Mi corazón es tuyo, ahora y siempre.


Nathan.


A Victoria se le veló la visión y parpadeó para contener las lágrimas que se cernían ya sobre sus pestañas. Entonces levantó los ojos para mirar a su padre, quien la observaba con una expresión interrogante.

– ¿Y bien? -preguntó.

Una especie de sonido entre la risa y el llanto brotó de ella.

– Que el carruaje dé media vuelta.


Nathan estaba de pie en la orilla con la mirada perdida en las blancas coronas de las olas que batían incansablemente contra las rocas y la arena. El viento arreciaba, advirtiendo de una tormenta cercana, y el sombrío cielo gris era la viva imagen de su estado de ánimo.

¿De verdad habían pasado tan solo dos horas desde que ella se había marchado? ¿Solo ciento veinte breves minutos desde el momento en que había sentido como si le desgarraran el alma? Maldición. Sentía el corazón… vacío. Como si lo único que siguiera en él con vida fueran los pulmones… y dolían.

Se pasó las manos por la cara. Maldición, había hecho lo correcto dejándola marchar. Aunque con eso no conseguía que doliera menos.

– Nathan.

Se volvió bruscamente al oír la voz de Victoria y clavó en ella la mirada, mudo de asombro. Estaba a poco más de tres metros de donde él se encontraba, sosteniendo contra su pecho una hoja de marfileño papel vitela doblado con su sello de lacre rojo. Pero fue la mirada que vio en sus ojos lo que a la vez le paralizó y desató una oleada de esperanza que le recorrió de la cabeza a los pies. Una mirada llena de tanto deseo y amor que Nathan temió parpadear por si con ello descubría que estaba viviendo una alucinación.

Sin poder tan siquiera moverse, la vio acercarse. Cuando apenas les separaban unos centímetros, Victoria tendió la mano y posó la palma contra su mejilla.

– No hay absolutamente nada de normal en ti, Nathan -dijo con un tembloroso susurro-. Eres extraordinario en todos los sentidos. Y lo sé desde el momento en que te vi, hace tres años.

Él volvió la cara y le besó la palma, luego le tomó la mano y la estrechó entre las suyas.

– Tu padre te ha dado la nota.

Sin soltar el papel vitela, Victoria le rodeó el cuello con los brazos.

– Podrás darle las gracias después.

– Quería darte tiempo para que pudieras pensar…

– He tenido el tiempo suficiente. No he hecho más que pensar. Sé lo que quiero.

– ¿Y qué es?

– ¿Estás seguro de que quieres saberlo?

– Completamente.

– A ti -susurró, sin apartar la mirada de la de él-. A ti.

Todos los espacios de su interior, que menos de un minuto antes Nathan había sentido tan desolados y vacíos, se colmaron hasta rebosar. Tomó las manos de Victoria, las retiró de su cuello y las sostuvo entre las suyas.

– Una vez te dije que solo me casaría por amor.

– Lo recuerdo.

Apoyó una rodilla en el suelo delante de ella.

– Cásate conmigo.

A Victoria empezó a temblarle la barbilla al tiempo que sentía que se le humedecían los ojos. Las lágrimas resbalaron silenciosamente por sus mejillas hasta caer sobre las manos entrelazadas de ambos.

Nathan se levantó y se palpó frenéticamente el chaleco en busca de su pañuelo. Por fin encontró el pequeño cuadrado de algodón blanco y secó sus mejillas mojadas.

– No llores. Dios, por favor, no llores. No puedo soportarlo. -Maldijo en voz baja y siguió secándole las mejillas, pues nada parecía capaz de contener sus lágrimas. Finalmente, se rindió y se limitó a acariciar con los pulgares las mejillas mojadas-. No soy un hombre rico, pero haré todo lo que esté en mi mano por asegurarme de que vivas siempre cómodamente -prometió, con la esperanza de que sus palabras la confortaran-. Pasaremos parte del tiempo en Londres. Me llenará de orgullo acompañarte a la ópera, aun a pesar de que estoy seguro de que «ópera» es el término en latín que designa «muerte por obra de música ininteligible». Asistiré a todas las veladas que desees y te haré el amor en el carruaje durante el trayecto de regreso a casa. Y volveré a hacerlo cuando lleguemos. No tengo mucho que ofrecer, pero lo que tengo te lo ofrezco. Y te amaré todos los días mientras viva.

Victoria le miró a los ojos y vio en ellos todo lo que jamás había sido consciente de que quería. Probablemente tardaría una semana en dar con una respuesta brillante a las preciosas palabras de Nathan, pero de momento se contentó con dar voz a su corazón.

– Me he dado cuenta de que no importa dónde esté, siempre que esté contigo. Y hasta he llegado a tomarle cariño a tu colección de animales. Adoro a R.B. y a Botas, y estoy segura de que Petunia y yo podremos llegar a un acuerdo sobre lo que puede comer y lo que no. -Parpadeó para contener una nueva oleada de lágrimas-. Yo también te amo. Mucho. Sería para mí un honor ser tu esposa.

