Kelly lanzó una maldición en silencio.
– No es un novio. Simplemente he estado viendo a Matt McCafferty. Por el caso.
Nadie dijo ni una sola palabra. Sólo se escuchaba el sonido de la televisión del salón. Karla hizo un gesto de arrepentimiento, como si por fin hubiera comprendido el verdadero alcance de su desliz.
– No debería haber dicho nada.
– No. No. Me alegro de que lo hayas hecho -dijo Ronald. Su rostro estaba completamente congestionado, mientras que el de su esposa había palidecido hasta el punto de que tuvo que apoyarse sobre la encimera para no caerse-. Ya sabes, Kelly, que tu madre y yo sólo queremos lo mejor para ti y… y no me puedo imaginar por qué estás… estás…
– Calla, Ron. Kelly es lo suficientemente mayor para tomar sus propias decisiones -afirmó la madre. Aquel apoyo acompañado del gesto de contrariedad del rostro de su padre le dolió a Kelly hasta lo más hondo. Quería disculparse, pero no veía muy bien por qué debía hacerlo.
Ron cerró la boca y regresó al salón en su silla de ruedas.
– Feliz día de Acción de Gracias -musitó Karla en voz baja-. Debería haber mantenido mi bocaza cerrada.
Kelly no le dijo nada a Karla. Se limitó a comentar:
– Por lo menos, ya no hay nada que ocultar.
El resto de la velada transcurrió en tensión. La conversación se centró en Aaron y en Spencer. Kelly se moría de ganas por marcharse. Se sentía inquieta, agobiada y, por primera vez en su vida, indecisa sobre su futuro.
Desde que era una niña, siempre había pensado que quería ser policía y jamás había dejado que nadie la convenciera de lo contrario. Ningún hombre había conseguido apartarla de su objetivo, pero jamás había estado tan cerca de ningún hombre como de Matt McCafferty. Regresó a casa casi sin fijarse en los semáforos ni en las señales de tráfico. Cuando llegó a su casa, abrió la puerta del garaje con el mando a distancia.
De algún modo, tendría que decidir qué iba a hacer con el resto de su vida. Peor aún. Tendría que decidir si Matt McCafferty iba a formar parte de ella. ¿Cómo iba a ser eso posible? Su hogar, su amor, era su rancho. Ella no podía pedirle que lo dejara sólo porque la vida de ella estuviera en Grand Hope. La situación era imposible.
Salió del coche y subió las escaleras que llevaban a la planta principal de la casa. Allí, se quitó su chaquetón y lo dejó sobre el sofá. Entonces, vio que había una luz roja parpadeando en su contestador. Se quitó las botas y apretó el botón. Entonces, escuchó la voz de Matt. El corazón le dio un vuelco.
– Hola, soy Matt. Había pensado que tal vez te gustaría unirte a mí y a mi familia para la cena del día de Acción de Gracias -decía. Kelly sintió que el alma se le caía a los pies. Consultó el reloj. Eran más de las nueve. Demasiado tarde-. La vamos a celebrar dentro de unos días, no se cuándo, pero será cuando le den el alta a Randi. Simplemente no tenía sentido hacerlo todo dos veces. Bueno, ya te lo diré cuando elijamos un día y… bueno… ya hablaremos.
La cinta se paró y rebobinó automáticamente.
Kelly volvió a escuchar el mensaje. Matt la estaba invitando a una celebración familiar.
– Qué fuerte… -murmuró.
Se miró en el espejo y vio que tenía un brillo de esperanza en los ojos. Además, el rubor que le cubría las mejillas no se podía atribuir exclusivamente al frío que hacía en la calle.
– Oh, Dillinger… te ha dado fuerte… muy fuerte…
Tendría que blindar su corazón. Pasara lo que pasara, Matt terminaría marchándose. Estaba atado a un rancho que estaba a cientos de kilómetros al oeste de Grand Hope, el lugar donde ella vivía. No había futuro para ellos. Ninguno.
Lo que habían compartido había sido muy agradable, pero no significaba nada en términos de compromiso. Él era un vaquero que llevaba una vida solitaria en su rancho. Ella era policía, una dedicada detective al servicio de la ley cuyos vínculos estaban en Grand Hope. Pensó en sus padres, en Karla y en los niños. Allí estaba su familia.
Se miró la mano izquierda, en la que no llevaba anillo de ninguna clase. ¿De verdad albergaba la esperanza de poder casarse algún día con Matt McCafferty sólo porque se habían acostado juntos?
Sabía muy bien la respuesta.
Cuadró los hombros y se apartó el cabello del rostro. Se dijo que no importaba. Durante el momento, disfrutaría de la sensación de sentirse enamorada, aunque sabía que no sería para el resto de su vida.
Y que esa sensación podría ser sólo por su parte.
