Estaba completamente vacía.

Frunció el ceño, metió los dedos en su interior e hizo una mueca de disgusto; obviamente, la señora Ralston había sacado la carta de la caja.

Tras comprobarla de nuevo para asegurarse de que no había pasado por alto ningún compartimento secreto, la cerró y la devolvió a su sitio mientras se preguntaba dónde la habría metido y por qué la habría sacado de allí. Cada vez sospechaba más de aquella mujer, pero seguía sin saber qué papel desempeñaba en el círculo mortal que se cerraba implacablemente sobre él.

Miró a su alrededor y caminó hacia la mesita de noche. Sostenía un jarrón de cristal con unas cuantas flores, una lámpara de aceite y un libro, de un autor llamado Charles Brightmore, cuyo título leyó: Guía para las damas sobre la obtención de la felicidad personal y de la satisfacción íntima.

Le pareció un descubrimiento interesante porque, durante su búsqueda por la biblioteca de la casa, había visto otro ejemplar idéntico. Simon recordaba vagamente que la obra había causado gran revuelo en su momento, y le extrañó que la señora Ralston poseyera dos ejemplares.

Alcanzó el libro y lo abrió con la esperanza de que la carta estuviera en su interior, pero fue en vano. Y ya estaba a punto de cerrarlo cuando leyó una frase que le llamó la atención: Cómo atar a un hombre.

Se giró hacia la ventana para tener más luz y se rindió a su curiosidad.


La mujer moderna no dudará en insistir para obtener lo que desea, tanto en la sala de estar como en el dormitorio. Aunque ello implique atar a su hombre. De hecho, atarlo en el dormitorio tendrá casi inevitablemente unos resultados fascinantes que…


Simon arqueó una ceja. Se había equivocado al suponer que aquella guía sólo contendría información sobre moda y etiqueta.

– No me extraña que se organizara un escándalo con el libro -murmuró.

Una imagen conquistó su mente en ese momento. Se vio atado a los postes del cabecero de la cama con cintas de seda. No podía distinguir el rostro de su captor, pero su voz sonó rasgada y sensual, llena de promesas, cuando susurró: «Vas a darme todo lo que quiero».

Simon parpadeó y la imagen se desvaneció enseguida, dejándolo perplejo y más que ligeramente excitado.

Incapaz de contenerse, pasó página y siguió leyendo.


La mujer moderna debe comprender la importancia de la moda en su búsqueda de la satisfacción íntima. Hay momentos para llevar un vestido elegante, momentos para ponerse un negligé y momentos para no llevar nada en absoluto.


Simon se detuvo. Otra imagen se materializó en su imaginación. Era la misma mujer que lo había atado a la cama; y aunque su cara continuaba oculta en la oscuridad, se bajó las tiras de su negligé y dejó que la prenda de satén cayera al suelo, mostrándose totalmente desnuda. Con los pezones endurecidos y un destello de luna en el vello pálido de su pubis, caminó lentamente hacia él, moviendo las caderas. «¿Dónde has estado?», murmuró. «Te he estado esperando».

Simon sacudió la cabeza para borrar la imagen.

No le extrañó demasiado que el libro tuviera tal efecto en él. Nunca había leído nada tan atrevido, aunque desde luego era la primera vez que leía una guía para damas.

Mientras intentaba recobrar su buen juicio para dejar el libro donde lo había encontrado y seguir con su búsqueda, se encontró pasando otra página. Pero justo entonces, oyó el sonido inconfundible de una puerta que se abría y se cerraba a continuación. Acababa de meterse en un buen lío.

– Hola, dulce Sofía. ¿Me has echado de menos?

La voz que sonó era femenina y muy suave. Sofía, que resultó ser el nombre de la gata, ronroneó.

– Yo también te he echado de menos. Pero tendremos que dejar los juegos para mañana; estoy agotada y necesito dormir.

Ciertamente, Simon tenía un buen problema.

Capítulo Dos

Molesto por haberse distraído de un modo tan impropio de él, Simon dejó el libro donde lo había encontrado y miró a su alrededor.

Sólo había dos salidas posibles: la puerta, que no era una opción viable, y una de las dos ventanas, que tampoco lo eran porque había demasiada altura; además, no podría cerrar por fuera y ella sabría que alguien había entrado en la casa. Aunque lo descubriría de todas formas si no encontraba un escondite rápidamente.

