Detuvo la furgoneta bajo un manzano y apagó el motor. Abrió la puerta y rápidamente llegó a los escalones que conducían al porche. Antes de entrar en la casa, se sacudió la nieve que le cubría las botas.
El calor del interior llegó hasta su rostro acompañado de las notas de una alegre y melódica tonada al piano. Se quitó la chaqueta y sintió que el estómago comenzaba a protestarle cuando notó el olor a pollo asado y a pastelillos de canela. Colgó su chaqueta y su sombrero en el perchero y escuchó el sonido de unos piececitos sobre el suelo de madera del piso superior. A los pocos segundos, las gemelas bajaban a toda velocidad por las escaleras.
– ¡Tío Matt! -exclamó una de las niñas mientras terminaba de bajar los raídos escalones.
– ¿Cómo está mi Molly? -preguntó Matt mientras se agachaba y extendía los brazos para levantar en el aire a su sobrina.
– Bien -respondió la niña. Sus ojos reflejaban una repentina y poco característica timidez. Comenzó a chuparse un dedo mientras que su hermana, arrastrando una mantita, terminaba de bajar la escalera.
– ¿Y cómo estás tú, Mindy? -le preguntó Matt, repitiendo el gesto que había hecho con su hermana.
Como la música seguía sonando, comenzó a bailar con las dos niñas en brazos. Sólo hacía un mes que conocía a sus dos sobrinas, pero ellas, junto con el hijo de Randi, eran parte de su familia y lo serían para siempre. No se podía imaginar la vida sin Molly, Mindy o el bebé.
Las niñas comenzaron a reír. Sin dejar de bailar, Matt las llevó hacia el salón donde su madre, Nicole, estaba sentada al piano. Los dedos volaban sobre las teclas mientras tocaba maravillosamente una alegre canción.
– ¿Está tocando Liberace? -preguntó Matt.
– ¡No! -exclamaron las niñas, muertas de la risa.
– No, tenéis razón. ¡Debe de ser Elton John!
– ¡No! -gritaron al unísono-. Es mamá.
– Y es una pésima pianista -dijo su madre, dándose la vuelta mientras aún resonaban las últimas notas de la canción. Las niñas se soltaron de los brazos de Matt y corrieron hacia su madre-, pero tú tampoco eres exactamente Fred Astaire o Gene Kelly.
– Oh, maldita sea. Yo creía que sí lo era -bromeó Matt. Se dirigió a la chimenea y se calentó las piernas frente a las llamas-. Me acabas de destrozar con ese comentario.
– Será la primera vez -comentó Nicole sacudiendo la cabeza. Sus ojos, de color ámbar, le brillaban de alegría.
Harold estaba tumbado en su lugar favorito sobre la alfombra que había cerca del fuego. Levantó la cabeza y bostezó. Entonces, estiró las patas como si fuera a levantarse, pero se lo pensó mejor y volvió a acomodarse sobre el suelo.
– ¿Y bien? ¿Qué has averiguado?
Thorne, con sus muletas, entró en el salón y se sentó en uno de los sillones de cuero. Allí, acomodó su pierna herida sobre un taburete. Llevaba unos pantalones de color caqui muy amplios que le cubrían la escayola que le inmovilizaba la pierna desde el pie hasta el muslo. La expresión de su rostro hablaba más claramente que sus palabras.
– Estoy cansado de estar así…
– Nada. El maldito departamento del sheriff no sabe absolutamente nada.
– ¿Has hablado con Espinoza? -preguntó Thorne.
El sonido de unas botas resonó por la casa, anunciando así la llegada de su hermano más pequeño.
– ¡Un momento! -gritó Juanita-. ¡Quítate esas botas! ¡Acabo de fregar el suelo! ¡Dios! ¿Me escucha alguien alguna vez? ¡La respuesta es «no»!
– ¡Eh! -exclamó Slade, apareciendo en el arco que separaba el salón del vestíbulo y de la escalera. No se molestó en contestar a Juanita, y tampoco se quitó el abrigo-. ¿Dónde diablos has estado? -le preguntó a Matt, frunciendo el ceño sobre sus intensos ojos azules-. Tenemos ganado al que alimentar y Thorne no me está ayudando mucho últimamente.
– Cálmate -dijo Thorne, mirando a su hermano-. Matt ha estado en la oficina del sheriff.
– ¿Han encontrado algo? -preguntó Slade. Su beligerancia fue aplacándose mientras se dirigía al mueble bar para servirse una copa de whisky-. ¿Os apetece algo de beber?
– No, no saben nada y sí, me vendría bien una copa -comentó Matt.
– Nada para mí -dijo Thorne-. ¿Qué es lo que te ha dicho Espinoza?
– Él no estaba. He hablado con la mujer.
