Puso fin a tan perturbadora cavilación antes de que pudiera echar raíz y colmarle la cabeza de imágenes que no deseaba… imaginar. Al parecer, desde que había leído la Guía femenina (cosa que había hecho en media docena de ocasiones) sus cavilaciones habían ido decantándose cada vez más hacia cosas de esa índole. Aunque, naturalmente, esa era la misión del libro: animar a las mujeres a cambiar el modo en que se veían a sí mismas y también a los hombres. Animar a la mujer moderna actual a tomar las riendas de su destino y no permitir que este quedara determinado exclusivamente en función de su sexo. Victoria se había tomado las enseñanzas del libro muy a pecho. Y hasta la fecha estaba merecidamente orgullosa de su actuación. Había logrado impedir que sus labios enloquecieran atacando a los demás de forma indiscriminada, aunque eso había requerido esfuerzo, pues tenía cierta tendencia a balbucear cuando se ponía nerviosa, y, maldición, ese hombre la ponía realmente nerviosa.

Alzó la barbilla e irguió los hombros. Era una mujer moderna. Y, como tal, aunaría su fortaleza, no olvidaría en ningún momento con quién estaba lidiando, y pondría su plan en acción. No era la misma chiquilla inocente que el doctor Oliver había conocido hacía tres años. Su voz interior la advirtió de que, para su desgracia, él seguía siendo el mismo hombre devastadoramente atractivo que ella había conocido. Pero Victoria podía resistirse con facilidad a sus encantos. Sabía muy bien la clase de rufián que era. Y muy pronto le haría saber que no era una mujer con la que podía jugar a su antojo. La consoló el hecho de que se presentaba a la batalla bien armada con su Guía femenina y con un plan infalible.

El sendero de grava crujió bajo sus zapatos, arrancándola de sus cavilaciones. Apartó bruscamente la mirada de la espalda del doctor Oliver para abarcar con ella la majestuosidad de Creston Manor, y no pudo negar el sorprendido placer que experimentó ante la magnificencia de la casa. Dos impresionantes escaleras de piedra ascendían en graciosa curva, perfilándose como dos brazos en actitud de bienvenida, prestos a abrazar a todo aquel que se aproximara a la imponente doble puerta de roble. Las ventanas resplandecían, reflejando la dorada luz del sol, y las vetustas y altísimas columnas de ladrillo concedían a la estructura una atmósfera del encanto del viejo mundo que encandiló el sentido de la proporción de Victoria.

Posó la mano sobre la negra y brillante barandilla de hierro forjado y siguió escalera arriba tras los pasos del doctor Oliver. Alzó la mirada y se encontró mirándole la espalda. Había que estar ciega (y ella tenía una vista excepcionalmente aguda) para no percatarse del modo en que los pantalones se adaptaban a sus musculosas piernas. En cómo esos músculos se flexionaban con cada escalón. En la firmeza de sus caderas. En la anchura de la espalda. La fascinante forma de su… trasero.

Qué terriblemente exasperante resultaba que Nathan tuviera un aspecto tan maravilloso por detrás como por delante. Cuan increíblemente irritante que, a pesar de lo sucio que estaba, del sudor y de oler como si hubiera estado retozando el día entero en un granero sucio, Victoria tuviera que agarrarse con fuerza a la barandilla para dominar el abrumador deseo de estirar la mano y tocarle.

Y cuan absolutamente turbador y frustrante que el corazón le hubiera dado un vuelco en el pecho en cuanto había visto a Nathan. Exactamente como le había ocurrido tres años atrás, la primera vez que sus ojos habían reparado en él. Diantre. ¿Qué demonios le ocurría? Sin duda el largo viaje le había mermado el juicio, pues simplemente el descuidado aspecto del doctor Oliver era ya prueba fehaciente de que seguía siendo tan poco caballero como el día en que se habían visto por vez primera. Bien, en cuanto se hubiera dado un baño, se hubiera cambiado de ropa y hubiera disfrutado de una comida caliente y de una buena noche de descanso en una cama decente volvería a recuperar el juicio.

