Título original inglés, Castile for Isabella
Traducción, Isabel Ugarte
Cubierta, Falcó / Ruiz
Printer Colombiana, S.A. Calle 57, 6-35, Piso 13
© 1960 by Jean Plaidy © 1978 Javier Vergara, Editor, S.A.
Impreso y encuadernado por
Editorial Printer Colombiana Ltda.
Calle 64, 88A-30
Bogotá 1986
Printed in Colombia
ISBN 958-602-195-5 (obra completa)
ISBN 958-602-203-X
Edición no abreviada
Licencia editorial de Printer Colombiana, S.A.
para Círculo de Lectores, S.A.
por cortesía de Javier Vergara Editor
Queda prohibida su venta a toda persona
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LA HUIDA A ARÉVALO
El Alcázar se alzaba en lo alto de un risco desde el cual se podían ver a lo lejos los picos de la Sierra de Guadarrama y la llanura, regada por el río Manzanares. Era una imponente masa de piedra que había ido elevándose en torno de lo que una vez fuera una poderosa fortaleza erigida por los moros cuando conquistaron España. Ahora., era uno de los palacios de los reyes de Castilla.
En una de las ventanas del palacio, una niña de cuatro años permanecía inmóvil, mirando los picos coronados de nieve de las montañas, a mucha distancia, sin que la impresionara sin embargo la magnificencia del paisaje, pues estaba pensando en lo que sucedía dentro de las murallas de granito.
La pequeña tenía miedo, pero éste no se traslucía. Sus ojos azules eran serenos; aun siendo tan pequeña, había aprendido ya a ocultar sus emociones, y sabía que el miedo era lo que más había que esconder.
En el palacio sucedía algo extraordinario, y algo, además, muy alarmante. Isabel se estremeció.
En los apartamentos reales se habían producido muchas idas y venidas, y la niña había oído cómo los mensajeros que atravesaban presurosos los patios se detenían para hablar en un susurro con otras personas que estaban en los salones y sacudían la cabeza como si profetizaran un horrible desastre, o presentaban ese aire de inquietud que -ella ya lo sabía- significaba que eran quizá portadores de malas noticias.
No se atrevía a preguntar qué era lo que sucedía, porque una pregunta así podría provocar un reproche que sería una afrenta a su dignidad. Y ella debía recordar constantemente su dignidad, decía su madre.
-Recuerda siempre -había dicho más de una vez la reina Isa-
bel a su hija-, que si tu hermanastro Enrique muere sin dejar herederos, tu hermanito Alfonso sería rey de Castilla; y si Alfonso muriera sin dejar descendencia, tú, Isabel, serías reina de Castilla. El trono sería tuyo de derecho, y que la desgracia caiga sobre quien intente arrebatártelo.
La pequeña Isabel recordaba que su madre había sacudido los puños firmemente cerrados, que todo el cuerpo se le había estremecido y que ella había sentido deseos de gritar: «Por favor, Alteza, no habléis de esas cosas», pero no se había atrevido. Tenía miedo de todo lo que pudiera alterar a su madre, porque cuando la reina se alteraba aparecía en ella algo terrorífico.
-Piensa en eso, hija mía -seguía diciéndole-. Es algo que nunca debes olvidar. Y cuando te sientas tentada de una conducta que no sea la mejor, pregúntate tú misma si eso es digno de quien puede ser un día reina de Castilla.
-Sí, Alteza, lo recordaré -contestaba siempre Isabel en esas ocasiones-. Lo recordaré.
Habría prometido cualquier cosa con tal de que su madre dejara de sacudir los puños, con tal de no ver en sus ojos esa mirada enloquecida.
Y por eso lo tenía siempre presente, porque cada vez que sentía la tentación de perder los estribos, o incluso de expresarse con demasiada libertad, se le aparecía la imagen de su madre, cuando era presa de esas aterradoras actitudes histéricas, y no necesitaba nada más para dominarse.
Jamás permitía que su abundante pelo castaño estuviera en desorden; sus ojos azules se mantenían siempre serenos, y ya estaba aprendiendo a caminar como si llevara una corona sobre la cabeza.
-La infanta Isabel es muy buena -decían los sirvientes en el cuarto de los niños-, pero sería más natural si aprendiera a ser un poco humana.
-Yo no tengo que aprender a ser humana. Lo que debo aprender es a ser reina, porque a eso puedo llegar un día -habría podido explicarles Isabel, si hacerlo no hubiera estado por debajo de su dignidad.
En ese momento, por más ansiosa que estuviera de saber el motivo de la tensión que se percibía en el palacio, y de tantas
idas y venidas, de tantas miradas expectantes en los ojos de cortesanos y mensajeros, no preguntó nada; se limitó a escuchar.