– Kelly Dillinger -dijo Nicole mientras las gemelas, aburridas ya de aporrear el piano, se bajaron de su regazo y salieron corriendo del salón. Nicole era una mujer alta, de cabello castaño. Por su inteligencia y por su titulación académica, Nicole Stevenson era la pareja perfecta para Thorne. Inteligente, elegante y, como médico de urgencias, no estaba acostumbrada a aceptar órdenes de nadie. Era, sencillamente, la clase de mujer que podía domar a Thorne y hacer que sentara la cabeza.
– Esa misma -dijo Matt, tras aceptar la copa que su hermano le ofrecía. Entonces, tomó un trago y sintió cómo el whisky se le iba abriendo paso agradablemente por la garganta. Trató de apartar todo pensamiento de la detective Dillinger de su cabeza. No le resultó fácil. De hecho, fue más bien imposible. La rebelde pelirroja sabía cómo captar la atención de un hombre.
– ¿Una copa? -le preguntó Slade a Nicole.
– Será mejor que no. Tengo que marcharme al hospital dentro de un rato -dijo. Entonces, se calló e inclinó ligeramente la cabeza-. Oh, oh… Parece que alguien se ha despertado.
Efectivamente, Matt escuchó el llanto del bebé. Se quedó muy sorprendido al comprobar una vez más cómo las mujeres parecían tener un sexto sentido para esa clase de cosas.
– Iré a por él -anunció Nicole. Entonces, los miró a todos por encima del hombro-, pero sus tíos van a estar su cargo esta noche.
– Podemos ocuparnos -dijo Thorne, como si ocuparse de un bebé no supusiera ningún problema. Thorne pensaba que podía con todo, algo que no andaba muy descaminado.
– Sí, claro -replicó Nicole. Entonces, subió la escalera y, poco después, se escuchó su voz hablándole cariñosamente al niño.
– Bueno, ¿qué es lo que ha dicho esa detective? -le preguntó Thorne a Matt.
– Lo mismo de siempre. Que no descartan ninguna posibilidad, pero que no tienen prueba alguna de sabotaje. No hay sospechosos. Cuando Randi se despierte, tal vez podrán averiguar algo más. Si quieres saber mi opinión, un montón de tonterías.
Se tomó de un trago su bebida. Se sentía inquieto, ansioso por hacer algo. Llevaba en el rancho casi un mes, desde que lo llamaron para informarlo del accidente de su hermana. Había ido a gusto y había hecho todo lo que había podido, pero sentía una gran frustración. Tenía su casa, su rancho cerca de la frontera de Idaho. Su vecino, Mike Kavanaugh, le estaba cuidando sus tierras en su ausencia y había contratado a un par de vaqueros para que lo ayudaran, pero Matt estaba empezando a sentir la necesidad de regresar y ver cómo iba todo con sus propios ojos.
– La detective Dillinger está muy bien, si queréis saber mi opinión -comentó Slade.
– Nadie te la ha pedido -replicó Matt.
Slade soltó una carcajada.
– No me irás a decir ahora que no te has dado cuenta -se mofó Slade. Matt soltó un bufido y se encogió de hombros-. Venga ya, admítelo. Siempre has tenido muy buen ojo para las mujeres.
– Y eso me lo dices tú.
– Ya basta -dijo Thorne, justo cuando Nicole regresaba con el bebé.
Matt sintió que el corazón se le deshacía al ver al pequeño J.R., el nombre que los tres hermanos habían acuñado dado que Randi seguía en coma y ni siquiera sabía que tenía un hijo. Se imaginaron que podrían llamarlo Julio o John Randall, como su abuelo. Como había hecho en muchas ocasiones, Matt se preguntó por el padre de aquel niño. ¿Quién sería? ¿Dónde diablos estaba? ¿Por qué Randi ni siquiera había hablado de él?
Matt sintió el aguijonazo de la culpabilidad. La verdad del asunto era que él, como sus hermanos, había estado tan centrado en su propia vida, que había perdido el contacto con su hermanastra, que había representado la ruina para ellos, dado que era la hija de la mujer a la que culpaban de haber arruinado el matrimonio de sus padres.
En aquellos momentos, mirando al bebé, con aquel cabello pelirrojo, Matt sintió una mezcla de orgullo y de algo más, algo más profundo, algo que le asustaba y que le hablaba de la necesidad de echar raíces, de sentar la cabeza y de tener hijos propios.
Nicole le entregó el bebé al hombre con el que se iba a casar.
– Toma, tío Thorne, ocúpate tú de J.R. mientras yo voy a ver si Juanita necesita ayuda en la cocina.
– Yo también ayudo -exclamó Molly, que acababa de entrar en el salón para ir a buscar a su madre antes de dirigirse a la cocina.
– ¿Y tú? -le preguntó Nicole a Mindy, que siempre iba por detrás de su decidida hermana.
– Tí. Yo también.
