Escribió durante varios minutos, hasta que sus movimientos se fueron haciendo más lentos; entonces frunció el ceño, apretó los labios y se inclinó sobre el papel como si intentara concentrarse. Sin embargo, Simon notó que su posición se debía a otra cosa; ahora sostenía la pluma de forma extraña y, de hecho, dejó de escribir un momento y dobló lentamente sus dedos enguantados como si le dolieran. Cabía la posibilidad de que hubiera sufrido algún tipo de accidente.
Siguió con la carta un par de minutos más, devolvió la pluma a su sitio y secó la tinta. Tras introducir el papel en un cajoncillo, sopló la vela, se levantó y caminó hacia la cama. Una vez allí, se quitó la bata, apagó la lámpara de aceite, apartó la colcha y se acostó. La gata alzó la cabeza, pero enseguida volvió a acurrucarse.
Cuando la señora Ralston cerró los ojos, Simon pensó que parecía un ángel inocente. Sin embargo, había aprendido que las apariencias engañaban.
Al cabo de un rato, su respiración se volvió lenta y regular. Él esperó unos minutos más para asegurarse y, sólo entonces, salió de su escondite y abandonó la habitación. Mientras cerraba la puerta a su espalda, se prometió que no solamente encontraría la carta sino que también descubriría todos los secretos de Genevieve Ralston.
Sobre todo, si dichos secretos estaban, relacionados con un asesinato.
Capítulo Tres
Londres es intenso y apasionante, y el matrimonio es maravilloso. Sólo te echo de menos a ti, mi querida amiga. Ojalá pudieras venir a visitarme…
Las palabras de la carta se difuminaron entre las lágrimas de Genevieve Ralston, pero se secó rápidamente los ojos cuando oyó pasos en el corredor. Baxter, su mayordomo gigante, entró poco después en el dormitorio.
– Discúlpame. Sólo quiero informarte de que…
El criado se detuvo de repente y frunció el ceño.
– ¿Qué te ocurre? -añadió.
Antes de que Genevieve pudiera responder, Baxter bajó la mirada y observó la carta que aún sostenía en las manos.
– Comprendo. Echas de menos a tu amiga, lady Catherine.
Genevieve sacó fuerzas de flaqueza y sonrió débilmente.
– Sí, un poco -dijo.
El hombre la miró como si ella fuera de cristal y no pudiera ocultarle ningún secreto.
– Más que un poco. No has sido la misma desde que se casó y se mudó a Londres. Pero ya han pasado seis meses -le recordó-. Me disgusta verte tan triste.
– No estoy triste.
Genevieve se acercó al escritorio y guardó la carta.
Era cierto. Se sentía sola. Antes de que Catherine se mudara a Londres, apenas pasaba un día sin que se vieran.
Su ausencia le había afectado poderosamente porque las horas que antes estaban llenas de risas, conversaciones y confidencias, ahora lo estaban de silencio, soledad y exceso de introspección; tenía demasiado tiempo libre y lo dedicaba a pensar en Richard y en el dolor de haber sido apartada de él después de diez años. Además, la llegada de la caja de alabastro sólo había servido para empeorar las cosas; al igual que la nota críptica que contenía:
Sois la única en quien puedo confiar. Guardad esto bien e iré a buscarlo tan pronto como pueda.
La breve misiva del conde la había dejado perpleja y enfadada; fue como si le hubiera dado un bofetón. No entendió que le enviara la caja a ella en lugar de a su nueva y más joven amante. Todavía recordaba su mirada de disgusto cuando le vio las manos en su último encuentro y se negó a tocarla; dos días más tarde, Richard puso fin a su relación sin el valor ni la decencia suficientes para decírselo en persona: se limitó a enviarle una nota y una suma importante de dinero, como si el dinero pudiera borrar el dolor y la humillación.
Incluso ahora, cuando ya había pasado un año, Genevieve seguía sin poder creer que fuera un hombre tan insensible. El conde le había dicho que la amaba; y ella le correspondía, aunque había tardado algún tiempo. Al principio, su relación fue una simple aventura que Genevieve agradecía porque la había sacado de una situación desesperada. No es que tuviera intención de ser la amante de nadie; pero a falta de otras opciones, la propuesta de Richard fue casi un milagro.
