Por ejemplo, echarle una buena reprimenda a la persona que había puesto su nombre en la lista de los despedidos, sugerirle que volviera o incluso ofrecerle una buena suma de dinero para convencerla…

– Sí, claro que lo sé -contestó Grant sin embargo.

– ¿Lo sabía? -repitió Callie en tono estúpido.

Así que lo sabía.

¿Y si incluso hubiera sido él la persona que hubiera puesto su nombre en la lista? Como si lo estuviera oyendo.

«Despedid a la rubita. Me gustan las mujeres inteligentes, pero ésta es una listilla».

Callie se enfureció. La rabia que se había apoderado de ella aquella misma tarde, cuando se había enterado de que la habían puesto de patitas en la calle, volvió a hacer acto de presencia, lo que la llevó a soltarse de él con fuerza.

– Se cree que lo sabe todo, ¿eh? -le espetó-. ¿Y qué le parece que haya perdido el trabajo que me ayudaba a pagar la montaña de deudas que amenaza con comerme viva? ¿También sabía que están a punto de echarme de mi casa porque no puedo pagar el alquiler? ¿Se paran a pensar en esas cosas cuando echan a la gente a la calle o somos simples peones en un tablero de ajedrez que les importa muy poco?

– ¿Ha terminado? -le espetó Grant muy serio.

– ¡No! Hay otras personas en mi situación. En realidad, todos los del departamento de investigación. Apenas llegamos a fin de mes porque, dicho sea de paso, esta empresa no paga muy bien, ¿sabe? Y ahora estamos todos en la cuerda floja, preguntándonos de dónde vamos sacar dinero para comer…

– Muy bien, ya basta -la interrumpió Grant-. Alto ahí, Norma Rae. Por aquí, no nos gustan las revoluciones campesinas -añadió limpiándose la sangre con un pañuelo-. No me quiero ni imaginar el peligro que tendría usted con una horca en la mano… -murmuró.

Callie estaba a punto de contestarle con vehemencia cuando se dio cuenta de que la hemorragia era peor de lo que parecía. De hecho, tuvo que morderse el labio para no gritar.

Sus instintos la llevaban a dar un paso al frente para ayudarlo. Tenía que curarlo. Incluso consolarlo. Al fin y al cabo, toda aquello había sido culpa suya.

Lo más raro de todo aquello era que Grant jamás le había parecido tan atractivo como en aquellos momentos. Tenía el pelo revuelto y le caía un mechón sobre la frente y todo aquello del corte en el labio y la sangre le confería un halo de vulnerabilidad de lo más atractivo.

Él, que siempre parecía invencible…

Claro que, en cuanto centró en Callie su mirada irónica de siempre, lo estropeó todo.

– Venga aquí, pequeña asesina en potencia -dijo girándose hacia el pasillo-. Va a tener que arreglar lo que ha roto.

Callie lo siguió hasta su despacho. Se sentía culpable y, de momento, eso la estaba haciendo dócil.

Lo cierto era que no había estado muy a menudo en su despacho. Sabía que muchas empleadas buscaban cualquier excusa para pasarse por allí, pero ella no era así.

Grant Carver era guapo, soltero y el sobrino del presidente de la empresa, así que todo el mundo lo consideraba un buen partido.

Sin embargo, Callie nunca lo había encontrado especialmente atractivo y sí demasiado arrogante. Aquella actitud no hacía sino alejarla de él porque le recordaba a su breve, pero miserable matrimonio.

No porque Grant se pareciera a Ralph, la verdad. Por lo menos la arrogancia de Grant estaba basada en un cierto nivel de competencia. La de Ralph había sido un gran farol.

Aun así, Callie se había prometido muchas veces que jamás dejaría que un hombre volviera a gobernar su vida como su marido lo había hecho años atrás. Por eso, estaba más que decidida a mantener las distancias con los hombres como Grant.

El despacho de Grant resultó ser muy parecido a él mismo, es decir, atractivo y bien mantenido. Había una alfombra mullida, sillones de cuero y espejos, todo lo que confería a la estancia un ambiente de lo más rico.

Al instante, Callie se fijó en una fotografía que había en su mesa. En ella se veía a una mujer de pelo oscuro, muy guapa, que sostenía en brazos a una niña pequeña también muy guapa.

Callie sabía que se trataba de la esposa y de la hija de Grant, ambas muertas en un terrible accidente de coche hacía unos años.

