Nathan se volvió y cogió la camisa arrugada que había dejado apartada en el suelo para secarse la frente mojada. El sol le calentaba la espalda desnuda y agradeció la brisa fresca y perfumada que le acarició la piel caliente.
– Dando rienda suelta a mis frustraciones -repitió-. Sí, de hecho eso es exactamente.
– A juzgar por la cantidad de martillazos que llevo oyendo toda la mañana debes de estar realmente frustrado. -Colin señaló con la barbilla la obra de Nathan-. Menudo corral les estás construyendo a los animales.
– Por si no te habías dado cuenta, he llegado a casa con un buen número de animales.
– Habría resultado condenadamente difícil no reparar en ellos, con todos esos mugidos, balidos, cloqueos, ladridos, maullidos, graznidos, gruñidos y… ¿qué clase de sonido es el que hace esa cabra?
– Esa cabra tiene un nombre. Petunia.
Colin se pellizcó el puente de la nariz y negó con la cabeza.
– Se me antoja prácticamente imposible entender por qué te empeñas en mantener semejante colección de animales, y aún más imposible comprender qué necesidad tenías de traerlos a Cornwall. Pero lo que realmente no llego a entender es lo que te ha llevado a condenar a esa pobre bestia poniéndole un nombre como el de Petunia.
– No fui yo quien se lo puso. Fue la señora Fitzharbinger, la paciente que me la regaló, quien la llamó Petunia.
– Bien, está claro que la señora Fitzharbinger no posee el menor sentido del olfato porque en mi vida he olido nada menos parecido a la fragancia de una flor que esa bestia mugrienta.
– Yo en tu caso mediría mis palabras, Colin. Petunia es muy sensible a los insultos y muy dada a arremeter contra el trasero de todo aquel que habla mal de ella. -Lanzó una mirada a la cabra que, al oír su nombre, levantó su cabeza amarronada del parterre de flores donde rumiaba y le miró con sus ojos negros como la obsidiana. Un revelador manojo de flores violetas y de tallos asomaba por las comisuras de la boca de Petunia al tiempo que su desordenada barbilla no dejaba de moverse-. Siente especial predilección por las petunias. De ahí su nombre.
Colin alzó la mirada al cielo.
– Si realmente se le hubiera dado el nombre atendiendo a su manjar favorito, fácilmente podrías haberla llamado Pañuelo, Botón, Vitela…
– Sí, le encanta comer papel.
– Bien lo he visto esta mañana cuando se ha comido una nota que había dejado en el bolsillo de mi chaleco. Momento en el cual también perdí un botón. -Dedicó una mirada furibunda y glacial a Petunia. La cabra siguió masticando sin alterarse en lo más mínimo.
– ¿Qué pasó con tu pañuelo?
Colin entrecerró los ojos.
– Eso fue ayer. ¿Es que esta bestia no sabe que es hierba lo que supuestamente debe comer?
– De hecho, las cabras prefieren los matojos, los arbustos, las hojas y las anlagas.
– Diría más bien que prefiere comerse todo lo que no esté clavado al suelo. Y a la menor oportunidad.
– Quizá. Pero no creas que valora tus palabras. Yo en tu lugar pondría a salvo el trasero. -Nathan arqueó una ceja-. Tu nota debía de ser de alguna dama. Petunia muestra un gran apetito por las cartas de amor.
– Porque también sabe leer, por supuesto.
– Lo cierto es que no me sorprendería descubrir que así es. Los animales son mucho más inteligentes de lo que imaginamos. He descubierto que Reginald puede diferenciar entre las manzanas y las fresas. No le gustan las fresas.
– Estoy seguro de que Lars y el resto de los jardineros respirarán aliviados cuando se enteren de la noticia, sobre todo dado el triste estado de las petunias. ¿Y cuál de los miembros de tu prole es Reginald? ¿La oca?
– No, el cerdo.
Colin desvió la mirada al lugar donde Reginald estaba tumbado sobre el costado en la mayor muestra de felicidad porcina, a la sombra de un olmo cercano.
– Ah, sí. El cerdo. ¿Otro regalo de un paciente agradecido?
– De hecho, fue el pago de un paciente agradecido.
– Paciente que sin duda creyó proveerte con un festín de cerdo, jamón y beicon.
– Probablemente. Qué suerte para Reginald que no me guste demasiado el beicon.
– Ni tampoco la carne de res, a juzgar por el aspecto de esa vaca.
– Margarita. Se llama Margarita. -Nathan señaló con un movimiento de cabeza al bovino negro y blanco que pacía junto a Reginald-. Sé que disfrutas considerándote un hombre insensible, pero obsérvala. Una mirada de esos enormes y líquidos ojos marrones y ni siquiera tú podrías pensar en ella, como una simple fuente de leche fresca.
