– Striker dice que hay algo de pintura en la carrocería del coche de Randi. Rojo oscuro. Podría ser que fuera del otro coche cuando trataron de empujarla de la carretera.
– Si la empujaron -le recordó Kelly-. Podría ser de un roce con otro vehículo en el aparcamiento de su casa de Seattle. Eso no lo sabemos. Además, nosotros ya sabíamos lo de la pintura, por lo que no tienes que venir aquí e insinuar que este departamento es poco eficaz o muy incompetente. Simplemente estamos siendo cuidadosos. ¿Entendido?
– Escucha…
– No. Ahora me vas a escuchar tú a mí, ¿de acuerdo? -replicó ella. Había llegado al límite de su paciencia. Rodeó el escritorio y se puso cara a cara con él-. Estamos haciendo todo lo que está en nuestro poder para tratar de averiguar lo que le ocurrió a tu hermana y a tu hermano. ¡Todo! No nos tomamos ninguno de los dos sucesos a la ligera, créeme. Sin embargo, tampoco nos vamos a apresurar a la hora de sacar conclusiones. Podría ser que el Jeep de tu hermana se encontrara con una placa de hielo. Es posible que perdiera el control del vehículo, que se saliera de la carretera y que terminara en el hospital en un coma.
»En cuanto a lo de tu hermano, se arriesgó mucho cuando decidió volar en unas condiciones meteorológicas tan malas. Los motores fallaron. Determinaremos por qué. Aún no hemos descartado un sabotaje. Simplemente nos andamos con cuidado. Este departamento no se puede permitir acusaciones en falso o dar algo por sentado sin comprobarlo.
– Y mientras tanto, alguien podría estar tratando de asesinar a mi familia.
– ¿Quién? -le preguntó ella mientras rodeaba de nuevo el escritorio y se sentaba en su silla de trabajo. Volvió a tomar el bolígrafo y sacó un cuaderno para apuntar-. Dame una lista de sospechosos, alguien que conozcas que podría tener algo en contra de los McCafferty.
– Hay docenas de nombres -replicó él entornando de nuevo los ojos.
– Nombres, McCafferty. Quiero nombres.
– Tú deberías conocer unos cuantos -dijo él.
– No te andes por las ramas.
– Muy bien. Empecemos por tu familia -espetó él.
Kelly se tensó.
– Ningún miembro de mi familia tiene problema alguno con tu hermano o con tu hermanastra -replicó ella mirándolo fijamente a los ojos.
– Sólo con mi padre.
– Muchas personas tenían problemas con él, pero ya no. Y te aseguro que en mi familia no hay asesinos en potencia, ¿de acuerdo? Por lo tanto, te ruego que ni siquiera entremos en ese terreno -dijo. Prácticamente escupió las palabras, pero no cedió a la ira que amenazaba con apoderársele de la lengua. ¿Cómo se había atrevido a decir eso?-. Ahora… ¿Quién podría querer hacerle daño a tu hermana Randi y a tu hermano Thorne? -insistió, aplicando la punta del bolígrafo al papel.
Matt pareció deshacerse de una parte de su ira.
– No lo sé -admitió-. Estoy seguro de que Thorne se ha granjeado bastantes enemigos. Uno no consigue ser millonario sin despertar envidias.
– ¿Envidias lo suficientemente fuertes como para tratar de matarlo? -preguntó Kelly.
– Maldita sea, espero que no, pero… -susurró. Cerró los ojos durante un instante-. No lo sé.
Eso, al menos, sonaba sincero.
– Trabaja en Denver, ¿no?
– Trabajaba. Las oficinas centrales de su empresa se encuentran allí.
– Ha decidido volver aquí para casarse -dijo Kelly. Matt asintió. Ella no pudo evitar fijarse en el modo en el que le brillaba el cabello bajo la potente luz de los fluorescentes. El se desabrochó la chaqueta, dejando al descubierto una camisa de franela y un amplio torso. Un vello oscuro le asomaba por la abertura de la camisa. Kelly apartó los ojos y se reprendió mentalmente por fijarse en él como hombre. Entonces, tomó algunas notas sobre Thorne.
– Sí. Se va a casar con Nicole Stevenson -afirmó Matt, con una medio sonrisa que resultaba increíblemente irritante y sexy a la vez.
Kelly comprendió. Thorne, como sus hermanos, había sido un soltero empedernido. Junto con Matt y Slade, el más joven de los tres hermanos, había hecho profunda mella entre las chicas de la ciudad. Ricos, guapos e inteligentes hasta el punto de resultar arrogantes, los tres hermanos habían empezado a ser considerados muy pronto como los solteros de oro del condado y, en consecuencia, habían roto bastantes corazones. Matt, en particular, se había ganado a pulso la reputación de verdadero seductor.
