– Me temo que el secreto es inherente a la labor de cualquier espía.
– ¿El secreto? Querrá decir usted la mentira.
A Nathan no le costó ver que Victoria se debatía en un mar de emociones, intentando asimilar sus sentimientos, y ver ese debate le afectó de un modo al que no supo poner nombre. Se acercó a ella y la tomó con suavidad de los brazos.
– Me refiero a decir y a hacer lo que sea necesario para mantener oculta nuestro vínculo con la Corona y así poder llevar a cabo nuestro cometido y proteger los intereses del país. Mantenernos a salvo a nosotros, a nuestros amigos y a nuestra familia.
La mirada de Victoria buscó la de él.
– La noche que vino usted a casa a ver a mi padre… ¿su visita estaba relacionada con la misión referente a las joyas? -preguntó.
Un músculo se contrajo en la mandíbula de Nathan.
– Sí.
– ¿Mi padre estaba involucrado?
Hasta su condenado cuello, pensó Nathan.
– Así es. -La soltó y entonces, tras librar un breve debate consigo mismo, decidió que no tenía sentido no hablar claro-. Su padre coordinaba la misión. Él fue el encargado de reclutarnos.
Victoria asimiló sus palabras y dijo:
– Entonces, papá es más que un simple espía. ¿Es un… jefe de otros espías?
– En efecto.
– ¿Y quién, además de usted, está incluido en ese «nosotros» que mi padre reclutó?
– Mi hermano y lord Alwyck.
Victoria asintió despacio sin apartar en ningún momento los ojos de los de Nathan.
– Entonces, esta noche, durante la cena, he estado sentada entre dos espías y delante de un tercero.
– Antiguos espías. Sí.
– ¿También lo fue su padre?
– No.
– ¿Su mayordomo? ¿El ama de llaves? ¿El lacayo?
Una de las comisuras de los labios de Nathan se curvó ligeramente hacia arriba.
– No, que yo sepa.
– No sabe cuánto me alivia saberlo. Pero no nos olvidemos de mi genial y distraído padre, al que está claro que no conozco en absoluto. -La voz de Victoria tembló al pronunciar la última palabra y bajó la cabeza para mirar al suelo.
Nathan volvió a experimentar esa sensación de vacío en el pecho. Puso un dedo bajo el mentón de la joven y con suavidad la obligó a levantar la cabeza hasta que sus miradas se encontraron de nuevo.
– El hecho de que se le considere un hombre despistado y genial jugaba en gran medida a nuestro favor. El trabajo que coordinaba salvó la vida de cientos de soldados británicos. Y, para que pudiera hacerlo, había aspectos de su vida que no podía compartir con usted, ni con nadie.
Victoria tragó saliva, contrayendo su esbelta garganta y con los ojos preñados de preguntas.
– Eso lo entiendo -dijo por fin-. Lo que no entiendo es por qué le ha enviado esta nota conmigo. ¿Por qué no enviar a alguno de sus espías? ¿O reunirse con usted en Londres?
Antes de darle una respuesta, Nathan apartó el dedo del mentón de Victoria, dejando deslizar la yema por su piel durante una mínima fracción de segundo. Tanta suavidad… Maldición, qué piel tan delicada la de Victoria. Se le contrajeron las manos ante la necesidad de volver a tocarla. Tan intenso era el deseo que tuvo que alejarse de ella para asegurarse de no ceder a la imperiosa necesidad.
Tras acercarse a la repisa de la chimenea, fijó la mirada en el fulgor de las llamas y se sumió en un breve debate interno. Luego se volvió a mirarla.
– Su padre la envió a Cornwall porque cree que usted está en peligro. Quería sacarla de Londres y quería también traer la información a Cornwall, de modo que con un solo viaje vio satisfechos ambos cometidos.
– ¿En peligro? -repitió Victoria, cuyo tono expresaba a la vez duda y sorpresa-. ¿Qué clase de peligro? ¿Y por qué iba él a pensar algo semejante?
– No ha sido tan específico al respecto, pero sin duda cree que puede sufrir usted algún daño. En cuanto al porqué, me atrevería a aventurar que o bien ha recibido alguna amenaza contra usted o contra él mismo y por ello teme que usted pueda resultar herida en la refriega. Quizá ambas cosas.
Victoria palideció.
– ¿Cree usted que mi padre corre algún peligro?
– No lo sé. -Nathan le dedicó una mirada significativa-. Estoy convencido de que la carta que me envió en su bolsa de viaje contiene la respuesta a su pregunta.
