– ¿Acaso no es así siempre? -replicó Kelly.

– Con esa familia, desde luego que sí -apostilló Eva.

– Sí. Efectivamente, son de poco fiar. De eso no hay ninguna duda.

– Amén -comentó Karla, mientras cortaba minúsculos trocitos de carne para su hijo pequeño.

Kelly no realizó comentario alguno. Durante años, el apellido McCafferty había sido equivalente al de Belcebú o Lucifer en el hogar de los Dillinger. Vio que su madre suspiraba suavemente mientras se servía un poco de salsa sobre el puré de patatas.

– Supongo que ahora todo es agua pasada -dijo ella suavemente, pero el dolor de la vieja traición aún resultaba evidente en las líneas de expresión de su rostro.

Ron frunció el ceño.

– Tal vez sí, pero eso no significa que yo tenga que sentir simpatía alguna por ellos.

– John Randall está ya muerto.

– Y espero que se pudra en su tumba.

– ¡Papá! -exclamó Karla, y señaló a sus hijos con la mirada.

– Eso es lo que siento. No hay razón alguna para suavizarlo. A ese hijo de perra no le importaba nadie más que los suyos. No le importó todos los años que tu madre se pasó trabajando para él, dejando pasar otros buenos empleos. La dejó sin trabajo cuando las cosas se pusieron difíciles. ¿Y qué pasó con su pensión? Nada. Eso fue lo que pasó. No hubo pensión alguna. Malas inversiones o borracheras de tal calibre que…

– ¡Papá! -insistió Karla.

– Karla tiene razón. No sirve de nada hablar de estas cosas delante de los niños -afirmó Eva-. Ahora, si alguien me puede pasar la pimienta…

Se dejó de hablar del tema al menos durante la duración de la comida. Su padre incluso volvió a sonreír cuando probó el pastel de merengue que su esposa había preparado.

Después de recoger los platos y cargar el lavavajillas, Ron desafió a los niños a un juego de damas sobre una pequeña mesa que había cerca del fuego. Aaron se subió al regazo de su abuelo y los dos jugaron juntos contra Spencer.

– A los dos les vendría muy bien la figura de un padre -comentó Karla al ver a sus hijos con el abuelo-. Desgraciadamente, lo único que tienen es a papá.

– Los dos tienen padres -le recordó Kelly.

Karla hizo un gesto de impaciencia con sus ojos verdes.

– Venga ya… Lo que tienen es dos tipos que han donado su esperma. Nada más. Madre mía, ¡qué mal elijo a los hombres! Algunas personas tienen problemas para realizar deportes. Yo los tengo para el amor.

– Tú y el resto de las mujeres de este planeta.

– No estoy bromeando. Yo me doy cuenta cuando otra persona está a punto de cometer un error, pero parece que estoy ciega en lo que se refiere a mi elección de hombres.

– O que los miras con buenos ojos.

– Sí, eso también. Tú nunca te arriesgas, Kelly. Es decir, con el amor. En tu carrera sí lo haces.

– Tal vez he estado demasiado ocupada.

– O tal vez simplemente eres más inteligente que yo -comentó Karla con un suspiro-. No te veo cometiendo los mismos errores que yo.

– Te olvidas de que tengo mi profesión. Soy policía -comentó Kelly mientras tomaba su abrigo.

– Y yo también. No me irás a decir que ser esteticista y tener tu propia tienda no cuenta.

– Ni siquiera me atrevería a sugerirlo -comentó Kelly, riendo.

– Bueno, volvamos a ti. ¿Cuándo te vas a olvidar de tu placa el tiempo suficiente para poder enamorarte?

– En cuanto tú dejes a un lado los rulos de la permanente, el champú y las horquillas.

– Qué graciosa.

– Eso me parecía -afirmó Kelly mientras terminaba de ponerse el abrigo.

– Creo que a las dos nos vendría muy bien que Randi McCafferty nos diera consejo. ¿Sabes que escribía una columna para personas solteras? -le preguntó Karla-. Por supuesto que lo sabes… ¿en qué estaba yo pensando? Llevas semanas trabajando en ese caso -añadió. Tomó también los abrigos de sus hijos y se dirigió a la puerta del salón-. Vamos, niños. Ha llegado la hora de marcharse -dijo. Los dos niños protestaron. Karla volvió a dirigirse a su hermana-. Sólo estaba bromeando sobre la columna de Randi McCafferty. Te aseguro que la última persona de la que aceptaría un consejo sería un McCafferty.