Colin negó con la cabeza.
– Dios del cielo, eres un claro candidato a dar con tus huesos en el manicomio. Petunia. Margarita -masculló-. ¿Todas tus mascotas tienen nombre de flor?
– No todas. El nombre del mastín es R.B.
– A juzgar por el tamaño del animal, supongo que viene de Rompe Bancos, ¿no?
– No. De Rompe Botas. Date por advertido.
– Gracias. -No hubo ninguna duda sobre el tono sarcástico empleado por Colin-. ¿Y R.B. es también el pago de algún otro paciente agradecido?
– Sí.
– Como supongo que también lo son los patos, las ocas, el gato y el cordero.
– Correcto.
– ¿Eres consciente de que el dinero es la compensación habitual por los servicios de un médico?
– También lo recibo. De vez en cuando.
– A la vista de esta colección de animales, debo suponer que muy de vez en cuando.
Nathan se encogió de hombros. Nunca había logrado convencer a Colin ni al padre de ambos de que estaba plenamente satisfecho viviendo en una casa de campo que podía caber sobradamente en el salón de Creston Manor, ni de que sus mal emparejados animales eran sus amigos. Su familia. Y como tal, los necesitaba allí para que le ayudaran a bregar con el calvario que, según sospechaba, le esperaba a la vuelta de la esquina.
– Me siento pagado con creces teniendo un techo sobre mi cabeza y manteniendo alimentados a mis amigos peludos y emplumados.
– Mucho más domesticado que en los viejos tiempos -dijo Colin.
Al instante, el muro que se levantaba entre ambos y que habían estado sorteando desde la llegada de Nathan el día anterior no pudo seguir siendo ignorado. Aun así, Nathan no deseaba hablar del pasado.
– Mucho más, sí. Y así es como me gusta.
– Esta era tu casa, Nathan. No tenías por qué haberte marchado.
¿Cómo era posible que unas palabras pronunciadas con tanta dulzura pudieran golpearle con semejante fuerza?
– ¿Ah, no? -Nathan no consiguió borrar del todo la amargura que impregnaba sus palabras.
Colin le observó atentamente durante largos segundos desde unos ojos verdes tan semejantes a los de su madre que inspiraron en Nathan una nueva oleada de recuerdos contra los que tuvo que debatirse. Por fin Colin volvió la cabeza y fijó la mirada en la distancia.
– Podrías haber elegido de forma distinta.
– No veo cómo. Aunque hubiera querido quedarme, papá me había ordenado que me marchara.
– Habló presa de la rabia. Como tú. Desde entonces, te ha escrito varias veces, invitándote a volver a casa.
– Cierto. Pero para entonces yo ya me había instalado en Little Longstone. -Se pasó la mano por los cabellos-. A pesar de que mantenemos una relación civilizada, siguen existiendo ciertas… asperezas entre papá y yo que no estoy seguro de que vayan a limarse en algún momento. -No le hizo falta añadir: «Como las que existen entre tú y yo». Las palabras quedaron suspendidas entre ambos como una niebla húmeda.
Colin asintió despacio.
– Tampoco tenías intención de volver.
Nathan fijó sin querer la mirada en la zona boscosa situada detrás de Colin. Sacudió la cabeza con un tenso gesto.
– No.
– Y sin embargo, aquí estás.
– La carta de lord Wexhall no me dejó mucha elección.
– Me pareció que aprovecharías la oportunidad para limpiar tu nombre.
– Créeme si te digo que la oportunidad de hacerlo es la única razón por la que estoy aquí. -Una punzada de culpa pellizcó a Nathan cuando vio que Colin apretaba la mandíbula, pero le pareció que decir la verdad sin ambages era su mejor opción. Ya había bastantes mentiras entre ambos.
– Evidenciada por el hecho de que hace tres años que no has estado en casa -murmuró Colin.
Sí, tres años. Tres años desde que su vida había cambiado drásticamente. Tres años enterrando recuerdos y luchando denodadamente por encontrar la paz. Por encontrar un lugar donde sentirse en casa, donde el pasado no le acechara desde todos los rincones.
– Os he escrito.
– Rara vez…
– He dedicado todo mi tiempo a encontrar un lugar donde instalarme. Donde asentarme.
– Y tuvo que ser a quinientos kilómetros de aquí.
– Sí. En un lugar donde nadie me conociera. Donde nadie estuviera al corriente de lo ocurrido.
– Marchándote así solo conseguiste parecer aún más culpable.