– He leído la carta. No había en ella ninguna mención a ningún peligro. Lo cierto es que solo hablaba de… -Frunció los labios. Después de una pausa, dijo-: No mencionaba ningún peligro.
– No del modo en que ni usted ni ningún otro profano podría discernirlo. Su padre me habría escrito en código.
Un largo y tenso silencio se abrió entre ambos. Por fin Victoria alzó la barbilla, mostrando unos ojos turbados.
– ¿Y si papá resulta herido… o algo peor… mientras ye estoy lejos de él?
La preocupación que reflejaban sus ojos inquietó a Nathan de un modo que no se vio capaz de explicar. Lo único que sabía es que deseaba como nada en el mundo ver desaparecer esa expresión.
– Su padre es un hombre extremadamente inteligente y dotado de incontables recursos -dijo con voz queda-. No tengo la menor duda de que será más listo que quienquiera que se atreva a desafiarle.
Un grito ahogado emergió de labios de Victoria.
– No me parece que esté hablando usted de mi padre aunque es obvio que le conoce mucho mejor que yo. -Parte de la preocupación pareció desvanecerse de su mirada! reemplazada ahora por la especulación-. Indudablemente, es usted algo más que el sencillo médico de pueblo que finge ser.
– Nunca he fingido ser médico. Lo soy. Y condenadamente bueno. -Inclinó la cabeza-. Indudablemente, es usted algo más que la bobalicona heredera que finge ser.
– Nunca he fingido ser una heredera. Lo soy. Y tampoco he sido jamás una bobalicona… eso no es más que una muestra de su arrogancia y de sus infundadas suposiciones.
– Quiero esa nota, lady Victoria.
– Sí, lo sé. Qué mala suerte para usted que obre en mi poder.
– No puedo pretender protegerla sin estar al corriente del peligro que su padre teme inminente.
– ¿Usted? ¿Protegerme? -se burló Victoria-. ¿Usted, que está sordo como una tapia? ¿Cuál es su plan para protegerme… ordenar a sus gallinas y a sus patos que reduzcan a picotazos a todo aquel que amenace mi seguridad?
Buen Dios. ¿En algún momento había considerado a lady Victoria una mujer atractiva? Debía de haber perdido el juicio. Era una joven exasperante. Y sin duda estaba jugando con él. Maldición, pero si no era más que una… una exasperante niña mimada. Y su paciencia se encontraba oficialmente al borde de sus límites.
Con su mirada entornada firmemente sobre la de ella, Nathan preguntó:
– ¿Por qué se niega a devolverme la nota?
– No me he negado a devolvérsela.
– Entonces ¿accederá a mi petición?
– No… al menos, no todavía.
– No soy la clase de hombre al que pueda hacer bailar al son que prefiera, lady Victoria.
– Nunca he dicho que sea ese mi propósito.
– Bien. Aunque es obvio que algo quiere.
– Cierto.
– Gracias a Dios, no soy propenso a derrumbarme al oír declaraciones sorprendentes. ¿Qué es lo que quiere?
– Quiero que me incluya. Quiero ayudarle.
– ¿Ayudarme a qué?
– A llevar a cabo la misión que mi padre le ha asignado. A recuperar las joyas.
Afortunadamente, Nathan tenía la mandíbula tensa, de lo contrario habría ido a estrellarse contra sus botas. Aun así, no logró reprimir una risotada de incredulidad.
– Ni hablar.
Ella se encogió de hombros.
– Bien, en ese caso mucho me temo que no puedo hacerle entrega de su carta.
– ¿Por qué iba usted a desear involucrarse en algo que no solo no es de su incumbencia sino que podría resultar potencialmente peligroso?
– Teniendo en cuenta que tanto mi padre como yo podemos estar en peligro, y que esa carta es la razón por la que se me ha despachado hasta este rincón apartado del mundo, creo que eso es sin duda de mi incumbencia. Veo ahora con absoluta claridad que he sido víctima de mentiras y secretos durante más años de los que puedo llegar a imaginar. Me niego a seguir sujeta a ellos. -Su expresión se endureció, tornándose enojada. Y resuelta. Dos expresiones que pondrían a cualquier hombre de inmediato en guardia-. ¿Sabe usted lo que se siente al ser víctima de la mentira, doctor Oliver?
Lo sabía, sí. Y no había disfrutado de la experiencia. Inclinó la cabeza al reconocer que Victoria le había ganado el tanto.
