– Tu jefe te está buscando -le dijo a Kelly. No había calidez alguna en aquellos ojos azules. Era tan frío con ella como los McCafferty lo habían sido siempre.

– ¿Espinoza?

– Sí. Está en el cuarto piso.

– Gracias. Necesitaré volver a hablar con todos otra vez -anunció Kelly.

– Ya sabes dónde encontrarnos -concluyó Matt.

Kelly sintió la mirada de él sobre la espalda mientras se dirigía a la escalera. Respiró profundamente y se obligó a apartarlo de sus pensamientos. Decidió que ni podía ni pensaría en él más allá de como hermano de una víctima. Nada más.

Subió los escalones de dos en dos. A pesar de que ninguno de los McCafferty se lo creyeran, estaba decidida a descubrir quién había sacado a Randi McCafferty de la carretera y, al ver que eso no la mataba, había tenido el valor de entrar en un hospital para tratar de finalizar el trabajo.

Kelly se moría de ganas por encontrar a aquel canalla. Quería resolver aquel caso porque necesitaba asegurar el bienestar de Randi y porque quería demostrarle su valía a Matt McCafferty.

Cuatro

– Es decir, que la policía no tiene nada -dijo Thorne a la mañana siguiente con una taza de café en las manos. Tenía la pierna mala sobre un taburete y sentaba sentado a la misma mesa en la que habían rezado, comido y peleado cuando eran niños. Lo único diferente era que John Randall ya no se sentaba a la cabecera de aquella mesa cerca de la ventana, donde podía apoyar el codo sobre el alféizar y tomarse un café mientras observaba el inmenso terreno del rancho que tanto amaba.

No era que a Matt le importara, pero, en cierto modo, resultaba extraño que el viejo no estuviera.

– Creo que la policía no tiene ni idea de quién anda detrás de estos ataques…

– Maldita sea…

La ira se reflejó en los ojos de Thorne. Matt comprendió que su hermano mayor estaba maldiciendo en silencio a su pierna rota por obligarlo a permanecer en la casa. Aquello era algo que Thorne era incapaz de soportar. Necesitaba estar al mando, controlarlo todo, tomar decisiones.

– ¿Ha tenido alguien noticias de Striker? -gruñó.

– No desde hace un par de días -comentó Matt. Estiró los brazos por encima de su cabeza y bostezó. No había podido descansar bien aquella noche. No había podido dejar de pensar en su hermana y en el hijo de ésta. Tampoco en cierta oficial de policía pelirroja, que parecía decidida a infiltrarse en sus sueños y a mantenerlo despierto por la noche. Cuando se despertó aquella mañana, se había dirigido inmediatamente a la ducha y había abierto el grifo del agua fría para poder borrar todas las imágenes de su pensamiento… y de su cuerpo. No podía entender por qué se sentía tan atraído por Kelly Dillinger. Era policía. No exactamente su tipo.

Matt acababa de terminarse su taza de café cuando Juanita entró por la puerta de atrás. El aire frío recorrió toda la estancia y Harold pudo encontrar su lugar favorito sobre la alfombra que había debajo de la mesa. Con gesto ausente, Matt se inclinó sobre el viejo perro y comenzó a rascarlo entre las orejas.

– Dios, hace mucho frío ahí fuera.

– Tienes razón, Juanita -afirmó Matt. Él ya había ido fuera, al granero y a los establos para alimentar a los animales. A continuación, había llamado a Mike Kavanaugh, su vecino, para asegurarse de que todo iba bien en su propio rancho. Mike volvió a preguntarle a Matt si quería venderle el rancho, pero este último se resistió. Había luchado mucho para tener su propio rancho. Además, su estancia en el Flying M era temporal, sólo hasta que las cosas se calmaran, Thorne estuviera completamente recuperado y Randi hubiera salido del hospital. Entonces, se marcharía de Grand Hope y dejaría atrás toda posible fascinación que pudiera sentir por Kelly Dillinger.

– Tú mencionaste que Randi estaba escribiendo un libro -le dijo Thorne a Juanita mientras ésta se iba quitando varias capas de abrigos y jerséis.

– Sí -admitió la mujer mientras colgaba las prendas que se quitaba de unos ganchos cerca de la puerta trasera y se atusaba el cabello.

– ¿Tú lo viste?

– No.

– ¿Pero estás convencida de que existe? -preguntó Matt mientras volvía a llenarse la taza de café.

