– Aguanta ahí -dijo, acariciándole suavemente el reverso de la mano con un dedo, con mucho cuidado de no tocarle la vía que se le hundía en la piel.

Kelly sintió una profunda emoción en la garganta al reconocer su dolor.

– J.R., tu hombrecito, te necesita -susurró Matt.

Entonces, algo avergonzado, miró a Kelly. Evidentemente, se sentía más cómodo herrando caballos o reparando vallas que tratando de animar a una hermana en coma, pero, al menos, lo estaba intentando. Kelly sintió que el corazón le daba un vuelco. Tal vez Matt McCafferty era mucho más de lo que parecía a primera vista y de lo que se decía de él.

– Nosotros también te necesitamos -añadió con voz ronca. Tras golpear suavemente el hombro de su hermana, se dio la vuelta.

Kelly suspiró. ¿Quién era aquel hombre y por qué reaccionaba ella ante él de aquella manera? Tenía las manos sudando y le parecía que el corazón se le había acelerado al verlo. Sólo era una locura. Imposible.

Se decidió a seguirlo al exterior.

– ¿Dónde está Espinoza? -le preguntó él cuando estuvieron fuera de la habitación.

– Probablemente haya regresado ya a la oficina. Ha terminado el otro caso que lo ha traído aquí, pero es muy consciente de que tú estás preocupado. Te llamará esta noche, pero no creo que te pueda dar más información de que la que te he dado yo.

– Maldita sea…

Se dirigieron al ascensor y entraron en su interior. Kelly trató de no prestar atención al hecho de que el pulso se le había acelerado. Inmediatamente, notó el olor a cuero y a jabón. Cuando las puertas del ascensor se cerraron y se quedaron a solas, Kelly notó que él la miraba. Ella trató de zafarse del intenso escrutinio al que la sometían aquellos acusadores ojos, pero no pudo hacerlo. Se mantuvo firme cuando él le preguntó:

– ¿Por qué estabas en la habitación de Randi?

– Para volver a centrarme. Hacía mucho que no la veía y, después de tu visita de esta tarde, pensé que debía venir a verla para ver cómo estaba. Por supuesto, he estado en contacto con el hospital, pero pensé que verla me podría aclarar algunos puntos.

– ¿Como cuáles?

– No entiendo por qué estaba en Glacier Park. ¿Adónde iba? ¿Quiénes eran sus enemigos y quiénes sus amigos? ¿Por qué despidió al capataz del rancho más o menos una semana antes de marcharse de Seattle? ¿Qué le ocurrió en su trabajo? ¿Quién es el padre de su hijo? Esa clase de preguntas.

– ¿Y has conseguido alguna respuesta?

– Estaba esperando que alguien de la familia pudiera saber alguno de estos detalles.

– Ojalá. Nadie sabe nada.

Las puertas del ascensor se abrieron. Habían llegado al vestíbulo de entrada. Kelly salió primero del ascensor.

– ¿Qué es lo que sabes sobre un libro que tu hermana estaba escribiendo?

– No estoy seguro de que ese libro exista -respondió él mientras cruzaban el vestíbulo.

– Vuestra ama de llaves, Juanita Ramírez, dijo que estaba en contacto con tu hermana antes del accidente y que Randi estaba trabajando en un libro, pero nadie parece saber más al respecto.

– Juanita ni siquiera sabía que Randi estaba embarazada. Dudo que fuera partícipe de los secretos de mi hermana -musitó Matt mientras se acercaban a las puertas de cristal de la entrada principal.

– ¿Y por qué se lo iba a inventar?

– No estoy diciendo que Juanita esté mintiendo -respondió él-. Tal vez fue Randi quien lo hizo. Lleva diciendo que va a escribir un libro desde que estaba en el instituto, pero no lo ha hecho nunca, al menos que mis hermanos o yo sepamos.

Cuando salieron al exterior, vieron que estaba nevando otra vez. Los copos caían suavemente, bailando y girando sobre sí mismos, iluminados por la potente luz de las lámparas de seguridad.

Matt se puso el sombrero. El ala oscureció aún más su rostro.

– Habla con cualquiera y, tarde o temprano, te contará el libro que va a escribir algún día. El problema es que «ese día» no llega nunca.

– Has hablado como un verdadero cínico -observó Kelly mientras se abotonaba la chaqueta. El frío del invierno de Montana se hizo sentir sobre su rostro, helándole por completo la sangre.

– Es la realidad. Si Randi hubiera estado escribiendo un libro, ¿no crees que alguno de nosotros tres lo sabría?