Sin embargo, en aquellos momentos parecía que el primero de los invencibles y alérgicos al matrimonio había caído en las redes de una mujer. La futura esposa era una doctora de urgencias en el hospital local, una madre soltera con dos hijas gemelas.
– Bien. ¿Y tu hermana? -le preguntó ella, tratando de centrarse en el asunto que tenían entre manos-. ¿Tiene algún enemigo conocido?
– No lo sé -admitió Matt. Se sentía bastante molesto. Desde el accidente, los de la oficina del sheriff llevaban metiendo la nariz en la vida de su hermana-. Podría ser. Escribía una columna para el Seattle Clarion.
– ¿Consejos para personas con el corazón roto?
– Algo más que eso. Consejos más generales y muy serios para solteros. Su columna se llama…
– Solos. Lo sé. Tengo copias -dijo Kelly-. No obstante, la mayoría de los consejos que daba eran sobre la vida amorosa de una persona soltera.
– Irónico, ¿verdad? Ella daba todos esos consejos en una columna que aparecía también en otros periódicos y, sin embargo, termina embarazada y casi muere al volante de su coche sin que se sepa siquiera quién es el nombre del padre de ese niño.
– Yo diría que, más que irónico, es muy raro -dijo ella. Apretó el botón que sacaba la punta del bolígrafo varias veces, muy rápidamente. Entonces, le indicó la silla que había vacía al otro lado del escritorio-. ¿Por qué no te sientas?
Matt miró la silla justo en el momento en el que empezó a sonar el teléfono.
– Perdona -se excusó ella. Tomó el auricular-. Dillinger.
– Siento molestarte, pero tienes a Bob en la otra línea -dijo Stella. Aún parecía nerviosa por no haber podido impedir el paso a Matt McCafferty.
– Hablaré con él -anunció ella. Levantó una mano hacia Matt al escuchar la voz de Roberto Espinoza al otro lado de la línea telefónica. Estaba en la granja Haines y le explicó que habían encontrado a Dora con su gato en brazos mientras avanzaba por la nieve con bata y zapatillas siguiendo un sendero que atravesaba el bosque hasta llegar a una empinada ladera donde, de niña, su padre solía llevarla a montar en trineo.
– Un caso muy triste -dijo Bob.
A continuación, el detective le explicó que Dora iba de camino al hospital de St. James. A los médicos les preocupaba la hipotermia, los síntomas de congelación y la senilidad.
– Voy a ir al hospital ahora. Iré a la oficina cuando termine aquí -añadió Bob.
– Aquí estaré -afirmó Kelly. Entonces, miró a Matt McCafferty-. Cuando tengas un minuto, tal vez quieras hablar con Matt McCafferty. Está aquí ahora -añadió. Entonces, pasó a explicarle la preocupación de Matt y los motivos de su visita.
– Es un hijo de perra arrogante -susurró Espinoza-. Como si no estuviéramos haciendo ya todo lo humanamente posible. Dile que se tranquilice un poquito. Lo veré en cuanto haya terminado de dictar un informe sobre Dora.
– Lo haré -respondió Kelly. Colgó el teléfono y le dio el mensaje a Matt-. Te verá en cuanto pueda. Mientras tanto, tienes que tratar de tranquilizarte.
– Y un cuerno. Llevo tranquilo demasiado tiempo y no he conseguido nada.
Kelly no respondió. En lo que a ella se refería, la reunión había terminado. Se puso de pie y tomó su sombrero y su chaqueta. Entonces, abrió las persianas.
– Tengo trabajo que hacer, McCafferty. El detective Espinoza ha dicho que te llamará y te prometo que lo hará -afirmó. Con eso, abrió la puerta y, en silencio, lo invitó a marcharse-. ¿Entendido?
– Si eso es todo lo que puedes hacer…
– Lo es.
Matt se caló el sombrero y miró a Kelly de un modo que le indicaba claramente que aquélla no iba a ser la última vez que lo viera. Con eso, se marchó del despacho, pasó por delante de Stella y se fue. Por lo que Kelly pudo verle por debajo de la chaqueta, los vaqueros que llevaba puestos habían visto tiempos mejores. No se molestó en ponerse guantes ni en abrocharse la chaqueta. Seguramente estaba bastante caldeado por la ira que Kelly y Espinoza habían despertado en él.