– En cualquier caso, todos me creían culpable, de modo que no veo que eso importase.
Los dos hermanos se dirigieron una larga y apreciativa mirada. Luego Colin dijo:
– Me sorprendió que tiraras la toalla tan fácilmente. Que no lucharas por limpiar tu nombre. Nunca fuiste de los que se rinden.
– Bueno, supongo que no me conocías tan bien como creías.
– Eso parece.
– O yo a ti. -Otra mirada se cruzó entre ambos y Nathan dijo entonces-: Por lo menos, a una distancia de quinientos kilómetros no estoy sometido a las miradas ni a los comadreos. Esa es una de las razones por las que mis «bestias», como tú los llamas, sean para mí tan importantes. Les tiene sin cuidado mi pasado. No me juzgan. No pueden hacerme daño.
– ¿Y es así como deseas vivir? ¿Sin sentir nada?
– Evitar el rechazo y el dolor no es lo mismo que no sentir nada.
– Han pasado tres años, Nathan. Ya es hora de que cambies.
– Ya lo he hecho.
– Hablaba en términos más geográficos.
– Te repito que ya lo he hecho. Es solo que este lugar… verme aquí es… difícil. -Su mirada descendió hasta la pierna de Colin, que como bien sabía estaba salpicada de cicatrices-. ¿Tan fácil te ha resultado a ti olvidar?
– Por supuesto que no. Ni a Gordon tampoco. Pero ni él ni yo hemos dejado que lo ocurrido pueda con nosotros.
Nathan casi se estremeció al oír mencionar aquel nombre. Gordon… barón de Alwyck… vecino y amigo de la infancia. Otro hombre que a punto había estado de perder la vida y tenía cicatrices en todo el cuerpo por culpa de esa desastrosa y última misión para la Corona. «Por culpa mía…»
– A ninguno de los dos se os acusó de haber robado las joyas. Ninguno de vosotros perdió el honor. Ni la reputación. Yo lo perdí todo. Ninguno fue responsable de… -La voz de Nathan se apagó y apretó la mandíbula con tanta fuerza que le dolieron las encías.
– Me salvaste la vida, Nathan. También a Gordon.
Un amargo suspiro surgió de las entrañas de Nathan. Sí, había reparado con éxito el daño físico ocasionado, pero había fracasado en muchos otros frentes. Frentes en los que no tenía la menor intención de pensar, que no deseaba revivir. No había conseguido olvidar la duda acusadora que había visto en los ojos de Colin. Y no era menos de lo que merecía.
Decidido a guiar de nuevo la conversación hacia temas menos dolorosos, dijo:
– Supongo que nuestras invitadas llegarán hoy.
Colin le miró durante varios segundos y asintió despacio, captando el mensaje con claridad. Excelente. Nathan había soportado todos los recuerdos que era capaz de soportar por un día.
– Sí. Se espera que lady Victoria y su tía lleguen hoy -asintió Colin-. Lady Victoria… Mentiría si dijera que me acuerdo muy bien de ella. Tan solo recuerdo de manera vaga que era extraordinariamente hermosa.
Años de práctica habían enseñado a Nathan a mantener sus rasgos perfectamente impasibles. Recordaba demasiado bien a lady Victoria.
– A buen seguro no te acuerdas de ella porque la vez que estuvimos juntos dejaste a la chiquilla conmigo mientras tú te dedicabas a conversar con su tía, la hermana de lord Wexhall.
– Hum, sí. Sin duda tienes razón. Según creo recordar, lady Delia era un personaje de lo más divertido.
– No sabría decirte -apuntó Nathan con una mirada intencionada-, pues fui yo quien tuvo que cargar con lady Victoria.
– ¿Cargar, dices? Qué curioso. Si mal no recuerdo, más bien la requisaste y le pediste que te mostrara sus espantosos retratos familiares. -Colin asintió despacio, y Nathan reconoció sin dificultad el brillo en los ojos de su hermano. De pronto le sorprendió admitir cuánto había echado de menos ese brillo-. Recuerdo también que apareciste bastante nervioso tras tu, ejem… conversación con la deliciosa lady Victoria.
Nathan dio un portazo a la marea de recuerdos que pugnaban por hacer su entrada.
– Nada de eso. Es solo que no disfruté conversando con esa chiquilla altanera. -Se maravilló desapasionadamente ante la capacidad que todavía poseía de mentir sin el menor esfuerzo. Sin duda había cosas que no cambiaban. Aun así, el dolor sordo que sintió en las entrañas le indicó que quizá, y después de todo, la mentira sí había requerido en esa ocasión cierta dosis de esfuerzo.
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