Una oleada de calor la abrasó al recordar aquel beso… aquel increíble beso con el que él la había dejado sin aliento, confundiéndole los sentidos, deteniéndole el corazón en el pecho y debilitándole las rodillas. Fue un beso tan breve… Demasiado. Victoria había abierto los ojos y se había encontrado con la mirada de él y con una sonrisa maliciosa en sus labios.

– Así que ha funcionado -murmuró entonces Nathan con un ronco suspiro. Al ver que ella se quedaba muda, él arqueó una ceja y dijo-: ¿No tiene nada más que decir?

Ella logró susurrar dos palabras como única respuesta:

– Otra vez.

Algo oscuro y delicioso había asomado a los ojos de Nathan, quien la deleitó con un tipo de beso distinto: una lenta, profunda y lujuriosa fusión de bocas y alientos, un apareamiento asombrosamente íntimo de lenguas que despertó todas y cada una de las terminaciones nerviosas del cuerpo de Victoria. Se pegó a él, colmada de una desesperación y de un deseo que no alcanzaba a comprender. Tan solo alcanzaba a saber que quería más, que deseaba que él no dejara de besarla. Pero no fue así y, con un gemido, él la tomó de los brazos y, retirándolos de alrededor de su cuello, la separó con firmeza de él.

Se miraron fijamente durante largos segundos y, a pesar de que Victoria se vio obligada a interpretar la intensa expresión que leyó en el rostro de él, tan aturdida estaba que le resultó del todo imposible. Luego los labios de Nathan se curvaron hasta esbozar una maliciosa sonrisa y tendió los brazos hacia ella. Con un pequeño movimiento de sus dedos largos y fuertes, le ajustó el cuerpo del vestido, que, a pesar de que ella ni siquiera había reparado en ello, estaba asombrosamente torcido, y a continuación le pasó la yema del pulgar por sus labios aún hormigueantes. El doctor pareció a punto de decir algo cuando su hermano le llamó desde la habitación contigua. Se llevó entonces la mano de Victoria a la boca y pegó los labios a sus dedos.

– Un interludio del todo inesperado y placentero, mi señora -susurró, tras lo cual, después de despedirse de ella con un guiño disoluto, salió apresuradamente de la habitación.

Temerosa de enfrentarse a su tía antes de recuperar el juicio, Victoria corrió a su habitación. De pie, delante de su espejo de cuerpo entero, se quedó perpleja al ver en él su reflejo. El perfecto peinado estaba salvajemente desordenado, el vestido arrugado, la piel encendida y los labios rojos e inflamados. Sin embargo, aun sin esas manifestaciones externas del apasionado intercambio con el doctor Oliver, la expresión de asombro y de descubrimiento que iluminaba sus ojos la habría delatado de inmediato.

El sentido común la conminaba a horrorizarse ante su más que sorprendente comportamiento, ante las libertades que le había concedido al doctor, pero su corazón se negó en redondo. ¿Cómo podía esperarse de ella que pensara con claridad cuando, por primera vez en su vida, lo único que deseaba era sentir? No había permitido a ninguno de los numerosos caballeros que habían intentado ganarse su favor durante la temporada que la besaran. Había soñado con su primer beso. Sin duda había planeado la escena al detalle, como lo hacía con todo en la vida: tendría lugar en los sobrios jardines, después de que el caballero en cuestión se lo hubiera solicitado y hubiera recibido su permiso. Sin embargo, en apenas un instante todos sus planes se habían desvanecido en una nube de vapor. Ni en sus más atrevidas fantasías habría osado conjurar nada semejante a los increíbles y mágicos momentos que había compartido con el doctor Oliver. No veía la hora de volver a verle, y después de lo que habían compartido, sabía que él se pondría en contacto con ella.

Pero Victoria no había estado tan equivocada en toda su vida. Nunca volvió a verle ni a saber de él.

