se acababa de cerrar cuando ella dejó escapar las lágrimas que había contenido desde que lo vio herido en el suelo.
Capítulo Diecisiete
Las dos primeras semanas tras la marcha de Simon pasaron para Genevieve entre accesos de tristeza y paseos por los alrededores de la casa. Hasta temía acercarse al manantial; le recordaba su encuentro amoroso con Simon y no habría vuelto a él de no haber sido estrictamente necesario por motivos de salud.
Intentaba mostrarse animada delante de Baxter, pero sabía que su amigo no se dejaba engañar con tanta facilidad; de hecho, había amenazado literalmente con hacer picadillo al vizconde. Y ella lo había defendido. Simon se había portado de forma honrada con ella; hasta le había ofrecido que continuaran la relación. Pero no podía ser. En tales circunstancias, no se sentía con fuerzas de afrontar los deseos, las esperanzas y los sueños que Simon le inspiraba.
Quince días después de su marcha, alguien llamó a la puerta. Genevieve tuvo la absurda esperanza de que fuera él, pero resultaron ser Baxter y un caballero de edad avanzada que se presentó como abogado londinense.
– Tengo una carta para usted, señora Ralston -dijo el desconocido, que se apellidaba Evans-. He representado los intereses de lord Ridgemoor durante mucho tiempo. Hace un año, me pidió que guardara esta carta y que se la entregara en persona si él fallecía. Si tiene alguna pregunta al respecto y desea hablar conmigo, me alojaré en la posada del pueblo. Mañana a primera hora debo volver a Londres.
Desconcertada, Genevieve miró al caballo mientras este subía a su carruaje y se alejaba y, acto seguido, se dirigió a su dormitorio.
Una vez allí, se sentó frente al fuego y rompió el sello con manos temblorosas. La carta decía así:
Mi querida Genevieve:
Desde el día en que rompí nuestra relación, no he deseado otra cosa que volver a verte y pronunciar estas palabras en persona. Siento que te lleguen así; pero teniendo en cuenta las circunstancias, no habría otra forma.
Toda mi vida me he enorgullecido de decir la verdad; por eso me costó tanto mentirte. Porque eso fue exactamente lo que hice, mentirte, cuando te dije que ya no te deseaba. Genevieve, te he querido desde el día en que te conocí, desde que vi a la joven autora de aquellos cuadros que me llegaron al alma. Te he amado desde que te toqué por primera vez, con un amor que jamás he sentido por nadie más. Sé que te hice daño cuando te rechacé, y sólo puedo decir en mi defensa que aquello estuvo a punto de matarme de dolor.
Pero debía hacerlo. Había recibido amenazas de muerte y sabía que, si permanecía a tu lado, tú también estarías en peligro. Habrías sido el objetivo perfecto para mis enemigos; ellos sabían que habría hecho cualquier cosa por ti, que habría dado incluso mi vida de ser necesario, y no habrían desaprovechado esa oportunidad.
De haber sido posible, me habría separado de ti de otra manera; sin embargo, era consciente de que la ruptura debía ser brusca y lo suficientemente injusta como para que no intentaras seguirme. Fue lo más duro que he hecho en mi vida, y si no hubiera recibido más amenazas de muerte, es probable que me hubiera rendido y que hubiera aparecido en tu casa de Little Longstone para rogarte que me perdonaras. Sólo quiero que sepas que no ha pasado ni un día, no, ni un simple momento sin que no te extrañara, no te deseara y no te amara con todo mi ser.
Ya no estoy aquí para poder asegurar tu bienestar físico, pero al menos puedo garantizarte el financiero. He abierto una cuenta a tu nombre en el Banco de Inglaterra; los detalles los tiene mi abogado, el señor Evans, que te ayudará con ello y con cualquier otra cosa que necesites.
Me gustaría poder hacer más. Y sobre todo, me gustaría estar contigo ahora y siempre.
Gracias por amarme, mi querida Genevieve, y por permitir que te amara. Fuiste la alegría de mi vida, y sólo te deseo lo mejor. Espero que puedas perdonarme.
Tuyo,
Richard.
Genevieve miró la carta con ojos llenos de lágrimas. Richard la amaba. Siempre la había amado. Sólo se había marchado porque temía por su vida.
El alivio de descubrir hasta qué punto se había equivocado con él, se mezcló con el dolor por su muerte y la tristeza. Dejó la carta a un lado, hundió la cara entre las manos y siguió llorando. No supo cuánto tiempo estuvo así, pero al final, cuando las lágrimas se secaron en sus ojos, la amargura y la tensión del último año habían desaparecido y sólo quedaba un sentimiento de paz y de gratitud hacia Richard.
Ahora podía seguir con su vida. O casi, porque se había enamorado otra vez. Y de un hombre al que no podía amar.
Las dos semanas siguientes no pasaron ni más rápida ni más fácilmente que las dos anteriores. Pero las miradas de preocupación de Baxter se volvieron más excepcionales, así que llegó a la conclusión de que estaba mejorando sus dotes de actriz.
Exactamente un mes y dos días después de la marcha de Simon, decidió que su congoja ya había durado el tiempo suficiente. El día había amanecido fresco y soleado, y se dijo que era un buen día para volver a reír. Iría al manantial y luego escribiría un buen rato. Pero antes, releería la Guía para damas. Había llegado el momento de que se aplicara sus propios consejos.
Tras un desayuno delicioso a base de huevos, jamón y bollitos de Baxter, dio un beso entusiasta a su amigo y se dirigió al vestíbulo.
– Me alegra que sonrías otra vez, Gen.
– Y yo también, Baxter. Estaré fuera alrededor de una hora. ¿Por qué no te acercas al pueblo? Si no recuerdo mal, la señorita Winslow suele pasar por la carnicería a estas horas…
Baxter se ruborizó.
– No lo sé. Aunque ahora que lo dices, nos vendría bien un poco de panceta.
– Una idea excelente.
Satisfecha, salió de la casa. No dejaba de sonreír y de repetirse que aquel día iba a ser feliz, y ya se había convencido cuando llegó a las rocas que rodeaban el estanque de aguas termales y vio que su santuario estaba ocupado.
Su sonrisa desapareció al instante.
Simon estaba junto al agua, vestido con una capa azul oscuro bajo la que se atisbaba una chaqueta del mismo color, una camisa blanca como la nieve, un pañuelo y unos pantalones de montar. Sus botas negras brillaban, aunque la izquierda mostraba señales inconfundibles de mordeduras de perro. En una mano sostenía a Belleza, lo cual no debía de resultar fácil porque el animal se puso a ladrar y a agitarse en cuanto la vio; en la otra, un ramo enorme de rosas.
Sus miradas se encontraron enseguida, y todos los sentimientos que Genevieve había enterrado durante el mes anterior salieron a la superficie y la dominaron de nuevo: la nostalgia, el deseo, el amor.
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