Callie apenas podía imaginarse lo que debía de ser la tragedia de perder a un hijo. Según decía la gente, Grant había cambiado después del accidente. Por lo visto, se había convertido en una persona completamente diferente.

Callie no tenía ni idea de cómo había sido antes, pero le costaba imaginárselo siendo alegre y risueño. El hombre al que conocía como Grant Carver era un hombre completamente concentrado en la empresa, el trabajo y el éxito.

Así que… ambos eran viudos.

Nunca antes se le había ocurrido la idea y, en cuanto se le pasó por la cabeza, Callie dio un respingo.

No, no quería pensar en ello.

– ¿Dónde tiene el botiquín de primeros auxilios? -le preguntó dejando la orquídea sobre la mesa, fijándose en una puerta que había a la derecha y suponiendo que sería el baño.

– De la herida ya me ocupo yo -contestó Grant quitándose la camisa-. Usted ocúpese de quitarme la sangre de aquí -añadió entregándosela.

Callie se quedó anonadada por la increíble vista de su impresionante torso. Se suponía que los hombres de su edad no estaban tan bien.

Grant debía de andar por los treinta y tantos. Con esa edad, la mayoría de los hombres que Callie conocía habían cambiado el gimnasio por las patatas fritas y la cerveza.

Por lo visto, Grant Carver no había caído en aquel esquema.

Aquel hombre parecía la estatua de un dios griego.

«Sí, igual de frío también», se recordó Callie intentando mantener la compostura.

Se sentía atontada, pero consiguió tomar la camisa y se dirigió al lavabo del baño. ¿Se habría quedado mirando durante demasiado tiempo? ¿Se habría dado cuenta Grant?

«¡Por favor, que no se haya dado cuenta!», rezó abriendo el grifo y frotando la mancha.

– No sé qué ponerme -comentó Grant yendo hacia ella y colocándose a su espalda-. ¿Usted qué cree? ¿Yodo o mercurocromo?

Callie se giró para estudiar la herida, pero, al hacerlo, se encontró con que Grant estaba demasiado cerca. Ante sí tenía su piel bronceada y sus espectaculares músculos. ¿Aquello que estaba sintiendo era el calor que emanaba de su cuerpo?

Además y para colmo, olía de maravilla, a hierba recién cortada y a jabón. Durante un segundo, Callie sintió la potente necesidad de tocarlo.

¡Cuánto tiempo hacía que no abrazaba a un hombre!

– Fuera -le ordenó señalando la puerta.

– ¿Qué pasa? -se extrañó Grant.

– Está… ¡desnudo!

– No estoy desnudo. Simplemente, no llevo camisa.

Callie cerró los ojos y tomó aire.

– Está desnudo, así que o se va usted o me voy yo.

Grant abrió la boca para decir algo. Callie era consciente de que había dos posibilidades: le iba a espetar que no fuera ridícula o le iba a tomar el pelo por ser una cursi.

Callie apretó los dientes para la que se le venía encima, pero, para su alivio, Grant se resistió a la tentación y salió del baño.

Una vez a solas, Callie suspiró.

Menos mal que Grant se había ido porque era tan atractivo que… bueno, Callie no sabía lo que habría sucedido… al final y al cabo, era una mujer y Grant era el hombre más guapo que había tenido cerca en mucho tiempo.

Aun así, le hubiera gustado no haberse mostrado tan evidente ante él.

Callie terminó de lavar la camisa y, cuando volvió al despacho, se encontró con Grant poniéndose una camiseta que había sacado de algún sitio. La camiseta le marcaba los bíceps y enfatizaba sus músculos, pero era mejor que verlo desnudo de cintura para arriba.

– He dejado la camisa colgada en el baño para que se seque -anunció Callie sin mirarlo a los ojos.

Grant se giró hacia ella y recordó al instante lo que tanto le gustaba de aquella mujer. Callie Stevens era eficiente y concisa. Tenía una sonrisa sincera y no batía las pestañas como una mariposa seductora cuando hablaba con él.

Le había sorprendido su reacción de hacía unos minutos. Normalmente, era una mujer cuidadosa y controlada. Aquello precisamente había llevado a Grant a hacerle una propuesta muy interesante unos meses atrás.

En aquel entonces, Callie había respondido como si le hubiera pedido que vendiera su alma al diablo, lo que a Grant le había parecido toda una exageración.

Aun así, no había podido quitarse la idea de la cabeza.

– ¿Le parece bien esta distancia? -bromeó.

– Siempre y cuando esté vestido, no hay problema -contestó Callie con calma-. Los hombres desnudos me ponen nerviosa.