– Tal vez no sean todos tan malos como creemos -dijo Kelly mientras se sacaba las llaves del coche del bolsillo.

– ¿No? ¿Significa eso que ahora les están saliendo alas y halos? -replicó Karla-. No lo creo.

Se escuchó un gritó de júbilo en el salón, que significaba que Spencer había ganado a Aaron y a su abuelo. Aaron se echó a llorar, pero por el brillo que había en los ojos de Ron Dillinger, Kelly estuvo segura de que él había dejado que ganara su nieto mayor.

– Vamos, chicos. Ya ha llegado la hora de marcharse -insistió Karla-. Sacarlos de aquí es como extraer un diente.

– ¡No! -gritaba Aaron. Se negaba a moverse del regazo de su abuelo. Por su parte. Spencer se negaba a hacer caso a su madre, fuera lo que fuera lo que ésta hiciera.

Al final, tras una gran pelea, Karla consiguió poner los abrigos, los gorros y los guantes a sus dos hijos.

– Ahora, niños, tenéis que portaros bien -dijo Eva saliendo de la cocina. Le dio un beso a cada uno de los niños y una minúscula chocolatina.

– ¡Seré bueno! -prometió Aaron mientras trataba de quitarse los guantes para comerse el chocolate.

– ¡Mamá! -protestó Karla.

– Es que no puedo evitarlo…

– Venga, ya está -dijo Kelly. Desenvolvió la chocolatina y la metió en la boca de Aaron.

– Es como uno de esos pollitos que se ven en los documentales -comentó Karla, muerta de risa-. ¿Verdad que sí, polluelo?

Aaron sonrió. El chocolate empezó a caérsele por la barbilla.

– Tengo que marcharme de aquí. Vamos, Spencer -dijo Karla mientras sacaba a sus dos hijos por la puerta y dejaba que Kelly se despidiera de sus padres.

– ¿A ti te va todo bien? -le preguntó a Kelly su padre, con los ojos llenos de preocupación mientras se acercaba a la puerta de la calle en su silla de ruedas.

– No podrían irme mejor.

– Los chicos de la comisaría no te estarán dando problemas, ¿verdad?

– Nada que no me merezca, papá. No estamos en los años cuarenta, ¿sabes? Hoy en día hay miles de policías femeninas.

– Lo sé, lo sé, pero es que no me parece un trabajo apropiado para una mujer. No te ofendas.

– No me ofendo, papá, en absoluto. Simplemente acabas de denigrar a todas las mujeres policía que conozco, pero ¿ofenderme yo? Claro que no.

– Está bien, está bien. Ya me has dicho lo que piensas -dijo Ron riendo-. Simplemente, no dejes que nadie te lo haga pasar mal. Ni ninguno de los muchachos con los que trabajas ni, por supuesto, ninguno de los McCafferty.

– ¿Es imposible olvidarse de ellos? -preguntó Eva.

– Imposible -replicó Ron. Con eso, se dio la vuelta y regresó al salón. Entonces, volvió con una copia del Grand Hope Gazette y lo dobló para poder enseñarles mejor un artículo que había en la tercera página, en el que se hablaba del accidente de aviación sufrido por Thorne McCafferty-. Y esto es después de que hayan pasado un par de semanas -añadió. Entonces, releyó rápidamente el artículo e hizo un resumen del mismo-. Parece que hay dudas sobre si hay algo sucio en este asunto. El periodista que firma el artículo parece creer que el accidente de avión de Thorne y el de coche de la hermana podrían estar relacionados. Bah. A mí me parece una coincidencia -concluyó. Entonces, miró a Kelly. Evidentemente, le estaba pidiendo su opinión.

– No puedo hablar libremente del caso.

– Corta el rollo, Kelly. Somos familia.

– Y yo te contaré algo cuando tenga que hacerlo, ¿de acuerdo? Ahora, tengo que marcharme. Me llama el deber.

Les dio un beso a sus padres en la mejilla y se dirigió rápidamente a su coche. La nieve había dejado de caer, pero el cielo estaba completamente nublado y no se veía ni una sola estrella en el cielo. Hacía mucho frío y tenía el parabrisas congelado, pero el coche arrancó a la primera. Se alejó de la casa de sus padres con un sentimiento de nostalgia. Sus progenitores estaban envejeciendo, más rápidamente que nunca a medida que pasaban los días.