Cuando la aceptó, sólo sabía de él que era rico, atractivo y que la deseaba. No tardó en descubrir que también era atento, generoso e inteligente, lo cual agradeció; un hombre adelantado a su tiempo que se preocupaba por los sufrimientos de los menos afortunados y que quería cambiar las leyes para ayudar a los pobres.
Genevieve se enamoró rápidamente de su encanto, pero su forma fría y despiadada de librarse de ella le mostró un aspecto de su personalidad que nunca había visto. Se sintió tan despreciada que no volvería a tener ningún amante; especialmente, si era noble y rico. Si otro aristócrata volvía a mirarla con deseo, ordenaría a Baxter que se encargara de él.
En su enfado, Genevieve había sacado la carta que encontró en la caja con la intención de quedársela si Richard no iba a buscarla en persona. La había leído, y no alcanzaba a entender que unas palabras tan inocuas pudieran ser de importancia; tal vez incluyeran algún tipo de código, pero ni podía descifrarlo ni le interesaba en absoluto. Richard tendría que ir a su casa si pretendía recuperarla. Tendría que enfrentarse a ella y hablarle cara a cara. Era lo mínimo que debía hacer tras diez años de amor.
En el fondo, aún albergaba la esperanza de que se arrepintiera y volviera con ella; pero por otra parte, sabía que esa época de su vida había concluido. Gracias al apoyo financiero del conde, ahora tenía la casa de campo y un santuario para ella y para Baxter.
– Maldita sea -murmuró Baxter, sacudiendo la cabeza-. Te conozco mejor que nadie. Sé de tu tristeza y no puedo hacer nada por ayudarte. De buena gana me encargaría de que ese canalla del conde se llevara su merecido; así es como los ricos y poderosos tratan a los demás, sin respeto y sin más preocupación que sus propias necesidades.
Genevieve se sintió culpable por haber permitido que la viera tan deprimida. Baxter era el mejor de sus amigos y la cuidaba como si fuera una de las joyas de la Corona. Se conocían desde la adolescencia y se querían como hermanos; él le estaba muy agradecido porque le había salvado la vida a los quince años, cuando lo arrojaron a un callejón, dándolo por muerto, y ella cuidó de él y lo alimentó hasta que recobró la salud.
– Estoy bien, Baxter. Admito que me siento un poco sola, pero me acostumbraré. No te preocupes por ello -afirmó.
– Las lágrimas de tus ojos dicen otra cosa.
La voz de Baxter sonó tan seca que cualquier otra persona se habría asustado. Nadie salvo ella podía imaginar que aquel hombre calvo y enorme, de muslos anchos como troncos y puños como jamones, fuera dulce como un gatito y cocinara los mejores bollos de todo el reino; pero ciertamente, también sabía romper el cuello a un hombre si se presentaba la necesidad.
Genevieve se sentía protegida con él. Una mujer sola debía andarse con cuidado; sobre todo, si estaba en posesión de secretos tan peligrosos como los suyos.
– Son lágrimas de felicidad… por Catherine; se nota que en Londres es feliz. Pero dejemos ese asunto de una vez; ¿de qué querías hablarme?
Baxter la miró como si no estuviera dispuesto a cambiar de conversación. Sin embargo, comprendió que Genevieve había cerrado esa puerta y contestó:
– Ese hombre está aquí. Ha preguntado si te encuentras en casa.
– ¿Hombre? ¿Qué hombre?
– El que alquiló la casa del doctor Oliver.
Genevieve se acordó enseguida. Baxter siempre estaba al tanto de lo que sucedía en Little Longstone, que no era mucho, y le había mencionado que el médico se había marchado del pueblo tras recibir una herencia y que había puesto su casa en alquiler.
Baxter le dio vina tarjeta y ella la leyó. Pertenecía a un tal Simon Cooper, cuya dirección, impresa bajo el nombre, se encontraba en un barrio de Londres perfectamente respetable, aunque no rico.
Aunque no había nada fuera de lo común en ello, sospechó de inmediato. En muy poco tiempo habían llegado dos desconocidos a la zona; primero el señor Blackwell, un artista, y ahora, Simon Cooper. La posibilidad de que aquel hombre sospechara algo, de que hubiera descubierto sus actividades, la preocupó tanto que Baxter lo notó.
– ¿Crees que ha venido por lo de Charles Brightmore?
Genevieve se estremeció al oír el nombre de su nom de plume, de su seudónimo.
– ¿Y tú?