– Ella me lo aseguró la última vez que estuvo aquí -respondió Juanita. Se sirvió también una taza de café y dio un largo trago. Entonces, dejó su taza sobre la encimera y comenzó a buscar en la alacena-. La señorita Randi estuvo trabajando en ese libro durante muchas horas, sentada en el sofá del salón.

Thorne miró a Matt, que estaba apoyado contra la encimera al lado de la cafetera.

– ¿Y dónde está su ordenador portátil?

Juanita soltó un bufido desde las profundidades de la alacena.

– ¿Y cómo voy a saberlo yo?

– Tal vez Kurt lo encuentre -le dijo Matt a su hermano.

– Si es tan bueno como Slade dice que es… -comentó Thorne. En aquel momento, Juanita salió de la alacena, se terminó su café, se puso un delantal y se lo ató a la cintura.

– Él descubrió que había habido otro vehículo implicado en el accidente de Randi antes de que lo hiciera la policía -señaló Matt-. Yo apuesto por él.

Justo en aquel momento, mientras Juanita se disponía a empezar a cocinar, las dos gemelas entraron en la cocina. La dura expresión del rostro de Thorne se suavizó inmediatamente cuando las dos niñas aparecieron por la puerta.

– Me estaba preguntando cuando os ibais a despertar vosotras -dijo, con una carcajada.

– ¡El bebé estaba llorando! -exclamó Molly arrugando la nariz y colocándose las manos sobre las orejas.

Mindy, que se había sentado sobre el regazo de Thorne, copió a su hermana y se colocó las regordetas manitas a ambos lados de la cabeza. Comenzó a hacer gestos como si hubiera probado algo asqueroso.

– No hacía más que llorar y llorar…

En aquel momento, Nicole entró en la cocina con el pequeño J.R. en brazos. Aún estaba medio adormilada e iba arrastrando los pies por el suelo de la cocina

– Nos hemos levantado -dijo, con un bostezo-, tanto si queremos como si no.

Iba vestida con una bata blanca y unas zapatillas de color rosa. Tenía el cabello revuelto y el rostro sin maquillar, pero irradiaba una belleza serena que le provenía de su interior. Thorne se sentía cautivado. Jamás en un millón de años se habría imaginado Matt que su hermano mayor, el duro y decidido hombre de negocios completamente dedicado a ganar dinero, podría ser capaz de enamorarse y sentar la cabeza. Sin embargo, la doctora y las dos gemelas le habían robado el corazón.

– Yo me ocuparé del bebé -se ofreció Thorne.

Nicole sacudió la cabeza y sonrió.

– Ya tienes las manos llenas -replicó ella señalando las gemelas. Thorne las tenía a las dos sobre el regazo en aquellos momentos.

– Venga, siéntate. Tómate una taza de café. Yo me haré cargo -dijo Matt. Tomó en brazos a su sobrino. Unos ojos muy brillantes lo miraron con cierta alarma-. No te preocupes. Por muy torpe que parezca, no te dejaré caer, aunque, efectivamente, soy un completo idiota en lo que se refiere a los cuidados de un bebé.

– Pues sí que le estás dando confianza -observó Nicole mientras se servía su café-. Eh, chicas, ¿os apetecen unas tortitas?

– ¿Con arándanos y sirope de arce? -preguntó Molly.

– Bueno, con sirope de arce, seguro. No sé si hay arándanos.

– En el congelador. Voy a por unas cuantas -dijo Juanita mientras se secaba las manos y entraba en una pequeña habitación al lado de la alacena.

– ¿Y tú quieres lo mismo? -le preguntó Nicole a su otra hija. Mindy asintió vigorosamente.

– Zí.

– Muy bien -dijo Thorne.

Matt se preguntó sobre Thorne y su recién adquirida familia. Parecía funcionar a la perfección. Estaba completamente loco por aquellas niñas y por Nicole y se comportaba como si ella fuera la única mujer en todo el planeta para él.

A Matt le costaba creerlo. Durante años, Thorne había evitado el matrimonio como si fuera la peste, a pesar de que muchas mujeres hermosas e inteligentes se habían fijado en él como posible esposo. Él nunca se había sentido interesado y, ciertamente, no se había comprometido. Hasta que llegó Nicole. Entonces, todo había cambiado.

Se acomodó en una silla. No podía culpar a Thorne. Nicole era hermosa, inteligente, ambiciosa y una madre fantástica. Un buen partido.