– Pero no puede ser tan estúpida como para albergar rencor simplemente porque su padre no le dijo aquello que podría haber comprometido la seguridad de este país.
– No, aunque no niego que me siento como una estúpida… y resentida también… al darme cuenta de lo poco que conozco al hombre con el que me crié, al que creía conocer y comprender extremadamente bien. Estoy, sin embargo, muy enojada por el hecho de que no me haya informado de que podía correr peligro.
– Ya se lo he dicho… sabe cuidar de sí mismo. Y de modo más eficaz si se ve libre de tener que preocuparse por la seguridad de su hija. Su padre quería, necesitaba, que usted se marchara de Londres. Obviamente creía que usted no lo haría si en algún momento llegaba a conocer la verdad.
– No me ha dejado elección -dijo lady Victoria, encendida-. Merecía saberlo. Tener la oportunidad de ayudarle. Ser partícipe del auténtico motivo por el que se me enviaba fuera de la ciudad. Saber que quizá también yo podía correr peligro. -Soltó un bufido-. Al menos así habría dispuesto de la oportunidad de prepararme. De ponerme en guardia. Pero, no, en vez de eso se me ha acariciado la cabeza y se me ha empujado al desierto, al cuidado de un hombre al que apenas conozco y al que hace tres años que no veo, como si por el mero hecho de ser mujer estuviera indefensa. -Todo su comportamiento rezumaba testaruda determinación-. Pues bien, ha cometido un error. Soy una mujer moderna. No permitiré que se me aparte a un lado ni que se me trate como si fuera una pobre imbécil. He diseñado un plan, y, a diferencia de usted y de mi padre, estoy más que dispuesta a ser franca y compartirlo con ambos. Es un plan sencillo, un plan que incluso usted será capaz de comprender. Tengo su nota. Se la devolveré si accede a incluirme en su misión.
– ¿Y si me niego a acceder?
Una radiante sonrisa asomó a labios de lady Victoria.
– En ese caso, no se la devolveré. ¿Lo ve? Ya le he dicho que es muy sencillo.
Nathan se apartó de la chimenea y se acercó despacio a ella como un gato salvaje que acechara a su presa. La sonrisa de Victoria se desvaneció y, lentamente, se apartó de él. Nathan siguió avanzando al ritmo de su retirada, desplazándose para acorralarla en el rincón… exactamente donde la quería, tanto física como estratégicamente. Victoria dio un nuevo paso atrás y sus hombros golpearon contra el ángulo donde las dos paredes se encontraban. Un destello de sorpresa le iluminó los ojos y a continuación irguió la espalda y alzó una pizca más el mentón, con los ojos desorbitados pero enfrentándose a la mirada de Nathan sin el menor titubeo. Si Nathan no hubiera estado tan irritado con ella, habría admirado su valor al verse atrapada y luchando por salir airosa de la situación. Victoria podía ser para él una indudable molestia, pero no era ninguna cobarde. Una gran sorpresa, pues Nathan habría apostado que ante la simple mención de la palabra «peligro» la habría visto correr en busca de sus sales.
– No logrará intimidarme para que le entregue la nota dijo Victoria, empleando un tono de voz que no desvelaba el menor ápice de temor.
Nathan plantó una mano en cada una de las dos paredes, encerrándola en el paréntesis de sus brazos.
– Nunca he tenido que intimidar a una mujer para que me dé lo que quiero, lady Victoria.
La mirada de ella se posó en sus brazos, posicionados junto a su cabeza, antes de volver a su rostro.
– Nunca la encontrará.
– Le aseguró que se equivoca.
– No. Está escondida en un lugar donde jamás podrá localizarla.
Nathan ocultó su victoria ante la inadvertida admisión de ella de que la nota seguía intacta y de que no la había destruido. Dejó descender lentamente la mirada y volvió a elevarla trazando con ella el contorno de sus formas femeninas. Cuando su mirada volvió a encontrarse con la de ella, dijo con suavidad:
– La lleva usted encima. La cuestión es averiguar si la lleva metida en una de sus ligas, o si… -Volvió a bajar la mirada hacia la elevación de piel clara que se elevaba desde el cuerpo del vestido color bronce de Victoria-. ¿Quizá la oculta entre sus pechos?
La expresión de perplejidad de la joven, sumada a su furioso acaloramiento, confirmó la exactitud de la suposición.
– Jamás había sido sometida a un escrutinio tan poco digno de un caballero -dijo, jadeante como si acabara de subir apresuradamente un tramo de escalera.
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