Ahora, al contemplar desde la ventanilla del carruaje las interminables colinas verdes salpicadas de pequeñas casas de campo con sus techos de paja que marcaban la presencia de una nueva aldea, Victoria cerró los ojos y se avergonzó en silencio al darse cuenta de lo estúpida que había sido, ante la idiota expectación esperanzada que había regido su vida durante las semanas siguientes a aquel encuentro. Había buscado a Nathan en cada velada, esperando impaciente día tras día la llegada del cartero, sobresaltándose cada vez que oía el repiqueteo del llamador de bronce contra la puerta principal, anunciando alguna visita. No cayó ante la verdad a la que tan ciega había estado hasta una mañana a la hora del desayuno, seis semanas después de que el doctor Oliver le hubiera robado ese beso, cuando, sin darle mayor importancia, mencionó el nombre del joven a su padre. Con una sola frase, su padre había hecho añicos todas sus esperanzas. El doctor Oliver había regresado a Cornwall la mañana siguiente de su visita a la casa y no tenía intención de regresar a Londres.

Victoria recordaba aún la fiebre de humillación que la había abrasado. ¡Menuda estúpida había sido! ¡Había atribuido todos esos ideales románticos y heroicos a un hombre que no era más que un rufián! Un hombre que la había besado hasta hacerle perder el sentido sin la menor intención de volver a hablar con ella. Un hombre que le había robado su primer beso, un beso que hasta la fecha no había podido borrar de su cabeza cuando sin duda él ni siquiera debía de acordarse del encuentro. Era la primera vez en la vida que Victoria se había visto tan sumariamente despreciada, tratada con tanta mezquindad, y no le había gustado ni un ápice. Qué hombre tan grosero e insufrible. Quizá fuera un caballero por nacimiento, pero no había duda de que su educación y su moral brillaban claramente por su ausencia, puesto que no poseía un mínimo de modales.

Muy bien, cuando llegara la hora de marcharse de Cornwall, Nathan se acordaría de ella. Había sido joven e impresionable, y él era lo suficientemente experimentado para saber que se estaba aprovechando de su inocencia. Había jugado con ella de un modo que sin duda Victoria habría olvidado y por el que podría haberse reconocido culpable de haber podido olvidarle. La idea de la venganza jamás se le había pasado por la cabeza hasta que, accediendo a las demandas de su padre, se había visto obligada a emprender ese viaje no deseado, hecho al que se sumaba la reciente adquisición de la Guía femenina. Aun así, gracias a ambos factores, se encargaría de que el doctor Oliver cayera por fin en el olvido. La Guía femenina aconsejaba vengar a esa clase de rufianes y enterrarlos en el pasado al que pertenecían, y Victoria estaba totalmente decidida a hacerlo. Flirtearía con él y le besaría tan despiadadamente como él lo había hecho con ella para luego marcharse, dejándole con recuerdos que atormentaran sus largas y oscuras horas entre el crepúsculo y el amanecer. Regresaría alegremente a Londres y se casaría con uno de sus barones, dejando por completo el episodio con el doctor Oliver tras ella. Sí, era un plan excelente.

La voz de tía Delia desvió su atención del paisaje.

– Según tu padre, el doctor Oliver es un gran médico, afirmación que estoy segura es correcta.

– ¿Por qué lo dices?

Los ojos de su tía centellearon.

– Era obvio que tenía muy buena mano para el trato con los enfermos. Tu padre también mencionó el interés del doctor Oliver por los temas científicos.

Victoria apenas logró contener la mueca que luchaba por tensarle los labios. Sin duda, Nathan disfrutaba clavando alas de insectos a plafones y esas cosas. Y, en cuanto a su profesión Bah. Una prueba más de que no era un auténtico caballero, pues ningún caballero que se preciara se dedicaría a un oficio.

El carruaje aminoró la marcha hasta avanzar lentamente, y sonó entonces la voz atronadora y profunda del cochero:

– Pueden ver desde aquí la panorámica lateral de Creston Manor, detrás de esos altos árboles de la derecha, señoras. Ya solo nos queda seguir este camino para rodear la propiedad y llegar a la parte delantera. Estaremos allí en un cuarto de hora.

Los caballos retomaron un paso más alegre, y Victoria y su tía estiraron el cuello para mirar por la ventanilla. En cuanto dejaron atrás los árboles, una impresionante casa solariega quedó a la vista. La fachada de ladrillo, despintado hasta un delicado rosa pálido, parecía refulgir en el suave reflejo de la tardía y dorada luz del sol de la tarde. Acurrucado entre árboles altísimos y pastos de color verde esmeralda, Creston Manor resultaba a la vez imponente y tentador. Desde su ventajosa panorámica lateral, Victoria pudo ver los elegantes jardines y establos emplazados en la parte posterior, y un reluciente estanque de aguas azules en la parte delantera que reflejaban a la vez los árboles circundantes y la casa, al tiempo que el austero diseño del edificio quedaba claramente suavizado por las ondulaciones del agua.

