– ¿Conversando? ¿Es eso lo que estuvisteis haciendo en aquella habitación tenuemente iluminada de la que regresaste despeinado por completo? Y, a los dieciocho años, Victoria no era ya ninguna niña -dijo Colin, en cuyos ojos el brillo parecía haberse acentuado.

– Pues te aseguro que se comportó como tal, parloteando neciamente sobre el tiempo y la moda.

– Bien, ahora que ha cumplido ya los veintiuno, ni siquiera tú me negarás que ya ha dejado de ser una niña. Y lord Wexhall la envía aquí. Según decía en su carta, espera que cuides de ella. Qué interesante.

– ¿Y cómo sabes tú con tanta precisión lo que contenía la carta que me ha enviado lord Wexhall?

– Porque la he leído.

– No recuerdo haberte dado permiso para que lo hicieras.

– Estoy seguro de que esa era tu intención. De no ser así, no la habrías dejado en una de las mesas de la biblioteca.

– Te aseguro que no he hecho nada semejante. -Maldito Colin y sus magníficas habilidades de ratero. Bien, quizá fuera ágil con los dedos, pero sin duda no era un experto en la lectura de códigos. Por mucho que hubiera estudiado en profundidad la misiva de lord Wexhall, jamás habría podido descifrar el mensaje secreto que contenía. Nathan sintió una punzada de culpa por no haber compartido el contenido oculto de la carta de lord Wexhall con su hermano, pero quería esperar a recibir más información para hacerlo. No tenía sentido arrastrar a su hermano a una situación que potencialmente podía resultar peligrosa hasta saber con exactitud cuál era la situación.

Colin agitó la mano en un gesto despreciativo.

– Aunque quizá fuera en una mesa del salón. ¿Cómo decía lord Wexhall en su carta? Ah, sí. «Espero que cuides de Victoria y que te ocupes de que no sufra ningún daño» -recitó con voz sonora-. Me pregunto qué clase de daño cree lord Wexhall que puede sufrir su hija.

– Probablemente tema que Victoria se pierda y se caiga por un acantilado. O que gaste en demasía en las tiendas del pueblo.

Colin arqueó una ceja de lo más elocuente.

– Quizá. Pero fíjate que se dirige a ti. En ningún momento me menciona. La chiquilla es responsabilidad tuya. Naturalmente, si es tan encantadora como la recuerdo, quizá podría dejarme convencer para ayudarte a cuidar de ella.

Nathan culpó al calor que le abrasaba en esa extraña tarde de calor. Demonios, la conversación estaba provocándole dolor de cabeza.

– Excelente. Deja que te convenza. Te daré cien libras si cuidas de ella -le ofreció Nathan empleando un tono despreocupado totalmente reñido con la tensión que le consumía.

– No.

– Quinientas.

– No.

– Mil libras.

– Ni hablar. -Colin sonrió-. Para empezar, y teniendo en cuenta que habitualmente tus clientes te pagan con animales de granja, dudo que tengas mil libras, y, a diferencia de ti, no tengo el menor deseo de que se me pague con cosas que mugen. Por otro lado, ni por todo el oro del mundo renunciaría a verte hacer algo que con tanta claridad detestas, como ocuparte de cuidar a una mujer a la que consideras una idiota mimada e irritante.

– Ah, sí, los motivos que me han llevado a estar tres años lejos de aquí vuelven a caer sobre mí de un plumazo.

– De hecho -prosiguió Colin como si Nathan nada hubiera dicho-, te daré cien libras, en moneda en curso, si logras cumplir con tu deber con lady Victoria sin que te vea pelearte con ella.

Acostumbrado como estaba a la naturaleza bromista de Colin, Nathan dijo:

– Define «pelear».

– Discutir. Intercambio acalorado de palabras. Altercados verbales. Doy por hecho que no caeréis en ninguna muestra de altercados físicos.

– No tengo intención de acercarme a menos de tres metros de ella -dijo Nathan, convencido de cada una de sus palabras.

– Probablemente sea mejor así. Está soltera, ¿lo sabías?

Nathan guardó silencio. No, no lo sabía. Aunque poco importaba. Se encogió de hombros.