Cuando abrió la puerta, una vez más, una bocanada de aire tan frío como si viniera del Polo Norte inundó la sala. Con eso, se marchó. La puerta volvió a cerrarse detrás de él.
– Tanta paz lleves como descanso dejas -musitó Kelly. Se sentía bastante irritada por haberlo encontrado tan atractivo. Además, notó que Stella se había olvidado de contestar el teléfono o de trabajar en el ordenador sólo para no poderse detalle alguno de su salida.
Mientras se cuadraba el sombrero y se ponía la chaqueta de su uniforme, Kelly pensó que, efectivamente, aquel hombre significaba malas noticias.
Dos
Matt tamborileó con los dedos sobre el volante de su furgoneta. La nieve caía abundantemente por la carretera. Encendió los limpiaparabrisas y la radio para escuchar una emisora local con la esperanza de encontrar la predicción meteorológica.
Frunció el ceño y apretó los ojos para tratar de ver mejor el camino que lo llevara al rancho. Tal vez había cometido un error cuando decidió ir a la ciudad y entrar como un caballo desbocado en la oficina del sheriff para obtener respuestas.
No había conseguido nada.
De hecho, aquella detective pelirroja lo había puesto en su lugar. Resultaba turbador. Irritante. Insultante. Kelly Dillinger lo había turbado más de lo que debería. No podía sacársela del pensamiento. Tenía la piel pálida y unos profundos ojos color chocolate. El cabello era de un vibrante color rojizo, que, en opinión de Matt, se podía comparar con su temperamento. Las pelirrojas eran siempre mujeres de temperamento muy apasionado. Además, no se había dejado amilanar por él. Como si fuera un hombre, aunque distaba mucho de parecerlo. Pese a que su constitución era atlética, resultaba muy femenina. Matt se había dado cuenta de ello perfectamente y se lamentaba de que así hubiera sido. El uniforme se le estiraba muy seductoramente por encima de los senos y le ceñía la cintura y las caderas. Aquella mujer tenía curvas… y qué curvas, aunque se esforzara mucho por ocultarlas.
Siempre había escuchado que las mujeres se sentían atraídas por los hombres de uniforme, pero jamás hubiera esperado que funcionara también a la inversa, y mucho menos con él. No. A él le gustaban las mujeres femeninas, las que resaltaban sus armas de mujer. Le encantaban las camisetas ceñidas, las minifaldas o los vestidos largos con aberturas laterales, que mostraban gran parte de la pantorrilla y el muslo. Había visto también pantalones y camisas de seda que resultaban también muy sexys, pero jamás se habría imaginado que un uniforme pudiera serlo, y mucho menos uno del departamento del sheriff del condado. No obstante, no había podido evitar fijarse en Kelly Dillinger. A pesar del su enojo cuando entró en el departamento del sheriff, le había costado mucho centrar la atención en lo que lo había llevado hasta allí.
Siempre tenía problemas con su libido. Con una mujer atractiva cerca, siempre le costaba controlarla. No obstante, aquella noche era peor de lo que lo había sido en mucho tiempo.
Era muy sencillo. Se sentía atraído por ella.
No podía ser. Ni hablar. Era una mujer policía que, además, estaba trabajando en el caso de su hermana y que, además, sabía que sentía una enemistad personal hacia la familia McCafferty. Finalmente, decidió que se estaba engañando. Sólo de pensar en ella, sentía que se le tensaba la entrepierna. Se miró en el retrovisor.
– Idiota -susurró.
Al ver que acercaba al Flying M, el rancho que había sido el orgullo y la alegría de su padre, aminoró la marcha.
– Genial.
Aquella mujer estaba fuera de sus límites. No había más que hablar. Aunque no fuera por ninguna otra razón más que por el hecho de que vivía allí, en Grand Hope, lejos de su propio rancho. Si estuviera buscando a una mujer, lo que no era el caso, se la buscaría más cerca de su casa. Dios, ¿de dónde habían salido aquellos pensamientos? Ni quería ni necesitaba a una mujer. Significaban problemas. Y Kelly Dillinger no era una excepción.
La luz de los faros capturó los copos de nieve que bailaban delante de la furgoneta mientras avanzaba por el sendero que llevaba al corazón del rancho. Unas cuantas cabezas de ganado se vislumbraban contra la nieve, pero la mayor parte de las reses había buscado refugio o estaba fuera de su línea de visión. Por fin, tomó una curva del terreno y se encontró frente a la zona de aparcamiento que había frente a la casa principal.
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