Aun así, era innegable que el doctor Oliver seguía siendo demoníacamente atractivo. Quizá aún más. Por fortuna, Victoria sabía la clase de grosero que era y eso le impediría perder la cabeza. Sin embargo, durante los breves segundos en que ambos se habían estudiado, había notado que había en él algo distinto… algo en sus ojos en lo que no había reparado hasta entonces. Sombras… de dolor, quizá. O de secretos. De haberse tratado de otra persona, Victoria se habría compadecido de él. Bien era cierto que una fisura de compasión a punto había estado de colarse en su corazón antes de que la aplastara como a una cucaracha. Si el doctor tenía heridas, sin duda las merecía. Y, en cuanto a los secretos… bien, no había de qué preocuparse. También ella tenía los suyos.

Levantó la mirada y de nuevo se deleitó con la panorámica que le ofrecía la espalda del doctor Oliver. Izquierda, derecha, izquierda, derecha, flexión, flexión… Cielos, ¿cuántos escalones había? Logró apartar la mirada de aquel trasero exageradamente fascinante y se dio cuenta, aliviada, que solo quedaban cinco escalones. Cuando llegó a lo alto de la escalera, el doctor Oliver se volvió y se detuvo a esperar a tía Delia, que ejecutaba su ascenso a paso más lento. Victoria también se detuvo. Se notó desconcertada al verse de pie a menos de un metro de él. Y el hecho de percibirse desconcertada no hizo sino aumentar su irritación. ¿Cómo podía ser que, a pesar del aspecto desaliñado de Nathan, no pudiera apartar los ojos de él? Sin duda, de haber sido ella la que hubiera estado sucia y con la ropa arrugada, y de haber olido como si acabara de revolcarse en un granero, nadie se habría atrevido jamás a calificarla de atractiva.

– ¿Está usted bien, lady Victoria? -preguntó el doctor-. La noto sofocada.

Victoria le regaló una de esas miradas distantes y frías que tan diligentemente había estado practicando para la ocasión en el espejo de cuerpo entero de su cuarto.

– Estoy perfectamente, doctor Oliver.

– Espero que no se haya fatigado demasiado subiendo la escalera. -La comisura de los labios del doctor experimentó una ligera sacudida, y Victoria se dio cuenta de que se estaba burlando de ella. Obviamente, la consideraba poco más que una simple flor de invernadero. El muy arrogante…

– Por supuesto que no. Estoy en perfecta forma. De hecho, me atrevería a decir que podría subir esta escalera sin perder el aliento. -Contuvo la premura por taparse la boca con la mano. Maldición, su intención había sido limitarse a responder con un simple «por supuesto que no».

El doctor arqueó una ceja oscura y pareció realmente divertido.

– Una gesta que ansío presenciar, mi señora.

– Hablaba metafóricamente, doctor Oliver. Puesto que soy incapaz de imaginar una situación que me obligara a correr a ningún sitio, y menos aún escaleras arriba, me temo que no será usted testigo de ello.

– Quizá tendría que correr si se viera perseguida.

– ¿Por quién? ¿Por el mismísimo diablo?

– Quizá. O puede que por un ardiente admirador.

Victoria rió. Y no dudó en aplaudir mentalmente el despreocupado sonido de su risa.

– Ninguno de mis admiradores se comportaría de un modo tan indigno y tan poco caballeresco. Sin embargo, incluso si, por alguna extraña razón, así lo hicieran, estoy convencida de que correría más que ellos, pues soy muy ágil y rápida en la carrera.

– ¿Y si no lo deseara?

– ¿Si no deseara qué?

– ¿Correr más que él?

– Bien, en ese caso supongo que dejaría que…

– ¿La atrapara?

Victoria guardó silencio ante la intensa expresión que colmó los ojos del doctor, expresión que nada tenía que ver con el tono alegre y despreocupado que empleaba al hablar. Pegó con firmeza los labios para contener el torrente de palabras nerviosas que se le arremolinaron en la garganta y notó cómo la mirada de Nathan se posaba en su boca. Una oleada de calor serpenteó en su interior y tuvo que tragar saliva para recuperar la voz.

– Que me atrapara, quizá -concedió, agradecida de poder responder con voz firme-. Que me capturara, jamás.

– Vaya. Eso casi suena a desafío.

Sintió que la recorría una sensación. «Atorméntale con un desafío…» ¡Excelente! El primer paso de su plan estaba ya en marcha y apenas acababa de llegar. A ese ritmo, conseguiría su objetivo en un tiempo récord. Quizá incluso podría estar de regreso en Londres antes de que finalizara la temporada.

Alzando apenas la barbilla, dijo:

– Tómeselo usted como prefiera, doctor Oliver.