Maldijo a la mujer por tener ventanas en lugar de balcones, como en el piso de abajo, y por haber regresado demasiado pronto.

Desestimó el biombo y el armario, que seguramente usaría cuando quisiera prepararse para dormir, y caminó con presteza hacía la estatua de la esquina. Acababa de ocultarse entre las sombras de su parte posterior cuando la puerta del dormitorio se abrió.

Simon se quedó muy quieto y rezó para que se acostara y se quedara dormida enseguida. Ella caminó hasta la mesita de noche y encendió la lámpara de aceite. Después, ya iluminada por el suave destello dorado, se retiró la capucha de la capa oscura que llevaba.

Simon parpadeó, sorprendido. La señora Ralston era mucho más joven de lo que había imaginado. Según su información, había dejado de ser amante de Ridgemoor un año antes, cuando él dio por terminada la relación que mantenían. Naturalmente, pensó que sería una mujer de cierta edad y que él la habría abandonado cuando ella perdió su belleza. Por otra parte, el conde tenía más de cincuenta años al morir; si Ralston había estado a su lado durante una década, era lógico pensar que tendría, como poco, cuarenta y tantos. Pero no aparentaba más de treinta, si es que llegaba.

Y desde luego, no había perdido su belleza.

La mujer que estaba ante él era de pómulos altos y labios grandes. Resultaba exótica y delicada a la vez. Simon no podía ver el color de sus ojos, pero a tenor de su piel de porcelana y de su cabello dorado, se los imaginó azules y se preguntó si serían azul cielo de verano, azul tormenta en el mar o azul hielo.

Toda referencia al hielo se desvaneció en el instante en que se quitó la capa. Debajo sólo llevaba una camisa, una camisa mojada que se ajustaba a su cuerpo como si la hubieran pintado sobre su piel con pintura transparente.

Se quedó sin respiración y durante unos segundos, olvidó dónde se encontraba, quién era ella y lo que estaba en juego. Su conciencia le devolvió inesperadamente la razón y le indicó que el honor y el sentido de la decencia exigían que apartara la mirada; pero en lugar de escucharla, la devolvió a las profundidades remotas de su mente y mantuvo los ojos en su cuerpo. A fin de cuentas, era sospechosa de asesinato. Por motivos que aún debía descubrir, había sacado la carta de la caja, la carta que podía salvarle la vida. Era fundamental que la vigilara y averiguara todo lo posible sobre ella.

Aquella prenda se apretaba tanto contra su piel que, ciertamente, estaba descubriendo muchas cosas. La mirada de Simon descendió sobre sus grandes senos, de pezones duros, y siguió por la curva de su cintura y por sus caderas generosas hasta llegar al vello del pubis, dorado como el de su cabeza., y a unas piernas exquisitas.

Era obvio que la señora Ralston había estado en el manantial de aguas termales de su propiedad. La ciencia afirmaba que eran buenas para el cuerpo, y ella era una demostración categórica.

Cuando vio que se humedecía los labios, clavó los ojos en ellos y se preguntó si eran tan grandes siempre o si estaban algo hinchados porque se había estado besando con alguien. A una mujer como aquélla no le faltarían pretendientes. Seguramente tendría un amante; tal vez su vecino artista o, quizá, si verdaderamente había participado en el asesinato de Ridgemoor, un cómplice.

Sin pretenderlo, se imaginó entrando en el manantial con ella.

– Miau…

El maullido de la gata lo devolvió a la realidad. Sofía corrió hacia él y se restregó contra sus piernas, demostrando ser tan inoportuna como su dueña.

Al verla, la señora Ralston se acercó y Simon contuvo la respiración; no sólo porque corría grave peligro de que lo descubriera, sino porque era tan increíblemente bella que no podía pensar. A lo largo de su vida había sufrido muchas tentaciones, pero ninguna como la visión de Genevieve Ralston mojada y prácticamente desnuda.

Bajó la mirada y se llevó un disgusto añadido al contemplar su erección. Era lo único que le faltaba. Si lo descubría, sería una situación muy humillante para él.

Pero había algo que no entendía en absoluto. Ridgemoor debía de estar loco para romper su relación con semejante dama; sólo se le ocurría que ella lo hubiera traicionado de algún modo. Simon sabía por experiencia que las mujeres podían ser criaturas extraordinariamente pérfidas, y no creyó ni por un momento que una mujer de tal calibre se retirara al campo para llevar una vida tranquila.