Un movimiento junto a los establos llamó la atención de Victoria, quien se inclinó hacia delante. Había dos hombres junto a las puertas abiertas de los establos. Uno de ellos era un caballero de oscuros cabellos con ropa de montar. Parecía estar hablando con el otro, que sin duda era un criado, pues no llevaba camisa y sujetaba con la mano lo que parecía ser un martillo.

La mirada de Victoria quedó prendida de la espalda desnuda del hombre que, incluso desde la distancia, podía apreciar ancha y cubierta de una brillante capa de sudor. Sintió que el calor le arrebolaba las mejillas y, a pesar de que intentó apartar los ojos, su mirada, repentinamente testaruda, se negó a retirarse. Aunque sin duda su reacción se debiera simplemente a que se sentía escandalizada. Por supuesto. Los sirvientes de la propiedad que su familia tenía en el campo jamás se dedicarían al cumplimiento de sus tareas semidesnudos. No pudo evitar preguntarse qué aspecto tendría el hombre visto por delante, dado lo… cautivadora que resultaba la panorámica posterior.

Tía Delia levantó su monóculo.

– Creo que el caballero del pelo oscuro es lord Sutton.

Victoria se obligó a desviar la mirada al otro hombre y asintió.

– Sí, creo que así es.

– Y el otro… -Tía Delia se acercó tanto a la ventanilla que casi llegó a pegar la nariz al cristal-. Dios del cielo, ninguno de mis criados tiene semejante aspecto. Basta para que una desee dedicarse a inventar excusas para llamar al querido muchacho descamisado.

Los labios de Victoria se fruncieron levemente ante el escandaloso comentario de la señora.

– Esa es una de las cosas que más me, gustan de ti, tía Delia. Siempre dices lo que piensas… incluso cuando lo que piensas es…

– ¿Atrevido? Querida, es entonces cuando más divertido resulta expresar lo que una piensa.

– Estoy segura de que se pondrá una camisa antes de entrar en la casa -dijo Victoria, todavía intentando fisgonear la : escena y ocultar la nota de tristeza de su voz.

– Una lástima. Aunque supongo que tienes razón.

El carruaje giró al llegar a la esquina y el hombre se perdió de vista. En cuanto las dos mujeres volvieron a recostarse contra el respaldo de sus asientos, tía Delia volvió a hablar:

– Apuesto a que ese hombre habrá dejado un reguero de corazones rotos a su paso.

– Imagino que sí -murmuró Victoria, compadeciéndose al instante de esas mujeres, pues sabía perfectamente cómo se sentían. No obstante, gracias a la Guía femenina y a su cuidadoso plan, iba a encargarse personalmente de que ni su corazón ni su orgullo siguieran enterrados en el fango.

Capítulo 2

La mujer moderna actual debe admitir que, en cuanto se imponga, hará frente a muchas tentaciones. A veces la tentación adopta la forma de un apetecible vestido o de una deliciosa confección, a los que, dependiendo de su situación económica, quizá debería resistirse. Sin embargo, a veces la tentación adopta la forma de un apetecible y delicioso caballero, en cuyo caso no debería resistirse.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Nathan clavó otro clavo, aporreando la pequeña cabeza de metal con un jadeo satisfecho.

– ¿Dando rienda suelta a tus frustraciones? -preguntó una voz grave a su espalda.

Nathan se tensó ante el comentario de su hermano. Luego inspiró hondo y se obligó a relajar los hombros, preguntándose cuándo la incomodidad que se había instalado entre Colin y él terminaría por disiparse. Eso, claro, en caso de que llegara a disiparse algún día. Soltó un jadeo, sacudió el clavo con un golpe final que acompañó con un gruñido y miró por encima del hombro. Impecablemente vestido con su traje de montar, inmaculadamente uniformado y rezumando la imagen del perfecto caballero que Nathan había dejado de emular hacía ya tiempo, su hermano le observaba con esa expresión tan habitualmente inescrutable en él.