Después de todo, ¿qué era lo peor que le podía ocurrir?
Once
Matt puso heno en el establo de Diablo Rojo. El potro lo miró con cautela.
– Sigues sin confiar en mí, ¿verdad?
El potrillo bufó y comenzó a patear la paja.
– Pues ya somos dos. Yo tampoco confío en ti.
Diablo levantó la cabeza y la sacudió con gran estrépito, poniendo nervioso al bayo que había en el establo de al lado.
– Mira lo que has hecho -gruñó Matt, pero Diablo, tan testarudo como siempre, no pareció sentirse intimidado. Como siempre. Tal vez por eso Matt sentía un fuerte vínculo con la bestia.
Terminó de dar de comer a los animales y salió del establo. Era muy temprano. Aún no había amanecido y la luz proporcionaba una luz fantasmagórica que creaba sombras sobre la nieve.
Matt recorrió el mismo sendero hasta llegar al porche trasero. Allí, se quitó la nieve de las botas y entró en la casa. No había nadie despierto. Él se había levantado después de una noche inquieta y sin descanso. Cuando se quedaba dormido, soñaba con Kelly, y cuando estaba despierto, no hacía más que recordar los momentos en los que los dos estaban haciendo el amor una y otra vez. Veía la blanca piel, los rosados y erguidos pezones, el hermoso cabello rojizo… por eso, se había levantado. Tras entretenerse lo suficiente para vestirse y poner la cafetera, se había marchado a los establos para tratar de olvidarse de la imagen de Kelly trabajando.
No lo había conseguido. Cada vez que echaba comida o heno en los establos, pensaba en ella y en el hecho de que, tanto si lo quería como si no, se estaba enamorando de ella.
Apretó los dientes al darse cuenta. Se sirvió una taza de café, que se tomó sentado junto a la ventana mientras se preguntaba qué iba a hacer al respecto. Siempre había pensado que algún día se casaría. Algún día. Cuando llegara el momento. Se imaginó que encontraría una buena chica, guapa, inteligente y no tan testaruda como ella. Ni tampoco policía. Nunca.
Sobre todo, no una mujer que estuviera tan unida a Grand Hope como lo estaba Kelly. Toda su familia vivía allí. Kelly jamás abandonaría aquel lugar para marcharse a un remoto rancho en las colinas. Además, había mala sangre entre las dos familias.
Demasiado equipaje.
Demasiada agua bajo el puente.
Demasiado… demasiado de todo.
No podía implicarse con ella más de lo que ya estaba. No quería una relación amorosa en la distancia y suponía que ella tampoco. No. Kelly era la mujer equivocada para él. No había nada más que considerar.
Sin embargo, en aquellos momentos, aun cuando estaba tratando de convencerse de que no debía enamorarse de ella, el pulso se le aceleraba y se le tensaba la entrepierna. Demonios. Parecía un adolescente. No se había sentido así desde hacía años. Tal vez nunca se había sentido así.
Nunca antes, en sus treinta y siete años, había invitado a una mujer a compartir con él una celebración familiar. Siempre había decidido que la mujer lo consideraría una señal de compromiso. Tampoco había aceptado ninguna invitación similar. Sin embargo, a pesar de los problemas que existían entre los McCafferty y los Dillinger, él estaba dispuesto a dar ese paso. Sí. Efectivamente, aquella vez era diferente.
Dio un trago de café y se obligó a pensar en otros asuntos. Randi iba a regresar a casa aquella misma mañana e iba a conocer a su hijo por primera vez. Tendría que concentrarse en esa reunión. Algunos de los médicos del hospital no se sentían muy contentos por el hecho de que se le fuera a dar el alta, pero Randi se había mostrado inflexible. Dado que Nicole vivía en el rancho, le costó mucho menos obtener el alta. La habitación de invitados que había en la planta principal se había transformado en un dormitorio para Randi. Aquella misma mañana, iban a llevar una cama de hospital a la casa antes de que ella llegara.
Sólo cabía esperar que Randi estuviera a salvo y que mejorara. Al menos, estar cerca de su hijo le daría paz mental e incluso podría ser que la ayudara a recuperar la memoria… si Randi estaba diciendo la verdad sobre su amnesia. Matt no estaba tan seguro. Randi había sido la hija favorita de John Randall, la única que había concebido con su segunda esposa y, además, la única chica. Aunque de niña había sido muy masculina, probablemente por el hecho de que vivía con tres hermanos, también había sido tratada como si fuera una princesa. De hecho, su padre se refería a ella con frecuencia con este apelativo. Había crecido pensando que podía hacer todo lo que quisiera y que todo el mundo la trataría con la misma consideración y la misma adoración que su padre.