– Entonces, vamos.
Cuando las tres se hubieron marchado, Matt miró a su hermano y sonrió. Thorne, millonario y director general de McCafferty International, hasta aquel momento seductor y donjuán de fama internacional, trataba de evitar que su sobrino se le cayera de las manos mientras se colocaba la pierna rota.
– Eh, me vendría bien un poco de ayuda -gruñó, aunque sin dejar de sonreír al niño.
– ¿No habías dicho que había que dar de comer al ganado? -le preguntó Matt a Slade.
– Así es.
Los dos McCafferty más jóvenes se marcharon, dejando a su hermano a cargo del pequeño bebé. Mientras se ponía la chaqueta, Matt pensó que, dado que no podía echarles una mano en el rancho, lo más justo era que Thorne ejerciera de canguro para su sobrino.
La mujer que había sobre la cama de hospital tenía un aspecto terrible, aunque, según los partes médicos, estaba sanando. No obstante, en opinión de Kelly, a Randi McCafferty le quedaba un camino muy largo por recorrer. Tenía tubos y monitores conectados a su cuerpo por todas partes y yacía sobre la cama, completamente inmóvil, delgada y pálida, a pesar de que la mayoría de los hematomas y de los cortes ya habían desaparecido.
– Ojalá pudieras hablar -dijo Kelly mordiéndose el labio inferior.
A pesar de todo el dolor que los McCafferty habían infligido a su familia, a Kelly no le gustaba ver a nadie en aquella situación.
Una enfermera entró y se acercó a la cama para comprobar las señales vitales.
– ¿Ha mostrado alguna indicación de que vaya a despertarse? -preguntó Kelly.
– No podría decirle -suspiró la enfermera, que según su placa se llamaba Cathy Desmoña-. Con esta paciente, creo que necesitaríamos una bola de cristal. En mi opinión, no debería tardar mucho en despertarse. Los ojos se le mueven mucho por debajo de los párpados y ha bostezado. Además, a una de las enfermeras nocturnas le pareció que el otro día movía un brazo. Sin embargo, no se puede saber si esto significa que se va a despertar hoy, mañana o la semana que viene.
– Sin embargo, lo hará pronto.
– Eso diría yo, pero no le puedo asegurar nada.
– Comprendo.
Kelly deseó de todo corazón que la mujer despertara y que estuviera lo suficientemente coherente para responder a todas sus preguntas. ¿La había empujado alguien intencionadamente de la carretera? ¿Se había puesto de parto y había perdido el control o acaso simplemente había encontrado una placa de hielo que había hecho patinar su vehículo? Los McCafferty parecían pensar que había alguien detrás del accidente, pero Kelly no estaba del todo convencida.
La enfermera se marchó y Kelly se acercó un poco más a la cama. Sin poder evitarlo, tocó el reverso de la mano de Randi.
– Despierta -dijo-. Tienes mucho por lo que vivir; para empezar, un hijo recién nacido. Además, tienes muchas cosas que explicar -añadió. Le apretó un poco la mano, pero no consiguió respuesta alguna-. Vamos, Randi, échame un cable.
– No te puede oír.
Kelly soltó la mano de Randi y se sonrojó. Había reconocido inmediatamente la voz de Matt McCafferty. El corazón le dio un vuelco.
– Eso ya lo sé.
Se dio la vuelta y se encontró cara a cara con él. Aún iba vestido con los vaqueros y la camisa que llevaba puestos horas antes. Tenía la chaqueta desabrochada y el sombrero en las manos. Su rostro no mostraba un gesto tan hostil como antes, pero aún se adivinaban acusaciones silenciosas en aquellos ojos oscuros. Era tan guapo…
– ¿Qué estás haciendo aquí?
– Me reuní con el detective Espinoza en Urgencias y luego decidí venir a ver a tu hermana.
– Deberías estar buscando líneas de investigación para tratar de encontrar al canalla que le hizo esto -dijo Matt. Se acercó a la cama de Randi y miró a su hermana.
Kelly lo observó atentamente y se sorprendió al ver la profundidad de los sentimientos que se reflejaron en el rostro del duro vaquero, algo que jamás hubiera imaginado. Según se comentaba por la ciudad, se había convertido en un hombre muy solitario. Le pareció que en aquellos ojos se reflejaba ira y determinación, pero también culpabilidad. En cierto modo, Matt McCafferty se sentía responsable por el estado de su hermana. Tal y como Kelly había hecho minutos antes, tomó la mano de su hermana entre sus enormes dedos.
"Caricias del corazón" отзывы
Отзывы читателей о книге "Caricias del corazón". Читайте комментарии и мнения людей о произведении.
Понравилась книга? Поделитесь впечатлениями - оставьте Ваш отзыв и расскажите о книге "Caricias del corazón" друзьям в соцсетях.