Baxter se rascó la calva.
– No me parece probable. Ya nos ocupamos de ese asunto hace meses, cuando se publicaron aquellos artículos en la prensa. Todo el mundo sabe que Charles Brightmore se ha marchado de Inglaterra y nadie vendría a buscarlo aquí. Pero si ese individuo mete las narices donde no le llaman, puedes estar segura de que se las partiré. No permitiré que te hagan daño, Gen.
Genevieve se sintió más aliviada.
– Lo sé, lo sé. Y estás en lo cierto… todos creen que Brightmore ha salido de Inglaterra y que no tiene intenciones de volver.
Su criado asintió.
– No obstante, debemos ser cuidadosos. Aunque añado que ese hombre no tiene aspecto de investigador; se comporta más bien como un pretendiente. Ha dicho que quiere presentarte sus respetos porque será nuestro vecino durante dos semanas -explicó, flexionando sus dedos gigantescos-. He sentido la tentación de darle una buena patada y echarlo de la casa; pero dado que estás un poco sola, me ha parecido que su compañía te podría animar.
– Procura no dar patadas a nadie, salvo que sea absolutamente necesario -dijo ella con seriedad-. ¿Ha traído algún regalo?
– Un ramo de flores -contestó, sonriendo-. Ese tipejo debería saber que una mujer como tú merece bastante más. Diamantes, por ejemplo.
Genevieve rió.
– Y por supuesto, tú nunca sospecharíais de un hombre que se presentara en mi casa por primera vez con unos diamantes como regalo.
Baxter asintió con timidez.
– Sí, supongo que tienes razón, pero no debes confiar en nadie. Habrá oído que una mujer preciosa vive sola en esta casa y lo primero que ha pensado es llevarle unas flores y cortejarla.
– Dudo que debamos preocuparnos por eso.
Genevieve bajó la vista y se miró las manos. Los médicos le habían dicho que la enfermedad que la afligía se llamaba artritis; ella no la consideraba una enfermedad sino una maldición, porque le había robado al hombre que amaba, el hombre que no había soportado la visión de aquel defecto. En cualquier caso, carecía de importancia. Aunque otros hombres la encontraran atractiva, no volvería a permitir que le rompieran el corazón.
– ¿Qué aspecto tiene el señor Cooper? -preguntó.
Baxter la miró a los ojos y frunció el ceño.
– Aspecto de cretino que merece que lo echen a patadas.
– Ya veo. ¿Y qué flores ha traído?
– Rosas.
Genevieve se alegró mucho. Eran sus flores preferidas, aunque el señor Cooper no podía saberlo.
En circunstancias normales, le habría pedido a Baxter que le dijera que no se encontraba en casa. Llevaba una vida tranquila y, excepción hecha de sus visitas ocasionales al pueblo o de la aparición de alguno de sus amigos, prefería mantenerse al margen de la sociedad. Sin embargo, Catherine se había marchado y las circunstancias habían dejado de ser normales. Un vecino con un ramo de rosas no era exactamente la visita más apetecible del mundo, pero al menos contribuiría a romper el tedio, el vacío y la monotonía de su existencia actual.
– Que pase -ordenó.
Baxter salió del dormitorio y ella se levantó y caminó hasta la ventana, desde donde contempló las hojas doradas que el viento arrastraba a su paso. Si Catherine no se hubiera marchado, estarían juntas en los jardines y se dedicarían a charlar sobre las flores que se debían podar en aquella época y las que podían plantar a la primavera siguiente. Además, faltaba poco para que Little Longstone celebrara su festival de otoño.
Suspiró y su aliento empañó el cristal. Limpió la condensación y se obligó a contener la envidia que sintió durante un instante. Se alegraba sinceramente de la felicidad de Catherine. Ya se acostumbraría a la soledad. Tenía a Baxter y a Sofía. Y hoy, también al señor Cooper. Sería mejor que se contentara con ello y no esperara demasiado.
Supuso que su visita sería un anciano decrépito de los que se retiraban a Little Longstone para disfrutar de los beneficios de las aguas termales, también presentes en la antigua propiedad del doctor Oliven. Sin embargo, eso era mejor que nada. Su gata sabía escuchar, pero no era buena conversadora. Al menos tendría con quien hablar.
Un segundo después oyó la voz de Baxter. Como siempre que se encontraban en público, se abstuvo de tutearla:
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