– A mí también -contestó Grant-. Sin embargo, las mujeres desnudas…

– No deberían acercarse a usted ni en broma.

Aquello lo hizo reír.

– Pero si soy un hombre de familia -contestó.

De repente, recordó la cruda realidad y la sonrisa se borró de su rostro. Ya no tenía familia.

– Bueno, era un hombre de familia -murmuró mirando el horizonte.

Hacía ya casi dos años que Jan había muerto. Ya era capaz de pasar unos cuantos días seguidos sin ganas de vomitar, sin sentir que se le rompía el corazón de dolor al pensar en ella y en lo que había perdido.

Sin embargo, de repente, todas aquellas sensaciones volvían a aparecer cuando menos se lo esperaba.

Como ahora.

Jan había sido la única mujer a la que había amado y a la que jamás amaría. Por eso, casi le gustaba el dolor. Cualquier cosa que lo acercara por un momento era bien recibida.

Grant no quería sobreponerse a su pérdida, jamás lo haría. Jan seguía siendo su esposa, para siempre.

Por otra parte, echaba de menos tener un hijo. La pequeña Lisa había sido una niña deseada y querida y Grant la echaba de menos casi tanto como a su madre.

Llevaba un año deseando tener otro hijo, un bebé que llenara el vacío que había en su corazón y le diera ganas de seguir viviendo, de mirar al futuro.

– ¿Dices eso por el abuelo? -le había preguntado su hermana Gena hacía pocos días cuando Grant le había comentado algo del asunto-. Soy consciente de que te insiste a menudo para que te vuelvas a casar y tengas un heredero que continúe con el apellido.

– Carver, el apellido de los héroes de Texas -había contestado Grant imitando a su abuelo y haciéndolos reír a ambos-. No, esto no tiene nada que ver con volverme a casar.

– Normalmente, uno tiene hijos con la mujer con la que está casado -le había dicho su hermana.

– Bueno, ya me las arreglaré para no tener que casarme -había contestado Grant.

– No puedes tener hijos sin estar casado -había insistido Gena.

– ¿Ah, no? Ya verás.

Aunque lo había dicho con mucha convicción, Grant no se sentía tan seguro. Tras haber estudiado todas las opciones que tenía, se había dado cuenta de que no era tan fácil. Los hijos no se podían comprar ni reservar ni encargar como si se tratara de un coche nuevo.

Eso se podía hacer con un hijo adoptivo, por supuesto, pero no si uno quería que su descendencia llevara sus genes.

Y eso era exactamente lo que Grant deseaba en lo más profundo de su corazón… aunque lo cierto era que no tenía ni idea de cómo lo iba a conseguir.

– ¿Tiene familia? -le preguntó a Callie con curiosidad.

Sabía que era viuda, pero no tenía más detalles.

– ¿Familia? -repitió Callie mirando hacia la puerta-. Eh… no, la verdad es que no. Estoy, más bien, sola.

Grant se apoyó en la mesa y se tocó el labio.

– Todo el mundo necesita tener familia -recapacitó-. Acabo de pasar unos días en una reunión familiar de un amigo en San Tina y ver a toda esa gente reunida y pasándoselo fenomenal… en fin, esa gente se quiere y se preocupan los unos por los otros… eso me ha hecho darme cuenta de que yo quiero formar una familia. Todos necesitamos a los demás.

«Y yo necesito un hijo», añadió Grant para sí mismo.

Por supuesto, no lo dijo en voz alta, pero, de alguna manera, le pareció que Callie le leía el pensamiento. Al ver cómo lo miraba, se dio cuenta de que ambos estaban pensando en lo mismo, en aquella tarde lluviosa de hacía seis meses en la que se había pasado por la consulta médica de su primo y se había encontrado con Callie Stevens.

Su primo era médico y estaba especializado en técnicas de fertilidad, concretamente en fertilización in vitro.

Aquel día, Grant, desesperado y torturado por su ansia de tener un hijo al que amar, había decidido pasarse por la consulta de su primo a hablar con él para ver si sabía indicarle la manera de encontrar a una madre de alquiler.

Y, al entrar, se había encontrado con Callie, que leía nerviosa una revista. Al saludarla, Callie se había puesto como la grana y había fingido que las recetas de tofu la fascinaban.

Grant se había ido sin hablar con su primo y sin obtener la información que buscaba, pero con la curiosidad de saber qué hacía una mujer como Callie en la sala de espera de la consulta de su primo.