– Sí, igual que sabíais lo de su trabajo y lo de su embarazo -le dijo Kelly, utilizando el mismo argumento que él le había dado antes sobre Juanita.

Matt estaba a punto de bajar de la acera, pero se detuvo y se dio la vuelta para mirar a Kelly.

– Está bien, está bien, pero, aunque así fuera, ¿y qué si estaba escribiendo una maldita versión de Guerra y Paz? ¿Qué tiene eso que ver con lo que le ocurrió en Glacier Park?

– Dímelo tú.

– Tú eres la policía -señaló él con la ira reflejada en los ojos-. Detective, nada menos. Este es tu trabajo.

– Y estoy intentando llevarlo a cabo.

– En ese caso, esfuérzate un poco más, ¿de acuerdo? Mi hermana está entre la vida y la muerte.

Con eso, se bajó de la acera y se dirigió a su furgoneta. Kelly se quedó allí, con la ira ardiéndole en el rostro después de que su orgullo hubiera recibido un duro golpe.

– Canalla -susurró. Se dirigió a su propio coche, un todoterreno de la policía. No sabía con quién estaba más enfadada, si con el vaquero o consigo misma por cómo había reaccionado ante él. ¿Qué demonios le ocurría? Se sentía muy nerviosa a su lado, casi no podía ni hablar y se comportaba de un modo muy poco profesional. Pero eso iba a cambiar. ¡En aquel mismo instante!

Cuando se encontró detrás del volante de su vehículo, arrancó el motor y se dirigió a su casa, que estaba al oeste de la ciudad. Llevaba viviendo en aquella casa de dos plantas desde hacía tres años, cuando por fin pudo ahorrar lo suficiente para dar la señal.

Aparcó en el garaje y subió un tramo de escaleras hasta la planta principal. Allí se quitó las botas de una patada en el pequeño lavadero y entró en la casa. Tras arrojar las llaves sobre una mesa de cristal que tenía en el recibidor, se dirigió a la cocina y se dispuso a escuchar los mensajes que tenía grabados en el contestador mientras se quitaba el abrigo.

– ¡Kelly! -exclamó la voz de su hermana. Sonaba completamente frenética. Kelly sonrió. Su hermana era tan dada al dramatismo-. Soy Karla. Esperaba poder hablar contigo. Mira, son las seis más o menos y yo sigo en la tienda, pero voy a cerrar pronto. Después iré a recoger a los niños y luego me marcharé a casa de mamá y papá. Pensaba que tal vez podrías reunirte allí conmigo… Llámame a la tienda o trata de ponerte en contacto conmigo en casa de mamá y papá.

Kelly comprobó la hora y vio que eran casi las siete y media. Como no había más mensajes, llamó a la casa de sus padres. Karla contestó casi inmediatamente.

– He recibido tu mensaje -dijo Kelly.

– ¡Genial, Kelly! Mamá acaba de sacar un delicioso asado de cerdo del horno y, por cómo huele, te aseguro que está para morirse.

Kelly sintió que el estómago comenzaba a protestarle y se dio cuenta de que no había comido desde el yogur y la magdalena que se tomó para almorzar.

– Esperábamos que pudieras reunirte con nosotros.

Miró los papeles que tenía sobre la mesa y sopesó las opciones que tenía. Quería repasar toda la información que tenía sobre Randi McCafferty, pero se imaginó que, primero, podría dedicarle un poco de tiempo a la familia.

– Está bien. Dame unos minutos para cambiarme. Estaré allí dentro de media hora.

– Que sean veinte minutos, ¿de acuerdo? Mis niños están muertos de hambre y, cuando tienen hambre, se ponen de muy mal humor.

– Eso no es cierto -replicó uno de los niños.

– Date prisa -suplicó Karla-. Están bastante inquietos.

– Estaré allí en un santiamén.

– Bien. Pon las luces y la sirena y vente a toda prisa.

– Hasta luego.

Kelly se quitó el uniforme y se puso unos vaqueros y su jersey de cuello alto favorito. A continuación, se tomó un minuto para peinarse, se puso un abrigo largo y botas y se metió en su viejo Nissan, una reliquia que le encantaba. Tenía quince años, más de doscientos cincuenta mil kilómetros, pero jamás la había dejado tirada. En un semáforo, se pintó ligeramente los labios, pero consiguió llegar a casa de sus padres en el tiempo estipulado.

– ¡Kelly! -exclamó su padre mientras empujaba su silla de ruedas al comedor donde la mesa ya estaba puesta.

Ron Dillinger, que una vez fue un hombre alto y atlético, llevaba veinticinco años postrado en aquella silla de ruedas como resultado de una bala que se le alojó en la espalda y le dañó la médula espinal. Por aquel entonces, era ayudante del sheriff.