Se había equivocado. Fuera lo que fuera lo que había ocurrido entre ella y el padre de su hijo, no podía haber sido bueno. Ese era el problema con las relaciones. Incluso con las mejores intenciones, normalmente terminaban mal. Su padre se había casado en dos ocasiones y se había divorciado otras tantas.
La luz de unos faros se reflejó en la pared del establo, anunciando la llegada de Juanita. A los pocos minutos, el ama de llaves entró a toda prisa en la casa temblando de frío.
– Te has levantado muy temprano -comentó al verlo en la cocina. Se sirvió también una taza de café.
– Hoy es un día muy importante.
– Sí. La señorita Randi regresa a casa -dijo ella, con una sonrisa en los labios.
– Ese es el plan. Supongo que es mejor que empiece a sacar muebles de la habitación de invitados para dejar sitio al resto de las cosas.
– Entonces, cuando esté en casa, podremos tener la boda -susurró la mujer, con los ojos brillantes de alegría-, ¿verdad?
– Sí. Claro que sí.
– Tal vez tú serás el siguiente.
– ¿Para qué? ¿Para casarme? No lo creo -respondió, tal y como hacía siempre cuando alguien sacaba a colación el tema del matrimonio.
Juanita no respondió. Se limitó a colgar su abrigo, pero a Matt no se le pasó por alto la sonrisa que se dibujó en los labios de la mujer. Parecía que, en opinión de Juanita, Matt estaba también a un paso del altar. ¿Tan evidente era?
Pensó en Kelly. Dios, la deseaba tanto… Sin embargo, no podía imaginarse que ella quisiera ser la esposa de un ranchero ni irse a vivir tan lejos. Por décima vez, concluyó que aquello no progresaría.
Al oír que el bebé comenzaba a llorar, se dirigió a la habitación de J.R.
– Eh, campeón -le dijo Matt. Lo tomó en brazos y se lo colocó sobre el hombro-. ¿Qué te pasa? ¿Tienes hambre?
Mientras el bebé lo miraba, Matt lo colocó sobre el cambiador y, con más destreza de la que hubiera creído posible, le cambió el pañal. Cuando terminó, se lo llevó a la cocina, donde Juanita ya le estaba preparando su biberón. Cuando estuvo terminado, Matt se lo llevó al salón y allí se sentó sobre la vieja mecedora al lado del fuego de la chimenea.
Con ojillos brillantes, J.R. se tomó ávidamente su biberón mientras Matt lo miraba lleno de asombro.
– Mamá va a venir a casa hoy mismo -susurró-. Y ya verás. En cuanto te vea, se va a deshacer. Tú y yo vamos a tener que cuidar de ella, ¿sabes?
Se reclinó en la mecedora y, sin poder evitarlo, pensó en Kelly. Se imaginó un bebé, tal vez una niña, con brillante cabello rojo y enormes y curiosos ojos pardos.
Sorprendentemente, aquel pensamiento no le asustó. En realidad, le resultó de lo más seductor.
– Escuche, les he contado a usted y a Roberto Espinoza todo lo que recuerdo -insistió Randi. Estaba semitumbada en la cama del hospital, pero ya no llevaba una vía. Iba vestida con un chándal, se había pintado los labios y tenía una actitud arrogante. Atravesó a Kelly con la mirada-. Me marcho a mi casa y voy a conocer a mi hijo por primera vez. Mañana, mi familia va a celebrar el día de Acción de Gracias con algo de retraso y, en estos momentos, me gustaría olvidarme de todo lo que ha ocurrido, ¿de acuerdo? Sé que usted sólo está intentando realizar su trabajo, pero le ruego que me deje respirar.
– Efectivamente, el detective Espinoza y yo sólo queremos ayudarla -afirmó Kelly con firmeza-. Tratar de protegerla a usted y a su bebé.
– Lo sé. De verdad. Sin embargo, le ruego que no me sermonee sobre mi seguridad, ¿de acuerdo? Créame si le digo que ya he escuchado todas las razones por las que debería quedarme en el hospital, colaborando con la policía y viviendo una vida de prisionera hasta que consigan arrestar a la persona que anda detrás de mí, pero eso no va a ocurrir. Mire, no quiero resultar desagradecida, porque agradezco mucho lo que ustedes intentan hacer. Se trata simplemente de que me muero de ganas por ver a mi hijo. Me estoy volviendo loca sentada aquí. Aún no he tenido oportunidad de ejercer como madre y mi hijo ya tiene más de un mes. Creo que ahora lo más importante para mí es establecer un vínculo emocional con mi hijo -confesó. La sinceridad de sus palabras le llegó a Kelly muy dentro-. ¿Sería demasiada molestia para usted ir al rancho dentro de unas pocas horas, después de que yo me haya instalado y haya tenido oportunidad de ver a mi hijo?
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