En su mente se dibujó una imagen de negros y sedosos cabellos, risueños ojos azules y una boca lujuriosa y deliciosa. A pesar de ser plenamente consciente de que ella puso a prueba con él sus artimañas femeninas recientemente acuñadas, Nathan había quedado encantado con semejante combinación de inocencia, flirteo y nervios que ella demostró en su presencia, y había sido incapaz de resistirse a la tentación de robarle un beso. Lo cierto es que tan solo buscaba con ello dar con un modo burlón de poner fin a la nerviosa cháchara de Victoria, pero el beso provocó un incendio que lo aturdió. Las virginales jovencitas de buena familia recién salidas del colegio no habían sido nunca plato de su gusto, y Nathan no había contado con su reacción a aquel beso. Ni con la de ella. Ambas le habían pillado por sorpresa y no era amigo de las sorpresas.

No obstante, aquellos breves instantes robados habían quedado en el pasado y, como bien sabía, los recuerdos y los lamentos estaban mejor enterrados en la más profunda grieta que uno pudiera encontrar. Durante los últimos tres años se había convencido de que lady Victoria había madurado hasta convertirse poco más que en la típica hija bobalicona de cualquier noble, incapaz de mantener una conversación que no versara sobre la moda y el tiempo. Una engreída flor de invernadero que apestaba a altanería y a modales afectados. Una mujer que se enfurruñaba y hacía pucheros para salirse con la suya… En suma, Nathan la había catalogado exactamente como la clase de mujer a la que no aguantaba.

Y ahora se vería obligado a soportar su compañía. A protegerla. Pero ¿de qué? ¿De quién? ¿Y por cuánto tiempo? Según la carta codificada de lord Wexhall, este había ocultado cierta información en el equipaje de lady Victoria, información que respondería a esas preguntas y que podría ayudarle a resolver el misterio de las joyas desaparecidas que le había acosado, a él y a su conciencia, durante los últimos tres años. Recuperar las joyas. Y recuperar todo lo que había perdido.

– Incluso aunque crea que Victoria corre peligro, resulta extraño que Wexhall mande a su hija a Cornwall -dijo Colin-. Creo que lo que intenta es alejarla de algún pretendiente poco deseable. Probablemente tenga la esperanza de casar bien a la muchacha, en cuyo caso parece haberte elegido a ti como víctima, ejem… es decir, como afortunado.

Nathan se limitó a fijar en él la mirada.

– Imposible. Lord Wexhall desearía para su hija a un heredero, no a un segundón. -Y menos que nadie a un segundón con una reputación tan mancillada como la mía, pensó. Se preguntó cuánto sabría lady Victoria sobre su pasado… cuánto le habría contado su padre o si habría sido blanco de chismorreos en Londres-. Y no me imagino a lady Victoria deseando para sí nada por debajo de eso. -Las cejas de Nathan se arquearon al tiempo que lanzaba a su hermano una mirada especulativa-. Sí, es cierto, quizá lord Wexhall espere librarse de la chiquilla, en cuyo caso, y sin lugar a duda, serías tú la víctima deseada, ejem… quiero decir el afortunado.

– Aun así, sus deseos apuntan a que seas tú quien cuide de ella. Y no tengo la menor intención de permitir que termines endosándomela a mí.

– Dada tu condición de heredero y la mía de pobre segundón que se cobra en animales de granja sus servicios médicos, no me cabe duda de que no voy a tener la menor necesidad de endosársela a nadie. Sospecho que lady Victoria correrá directamente en tu dirección.

– No sabes cuánto me alegra ser tan ligero de pies.

– Y no sabes tú lo afortunado que me siento de no ser dueño del título ni de las propiedades que bien podrían seducir a una heredera, o incluso convertir el matrimonio en algo perentorio, pues no tengo ninguna necesidad de dar un heredero. Me temo que todas las esperanzas matrimoniales de la familia recaen en ti, lord Sutton.

– Deberías casarte si el título fuera tuyo.

– A Dios gracias, no lo es.

– Pero lo sería si yo no lograra dar un heredero a la familia.

– Solo si murieras, y pareces gozar de una salud excelente. si eso cambia, afortunadamente soy un médico magnífico y me encargaré de que vivas hasta la vejez. Y de que te cases. de que tengas muchos hijos. -Nathan sonrió-. Y todo eso mientras yo sigo manteniendo mi condición de despreocupada soltería.

– ¿Te acuerdas de cuando te tiraba al lago, hermanito?