– Me alegro de que hayas podido venir -afirmó.

– Yo también, papá -dijo ella antes de darle un beso en la frente.

– Veo que has estado muy ocupada -comentó mostrándole un periódico-. Están ocurriendo muchas cosas.

– Como siempre.

– Así es como yo lo recuerdo. Incluso en mis tiempos, nunca había suficientes hombres en el cuerpo.

– Ni mujeres.

– Por aquel entonces no había ninguna mujer -replicó Ron.

– Tal vez por eso no erais tan eficientes -bromeó Kelly. Ron la golpeó con su periódico.

A continuación, Kelly se dirigió a la cocina, donde se vio recibida por un coro de gritos de alegría de sus sobrinos, Aaron y Spencer, que no parecían relajarse nunca.

Los muchachos se lanzaron sobre ella y estuvieron a punto de tirar a su madre al suelo al hacerlo.

– ¡Tía Kelly! -gritó Aaron-. Aupa, aupa -dijo el niño, de tres años. Kelly lo tomó encantada del suelo. El pequeño llevaba un bocadillo medio aplastado en una mano y un camión de juguete en la otra. Tenía toda la cara manchada de mantequilla de cacahuete-. Has vinido.

– Así es.

– Venido. Se dice «has venido» -lo corrigió Karla.

– Eres un bebé -se mofó Spencer.

– ¡No es verdad! -gritó Aaron.

– Claro que no -lo defendió Kelly mientras lo dejaba en el suelo y se preguntaba cuánta mantequilla de cacahuete tenía pegada en el jersey-. Ni tú tampoco -le dijo a su otro sobrino, que tenía un enorme hueco donde antes habían estado sus dos incisivos superiores. Spencer, un niño pecoso de ojos azules y listo como el hambre, disfrutaba burlándose de su hermano, que lo era tan sólo por parte de madre. Karla, que era dos años menor que Kelly, había estado casada en dos ocasiones, divorciada otras tantas veces y había decidido que iba a prescindir de los hombres y del matrimonio para siempre.

– Toma, tú puedes hacer el puré de patatas -le dijo Karla a Spencer, mientras tomaba una toallita húmeda y salía corriendo detrás de Aaron para limpiarle la cara.

El niño fue corriendo hacia el salón.

– ¡Yayo! -gritó Aaron, esperando que su abuelo lo protegiera de la obsesión materna por la limpieza.

– Él no te va a salvar.

Eva, la madre de Kelly y Karla, estaba terminando de preparar la cena. El aroma de la carne asada, de las hierbas y del perfume de su madre se mezclaban agradablemente en la cocina.

– Una nunca se aburre cuando estos dos andan por medio.

– Eso va lo veo.

Kelly revolvió cariñosamente el cabello de Spencer y cerró los ojos horrorizada ante el grito que se escuchó en el comedor. A continuación, se lavó las manos y se dispuso a preparar el puré de patatas. Entre el ruido de la batidora, los gritos de Aaron, el sonido del microondas, y el periquito de sus padres, Kelly apenas podía pensar.

– Yo prepararé la salsa -dijo Karla, tras arrojar la toallita a la basura.

– ¿Misión cumplida? -preguntó Kelly mirando a Aaron, que ya parecía estar más calmado. Tenía el rostro completamente limpio, aunque algo rojo.

– Sí, y va a durar un tiempo récord de cinco minutos. Eso si tenemos suerte.

La madre de Kelly soltó una carcajada. Era una mujer menuda, con rizos pelirrojos y una piel de porcelana. Adoraba a sus dos hijos como si fueran regalos de Dios, lo que en realidad era verdad. Era una pena que los niños tuvieran a unos canallas como padres. Seth Kramer y Franklin Anderson eran tan distintos como el día y la noche. Su único rasgo en común era que no eran capaces de hacerse cargo de sus responsabilidades como padres.

– ¿Estamos ya más o menos listos? -preguntó Karla.

Kelly apagó la batidora.

– Creo que sí.

Tardaron otros cinco minutos en llevar todo al comedor, encontrar la trona de Aaron, sentar a los dos niños a la mesa y servir, pero muy pronto Kelly se encontró saboreando un suculento plato de carne asada de cerdo con verduras. Poco a poco, consiguió relajarse. La tensión le iba desapareciendo de los hombros mientras comían y charlaban, tal y como había ocurrido en su infancia, a pesar de que había dos comensales más a la mesa.

– Bueno, ¿qué es todo eso con los McCafferty? -le preguntó su padre-. He leído en los periódicos que se sospecha que haya podido haber algo sucio en ese asunto.