Sin aviso alguno, la imagen de Kelly Dillinger se le coló en el pensamiento. Ella también era muy hermosa… bueno, suponía que lo era si alguna vez se quitaba el uniforme y la actitud de policía. Inteligente, sin duda. Era capaz de valerse por sí misma en la mayoría de las circunstancias, no soportaba a los necios e, incluso de uniforme, era una verdadera belleza. Era una pena que viviera allí, tan lejos de su rancho de Montana… Se quedó atónito. ¿En qué diablos estaba pensando? Ni siquiera estaba cerca de sentar la cabeza y mucho menos con una mujer, una policía, que vivía a cientos de kilómetros de su hogar.

– ¿Significa que hay consenso? -preguntó Nicole, mirando a su alrededor-. ¿Tortitas?

Thorne asintió.

– Y beicon y huevos y…

– Colesterol, grasa…

– Exactamente -apostilló Thorne guiñando un ojo. Nicole soltó una carcajada.

– Bueno, está bien. Conozco a un excelente cirujano del corazón por si tenemos un problema.

– ¡Entonces, cárgame bien el plato! -exclamó Thorne.

Por primera vez en su vida, Matt sintió envidia. Lo que Thorne compartía con Nicole era algo muy profundo. Verdadero. Con esa clase de vínculo que Matt pensaba que no existía. Su padre y su madre, Larissa, se habían separado cuando Penelope apareció en la vida de John Randall. Él se casó con la joven y volvió a convertirse en padre a los seis meses de la fecha de boda. Desgraciadamente, esa unión también se había deshecho, incapaz de soportar la presión del tiempo.

Observó cómo Thorne iba cojeando por la cocina, le daba un azote en el trasero a su mujer, y la ayudaba a preparar el desayuno a pesar de las protestas de Juanita. El millonario empresario, un donjuán por derecho propio, estaba dando vueltas a unas tortitas como si llevara toda su vida haciéndolo. Matt observó cómo Juanita lo miraba a él y comprobó que ella estaba igualmente sorprendida.

Con el niño en brazos, dejó que la taza de café se le enfriara y miró por la ventana. ¿Y su propia vida? Él jamás había considerado el matrimonio. Le había parecido que era una pérdida de tiempo y, en cuanto a los hijos, le parecía que le faltaba mucho antes de que sintiera la necesidad de convertirse en padre. Cuando decidiera que había llegado el momento, se buscaría una mujer hogareña, que no tuviera profesión, alguien que quisiera vivir en su rancho y a la que le gustara tanto la tierra como a él. Una mujer que quisiera compartir su vida tal y como él deseaba vivirla. Sin embargo, faltaba mucho para eso. Simplemente aún no estaba listo para tener familia.

Miró al bebé que tenía acurrucado entre los brazos y, por primera vez en su vida, cuestionó sus pensamientos.

¿Y si estaba equivocado?


– Yo creo que fue uno de los hermanos -afirmó Karla mientras trabajaba con su último cliente del día.

En el primer sillón de su pequeño salón, estaba tiñendo los mechones del cabello de Nancy Pederson de un color rojizo y envolviéndolos en papel de aluminio. Cuando terminó, parecía que la cabeza de Nancy iba a poder captar señales de radio desde Plutón. Mientras Karla trabajaba, Nancy se entretenía haciendo crucigramas.

Las plantas crecían en profusión cerca del escaparate y sobre una antigua cómoda pintada de rosa salmón, sobre la que se alineaban botes de champú y de acondicionador. Por los demás, el mostrador era de un morado muy oscuro, las paredes estaban pintadas de marrón, y exhibían fotografías de actrices y cantantes famosas. Karla llevaba diez años ejerciendo de esteticista y hacía dos que era dueña de aquel salón.

– ¿Crees que uno de los McCafferty trató de matar a su hermana? -le preguntó Kelly mientras se inclinaba sobre la mesa de la manicura para inspeccionar los frascos de laca de uñas.

– Uno, dos o tal vez los tres -replicó Karla mirando a su hermana a través del espejo.

– Entonces, se trata de una conspiración -dijo Kelly sin poder evitar que una nota de sarcasmo se le reflejara en la voz.

– No te rías de mí -protestó Karla agitando un peine en dirección a su hermana-. Esos hermanos jamás han sentido ninguna simpatía por Randi. No consientas que te digan otra cosa. Ella fue la razón de que sus padres se divorciaran para que John Randall se pudiera casar con Penelope. Entonces, él les dejó a sus hijos una sexta parte del rancho, mientras que Randi se quedó con la mitad. ¿A ti te parece justo? -preguntó, sin dejar ni por un instante de teñir el cabello de Nancy.