Fuera cual fuese la posible respuesta de doctor, quedó silenciada por la llegada de tía Delia.

– Por aquí, señoras -murmuró Nathan, conduciéndolas lucia la puerta.

Aunque usted, doctor Oliver, puede guiarme al interior de la casa, pensó, dé por seguro que soy yo quien tiene intención de guiarle a una divertida cacería. Luego desapareceré alegremente, como lo hizo usted hace ahora tres años, se dijo.

Capítulo 4

La mujer moderna actual debe rebelarse contra la noción de que una dama está obligada a ocultar su inteligencia a los hombres. Debe, asimismo, dar la bienvenida al conocimiento y luchar por aprender algo nuevo cada día; disfrutar de su inteligencia y no mantenerla en el secreto. Solo un hombre estúpido desearía a una mujer estúpida.


Guía femenina para la consecución

de la felicidad personal y la satisfacción íntima.

Charles Brightmore.


Nathan estaba sentado a la mesa de caoba del comedor sintiéndose casi como el hijo pródigo. De hecho, se sentía exactamente como el experimento científico del hijo pródigo que moraba bajo un microscopio con cinco pares de pupilas fijas en él. Cada vez que miraba a alguien, descubría sobre él la mirada del comensal en cuestión. Y mientras tanto tenía que seguir atado como un ganso cebado en el formal atuendo que exigía la cena que tenía lugar en el comedor. En cuanto la comida tocara a su fin, pensaba arrancarse el agobiante pañuelo del cuello y echar al fuego de la chimenea el maldito cuello de la camisa. Aunque, naturalmente, primero tendría que soportar esa interminable e inoportuna cena.

Un lacayo le llenó la copa de vino y él tomó un agradecido sorbo, apenas conteniendo las ganas de beberse la copa entera en una sucesión de largos sorbos. Se atrevió a echar una mirada a su alrededor y notó aliviado que, por vez primera desde que había tomado asiento, había dejado de ser blanco de todas las miradas. Lady Delia, que estaba sentada a su derecha, se hallaba sumida en una animada discusión con su padre, que a su vez ocupaba la silla colocada a la derecha de la dama, a la cabecera de la mesa.

La mirada de Nathan se posó en el trío sentado delante de él: Colin, lady Victoria y Gordon Remming, quien había heredado su título desde la última vez que Nathan le había visto en el curso de aquella fatídica noche, tres años antes, y que se había convertido en el barón de Alwyck. La cabeza de resplandecientes cabellos dorados de Gordon estaba inclinada muy próxima a lady Victoria, como si la joven estuviera mostrando alguna perla de sabiduría que Gordon no soportara perderse. Lady Victoria, sentada entre Gordon y Colin, parecía estar disfrutando inmensamente, sonriendo, charlando y riendo. Sin duda gracias a que ambos hombres la colmaban de cumplidos y atenciones. Maldición, cualquiera diría que ninguno de los dos había visto en su vida a una mujer atractiva. Y todo eso por la mujer de la que supuestamente él debía cuidar. Bien, en cuanto hubiera cumplido con el compromiso adquirido con el padre de la muchacha, Colin y Gordon podían muy bien quedarse con ella.

La mirada de Nathan se fijó entonces en Gordon, y la culpa y el arrepentimiento que tanto se había empeñado en enterrar fueron catapultados a la superficie. A pesar de que el saludo que Gordon le había dispensado había sido reservado, cuando Nathan le había tendido la mano, Gordon había aceptado el gesto, sí bien tras una breve vacilación. Y aunque Nathan leyó con claridad la sospecha que aún asomaba a los ojos de su amigo, lo cierto es que no había esperado menos.

– He visto el corral que has construido -dijo su padre, desviando su atención del trío que seguía riéndose al otro lado de la mesa-. Una obra francamente impresionante.

– Gracias -respondió Nathan, sorprendido y complacido por el halago.

– Ni que decir tiene que no necesitarías ensuciarte las manos de ese modo si te pagaran adecuadamente por tus servicios.

Nathan se limitó a hacer caso omiso de la indirecta que acompañaba el cumplido de su padre.

– Me encanta trabajar con las manos. Me mantiene los dedos ágiles.

– No creo que aguanten ágiles mucho tiempo si te los aplastas con un martillo -dijo su padre-, o si una de esas bestias te muerde.