En cualquier caso, Genevieve Ralston poseía una información vital para él y para otras muchas personas. Incluso cabía la posibilidad de que hubiera sacado la carta de la caja porque se sentía culpable de la muerte del conde.

Ella dejó la capa en una mecedora, junto a la chimenea, y él contuvo nuevamente la respiración. Ahora estaba tan cerca de él que la habría podido tocar si hubiera estirado un brazo.

– ¿Qué haces en esa esquina, Sofía? -preguntó-. Espero que no hayas encontrado un ratón.

La gata se apartó de las botas de Simon y caminó hacia su dueña, que la acarició, se acercó al tocador y sacó una camisa limpia de un cajón mientras el felino saltaba a la cama y se acomodaba en mitad de la colcha. Simon suspiró, aliviado, y notó que la mujer había dejado un aroma en el ambiente; el aroma a rosas del frasquito que había examinado poco antes.

De espaldas a él, se bajó la camisa tan lenta y sinuosamente que Simon apretó los puños. Hasta entonces había logrado controlar su reacción física, pero perdió la batalla por completo cuando ella se agachó a recoger la prenda y le mostró una imagen directa y libre de obstáculos de su trasero y de sus encantos femeninos. La visión fue tan impactante que destrozó su concentración y borró cualquier otro pensamiento de su mente, incluido el temor a que lo declararan culpable del asesinato del conde y lo condenaran a la horca.

Mientras apretaba los dientes y contenía un gemido, ella alzó los brazos para meterse la camisa nueva y caminó hasta el armario, del que sacó una bata de satén que se puso. La suave tela se pegaba a sus curvas como una segunda piel, pero al menos la cubría. Simon cruzó los dedos para que se metiera de una vez en la cama.

Pero en lugar de eso, volvió al tocador, se puso crema en las manos y empezó a frotárselas, haciendo gestos de dolor de vez en cuando, como si tuviera alguna herida. Después, abrió el cajón superior y sacó un par de guantes. Aquello desconcertó a Simon. Jamás se le habría ocurrido pensar que las mujeres se pusieran guantes para ir a la cama. Cuando se acostaba con alguna, estaba demasiado ocupado o demasiado ahíto como para plantearse cuestiones mundanas sobre los guantes y las cremas de manos.

Su esperanza de que la señora Ralston se marchara a dormir finalmente se esfumó cuando se llevó las manos a la cabeza, retiró las horquillas y se soltó una melena de rizos rubios que le llegaba hasta la cadera. De inmediato, sin poder hacer nada para impedirlo, se imaginó acariciando aquel cabello y envolviéndoselo alrededor de su cintura.

Irritado consigo mismo, cerró los ojos para desvanecer la imagen y se preguntó qué le estaba pasando. Entretenerse con fantasías en mitad de una misión era un error grave, que resultaba completamente inaceptable cuando el sujeto de tales fantasías era una mujer que podía estar implicada en un asesinato.

Genevieve Ralston gimió. Simon abrió los ojos y descubrió que se había recogido el pelo en una coleta y que la estaba atando con una cinta de color azul. Antes de que pudiera preguntarse por el motivo de su gemido, ella se levantó y caminó hacia él.

Todos sus músculos se tensaron. Pensó que habría detectado su presencia, que habría notado que la estaban observando.

Si efectivamente lo había descubierto, no tendría más remedio que sojuzgarla. Pero la idea de tocar a esa mujer le resultó tan excitante que su cerebro le gastó una mala pasada; en lugar de sojuzgarla a ella, imaginó que ella lo ataba a él, con cintas azules, a los postes de la cama.

Al parecer, la lectura de aquella guía para damas lo había trastornado gravemente.

Para alivio de Simon, la señora Ralston se detuvo y se sentó frente al escritorio. Por desgracia, su alivio duró tan poco como lo que tardó ella en encender una vela, cuya luz se extendió hacia él y lo obligó a moverse para seguir oculto a la sombra de la estatua.

No tardó en descubrir lo que pretendía hacer. Sacó una hoja de papel de vitela y alcanzó una pluma. Era evidente que se disponía a escribir una carta, lo cual le pareció extremadamente sospechoso a esas horas de la noche.