– Gracias a Dios -murmuró Nathan, atrayéndola hacia él. Sus labios capturaron los de ella en un largo, profundo y lujurioso beso al que Victoria se entregó con todo su ser.

Cuando él por fin levantó la cabeza, Victoria dijo con voz entrecortada:

– ¿Sabes? Llego al matrimonio con una dote.

– ¿Ah, sí? Lo había olvidado.

Y ese, decidió Victoria, fue el regalo más maravilloso que una mujer que siempre había sabido que se casarían con ella por su dinero podía haber recibido.

Epílogo

Aunque bien es cierto que la mujer moderna actual debería abstenerse de tomar decisiones que podrían alterar el curso de su vida «en el calor del momento», debería también reconocer que algunas decisiones no requieren ser meditadas porque existe claramente para ellas una sola respuesta.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Seis semanas después.

Nathan estaba de pie ante el altar de la pequeña parroquia a la que su familia había asistido durante generaciones mientras miraba cómo su hermosa novia caminaba lentamente hacia él. Con un sencillo vestido azul celeste de modesto cuello cuadrado y mangas ablusadas, llevando un ramo de rosas de color pastel, Victoria le dejó sin aliento. Cuando llegó a su lado, Nathan sonrió.

– Estás preciosa -susurró.

– Tú también -le susurró ella a su vez, acompañando sus palabras con una sonrisa.

El vicario se aclaró la garganta y les miró, ceñudo. La ceremonia prosiguió sin incidentes hasta que el sacerdote dijo:

– Si alguno de los presentes sabe de alguna razón por la que estas dos personas no puedan unirse en santo matrimonio, que hable ahora o que calle para siempre.

Nathan carraspeó.

– Tengo que decir algo.

Las cejas del vicario se arquearon hasta casi tocarle el nacimiento del cabello.

– ¿Ah, sí?

– Sí. -Se volvió a mirar a Victoria-. Tengo que decirte algo.

Victoria palideció.

– Dios santo -susurró-. No puede ser nada bueno.

– Me parece obvio que estás totalmente convencida de llevar esta ceremonia a su conclusión -dijo.

– Esos eran mis planes, sí.

– Excelente. En ese caso, y deseoso de hacer una auténtica revelación antes de que seamos oficialmente marido mujer, quiero que sepas que… hum… ya no soy un hombre de posibilidades modestas.

– ¿Qué quieres decir?

– Lo que quiero decir es que Su Majestad me ha dado una cuantiosa recompensa por la devolución de las joyas.

– ¿Cuan cuantiosa?

Nathan se inclinó hacia ella y le susurró al oído:

– Cien mil libras. -Se apartó de ella, disfrutando de su mirada absolutamente conmocionada-. Y además está la casa.

– ¿La casa? -repitió Victoria débilmente.

– En Kent. A unas tres horas de Londres. Según Su Majestad, se trata de una finca modesta. Probablemente de no más de treinta habitaciones. Mucho espacio para tus veladas y muchas hectáreas para mis animales.

Ella le miró, boquiabierta.

– ¿Cuánto tiempo hace que lo sabes?

– Tu padre me lo ha dicho hace apenas unos momentos… justo antes de que te acompañara hasta el altar.

La boca de Victoria se abrió y se cerró dos veces sin que de ella saliera sonido alguno. Por fin, dijo:

– ¿Hace seis minutos que has tenido noticia de este dinero caído del cielo?

– Aproximadamente.

– ¿Y no me lo has dicho?

Nathan se encogió de hombros y sonrió.

– Quería estar seguro de que no te casabas conmigo por mi dinero.

Victoria no dijo nada durante varios segundos y a continuación soltó una breve carcajada.

– Debo reconocer que es una noticia «insobrepasablemente» buena.

– No existe la palabra «insobrepasablemente».

– Ahora sí. -Y entonces empezó a hablar tan deprisa que él apenas pudo entenderla. Se arriesgó a lanzar una mirada al vicario, que parecía estar a punto de sufrir una apoplejía.

– Victoria -susurró Nathan. Al ver que ella no interrumpía su parloteo, la hizo callar del único modo que conocía. Estrechándola entre sus brazos, la besó.

– Dios del cielo -exclamó el vicario con voz indignada-. ¡Todavía no! ¡Aún no os he declarado marido y mujer!

Nathan interrumpió el beso y se volvió a mirar al hombre de rostro escarlata.

– Créame, padre, si no la hubiera besado, jamás habría tenido la oportunidad de hacerlo.

Volvió entonces su atención a Victoria, que parecía acalorada y satisfecha con sus besos.

– Cielos -dijo-, me has besado para hacerme callar… así es como empezamos.

– Cierto.

– Y ahora supongo que esto marca el fin del cortejo.

Nathan se llevó la mano enguantada de Victoria a la boca y depositó un beso en sus dedos.

– No, mi amor. En todos los sentidos, este es solo el principio.

Jacquie D'Alessandro

Jacquie se crió en Long Island (Estados Unidos). Se educó en un ambiente familiar, en el que sus padres alimentaron en ella su pasión por la lectura. Su hermana también le prestaba sus libros de Nancy Drew. Más tarde, adquirió cierta predilección por las novelas de corte sentimental y aventuras.