Su padre jamás había recuperado su fortaleza después del disparo que le arruinó su trayectoria profesional y lo dejó tullido de por vida. Su madre, muy fuerte, se había hecho cargo de un marido convaleciente y dos niñas pequeñas. Había empezado a trabajar para John Randall McCafferty como secretaria para poder llegar a final de mes. John Randall le había prometido subidas de sueldo, ascensos, pagas extra y un plan de pensiones, pero su buena suerte cambió después de su divorcio. Lo perdió todo menos el rancho. Eva perdió su trabajo y descubrió que todas las promesas que John Randall le había hecho habían sido mentiras. John Randall había invertido todo lo que le pertenecía a ella en pozos petrolíferos que se habían secado, en minas de plata que jamás habían producido nada y en empresas que habían tenido que cerrar sus puertas al poco tiempo de abrir.

Se habló de demandarlo, pero Eva no pudo encontrar ningún abogado en la ciudad que estuviera dispuesto a enfrentarse a un hombre que había sido uno de los políticos de la zona, muy influyente y que aún tenía vínculos con jueces, con el alcalde e incluso con un par de senadores.

– No sigas pensando en ello -se dijo Kelly.

Atravesó la ciudad en la que había crecido y se dirigió a su casa. Con el mando a distancia, abrió la puerta de su garaje.

Aunque su familia no había tenido nunca mucho dinero, había crecido con seguridad y amor por parte de sus padres. Eso era, probablemente, mucho más de los que ninguno de los hijos de McCafferty podía decir. Subió las escaleras para ir a su dormitorio en el piso superior, se puso el pijama y una bata y se preparó una taza de café descafeinado, que se tomó sentada en la mesa de la cocina mientras examinaba sus notas sobre el caso de Randi McCafferty y de su hermano Thorne.

Había tantas preguntas sobre la hija de John Randall, preguntas que nadie parecía capaz de responder. Kelly había entrevistado a todos los hermanos, a todos los que trabajaban en el rancho y a todos los amigos que Randi tenía en la zona. Mientras tanto, se había mantenido en contacto con la policía de Seattle, que se había preocupado de hacer lo mismo allí, en la ciudad en la que Randi vivía y trabajaba. No era el procedimiento habitual, pero aquel caso era diferente por estar Randi embarazada, haber dado a luz y estar en coma mientras sus hermanos se empeñaban en que alguien la había echado de la carretera.

Sin embargo, hasta que Randi McCafferty saliera del coma, el misterio que la envolvía permanecería sin resolverse.

Mientras observaba las notas, Kelly decidió que había dos preguntas que resultaban más llamativas que el resto. La primera era quién era el padre del hijo de Randi y la segunda si Randi estaba escribiendo un libro y, si era así, de qué trataba.

De repente, empezó a sentir un fuerte dolor de cabeza. Se terminó su café y se reclinó en la silla. Recordó a Matt McCafferty, tal y como lo había visto en su despacho y en el hospital. Rasgos masculinos, ojos oscuros, mandíbula muy cuadrada, cuerpo duro y habituado al trabajo físico. Había entrado en la comisaría como si se fuera a comer a alguien, pero había algo más en él, sentimientos más profundos de los que ella había sido testigo mientras Matt estaba junto a la cama de su hermana en el hospital. Sentimientos que él había tratado de ocultar. Culpabilidad. Preocupación. Miedo.

Sí. Decidió que, efectivamente, había mucho más en lo que se refería a Matt McCafferty de lo que parecía a primera vista.

Se estiró y bostezó. Entonces, se levantó y se dirigía a su dormitorio cuando el teléfono comenzó a sonar. Contestó la llamada en la extensión que tenía en su mesilla de noche y miró al reloj. Eran las once cuarenta y siete.

– ¿Sí? -preguntó, segura de que iba a ser una emergencia.

La voz de Espinoza resonó al otro lado de la línea telefónica.

– Tenemos un problema. Reúnete conmigo en el hospital de St. James inmediatamente.

– ¿Qué ha ocurrido?

– Se trata de Randi McCafferty. Alguien ha intentado asesinarla.

Tres

En algún lugar, un teléfono estaba sonando. Resultaba profundamente irritante y entrometido, pero la mujer, desnuda hasta la cintura, con el uniforme colocado sobre una silla de una habitación completamente desconocida, no pareció percatarse.

¡Riiing!

Ella dio un paso al frente, echándose la larga melena de cabello rojizo por encima del hombro. Entonces, le dedicó una pícara sonrisa. A continuación, le guiñó el ojo y dijo:

– Venga, vamos vaquero, demuéstrame de qué pasta estás hecho.

Los ojos oscuros le brillaban con un fuego intenso y sugerente y los labios eran gruesos, húmedos y pedían a gritos que se los besara.