– Desde luego. Así aprendí a nadar. -Dedicó a Colin una intencionada mirada de la cabeza a los pies-. Como verás, ya no soy tan pequeño. Te las verías y te las desearías para tirarme ahora al lago.

– Quizá. -Colin asintió, señalando al corral con la cabeza-. ¿Te falta mucho para terminar?

– Necesitaré aproximadamente una hora más. -Miró la inmaculada camisa blanca de Colin, el chaleco de brocado, la chaqueta marrón de Devonshire, los pantalones abombados y las botas lustrosas. -¿Supongo que no me echarías una mano con esto?

– Supones bien. Me voy a Penzance al encuentro de una dama. Una dama encantadora que, a diferencia de tu lady Victoria, en ningún caso merecería ser descrita como una chiquilla altanera.

– No es mi lady Victoria.

Colin se limitó a reír.

– Estaré de vuelta a tiempo para reunirme con vosotros para la cena. -Luego, con un gesto de la mano, entró en las cuadras, dejando a Nathan mirándole fijamente tras él, con un extraño nudo en la garganta.

Dios, cuánto había echado de menos a su hermano. A pesar de que hasta entonces en ningún momento se había permitido pensarlo, ver de nuevo a Colin había vuelto a resucitarlo todo en una dolorosa oleada. Esas pequeñas muestras de camaradería que habían compartido antaño le abrían en dos el pecho ante el peso de la pérdida, aunque también le daban un rayo de esperanza por cuanto apuntaban a que con su visita quizá lograra poner fin a las desavenencias con la familia.

Cogió otro clavo con un suspiro, lo colocó en su lugar y lo golpeó con precisión con el martillo. La vibración reverberó en todo su brazo y repitió la acción mientras especulaba sobre lo que cabía esperar de las siguientes semanas.

Cuando, tres años atrás, abandonó su puesto al servicio de la Corona bajo una oscura nube de sospecha y con la reputación hecha añicos, se había jurado que bajo ningún concepto volvería al redil… salvo en el caso de poder contar con la oportunidad de limpiar su nombre. Aun así, en el momento de hacerse aquel juramento no sospechaba que llegaría el día en que esa oportunidad se le presentaría. Había enterrado el pasado, se había construido una nueva vida en un nuevo lugar y vivía en paz… una gran diferencia con la vida que había dejado atrás. Sin embargo, cuando de pronto había surgido la oportunidad de poder recuperar las joyas y de reestablecer su reputación, los sentimientos que le embargaban eran más que ambivalentes. Alguien le había aconsejado en una ocasión que tuviera cuidado con lo que deseaba porque los deseos podían hacerse realidad. No había alcanzado a captar del todo la dimensión del consejo hasta ese momento. Y al repentino revés que acababa de sufrir su pacífica existencia se unía ahora el hecho de tener que volver a ver a lady Victoria.

En cualquier caso, su relación con ella sería mínima. No en vano había planeado la situación al detalle. Se haría con la información que la chiquilla llevaba con ella y luego, lo antes posible, volvería a mandarla a Londres. Con suerte restablecería el honor de su nombre, volvería entonces a su tranquila casa de campo de Little Longstone y retomaría su pacífica existencia. Sí, sin duda era un plan excelente.

Capítulo 3

La mujer moderna actual debería en primer lugar dar muestra de una actitud distante hacia el caballero al que desea atrapar. Los hombres disfrutan de la caza, del desafío que supone para ellos ganarse el favor de una dama. Si está interesado, ni una manada de caballos salvajes le impedirá perseguirla. Sin embargo, en cuanto esté firmemente atrapado, deja de ser necesario y deseable seguir mostrando la misma actitud distante.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Después de haber terminado por fin con el corral, Nathan presentó a su colección de animales su nuevo hogar temporal. Dio unas palmaditas de ánimo a la sólida redondez de Reginald y fue recompensado con una ristra de aspirados gruñidos. Petunia le golpeó con suavidad el muslo y Nathan le dio de comer un puñado de sus flores favoritas.

– Ni se te ocurra decírselo al jardinero -le advirtió, acariciando el pelo ocre de la cabra. Después de asegurarse de que sus amigos estaban cómodos, Nathan se puso la camisa y cruzó los parterres de césped que le separaban de Creston Manor. Tenía los brazos y los hombros doloridos y cansados, aunque era una sensación de la que disfrutaba, pues con ella impedía que su mente vagara por zonas que deseaba a toda costa evitar.