Con escuchar se conseguía mucho. Isabel no había visto el fin del gran Alvaro de Luna, el amigo de su padre, pero había oído que lo pasearon por las calles, vestido como un delincuente común, y que el pueblo, que antes lo odiaba tanto que había pedido su muerte, había vertido lágrimas al ver caído a un hombre semejante. Había oído hablar de la forma en que subió al cadalso, con su porte tan calmo y una dignidad tal como si llegara al palacio a entrevistarse con el padre de Isabel, el rey de Castilla. Sabía que el verdugo había hundido el hacha en la orgullosa garganta para seccionar esa noble cabeza; sabía que habían cortado en pedazos el cadáver, para que al verlo el pueblo se estremeciera, para que recordaran cuál era el destino de quien, poco tiempo atrás, fuera el más caro amigo del rey.
Todas esas cosas se podían saber, escuchando.
-Todo fue cosa de la reina -comentaban los sirvientes-. El rey... vaya, si el rey habría revocado la sentencia en el último momento, sí, pero... no se atrevió a ofender a la reina.
En ese momento, Isabel había sabido que no era ella la única temerosa de los extraños estados de ánimo de su madre.
La niña amaba a su padre, el más bondadoso de los hombres. Juan II quería que su hija estudiara sus lecciones para poder, como él decía, apreciar las únicas cosas que valían la pena en la vida.
-Los libros son los mejores amigos, hija mía -le decía-. Yo lo he aprendido demasiado tarde; ojalá lo hubiera sabido antes. Pienso, hija, que tú serás mujer prudente; por eso, cuando te confío este mi conocimiento, sé que lo recordarás.
Como era su costumbre, Isabel escuchaba con gravedad. Quería ayudar a su padre, que parecía tan fatigado. Sentía que ambos compartían un miedo del cual ninguno de los dos hablaría jamás.
Isabel se prometía ser buena, se prometía hacer todo lo que se esperaba de ella, temiendo disgustar a su madre. Le parecía que su padre, el rey, hacía lo mismo; hasta podía enviar al cadalso a su amigo más querido, Alvaro de Luna, porque su mujer se lo exigía.
Con frecuencia, la niña sentía que si su madre hubiera sido
siempre tan dulce y calma como podía mostrarse a veces, todos habrían sido muy felices. Isabel amaba tiernamente a su familia. Era tan grato, pensaba, tener un hermanito como Alfonso, que indudablemente era el niño más bueno del mundo, y un hermano mayor como Enrique -aunque no fuera más que su hermanastro-que era siempre tan encantador con su pequeña hermanastra.
Deberían haber sido felices, y podrían haberlo sido fácilmente, de no haber sido por ese miedo siempre presente.
-¡Isabel!
Era la voz de su madre, en la que vibraba levemente la aspereza de esa nota estridente que despertaba siempre las señales de alarma en el cerebro de Isabel.
La niña se volvió, sin prisa, y vio que su gobernanta y las sirvientas se retiraban con discreción. La reina de Castilla les había indicado que deseaba estar a solas con su hija.
Lentamente, y con toda la dignidad que podía desplegar una criatura de cuatro años, Isabel se acercó a la reina y se inclinó hasta el piso en una graciosa reverencia. En la corte la etiqueta era rígida, incluso dentro del círculo familiar.
-Mi querida hija -murmuró la reina y, al levantarse la niña, la abrazó con efusión. La pequeña, aplastada contra el corpiño recamado de pedrería, soportó su incomodidad, pero sintió que el miedo se hacía más intenso. Esto, pensó, es algo realmente terrible.
Finalmente, la reina aflojó el violento abrazo con que retenía a la niñita y la separó de sí, sin soltarla. La observó con atención, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Las lágrimas eran un signo alarmante, casi tan alarmante como los ataques de risa.
-Tan pequeña, sólo cuatro años, mi querida Isabel, y Alfonso no es más que un niño aún en la cuna.
-Alteza, es muy inteligente. Debe ser el niñito más inteligente de toda Castilla.
-Pues lo necesitará. ¡Pobres... pobres hijos míos! ¿Qué será de nosotros? Enrique ya buscará manera de librarse de nosotros.
¿Enrique?, se preguntó Isabel. ¡El bondadoso, el jovial Enrique, que siempre tenía dulces para ofrecer a su hermanita, y que la levantaba en brazos y la hacía cabalgar sobre sus hombros, diciéndole que algún día sería una mujer muy bonita! ¿Por qué habría de querer Enrique librarse de ellos?
-Voy a decirte una cosa -prosiguió la reina-. Estaremos preparados... No debes sorprenderte si te digo que hemos de partir sin demora. Y será pronto. Ya no puede tardar mucho.
Isabel esperó, temiendo hacer otra de esas preguntas que podían valerle una reprimenda. La experiencia le enseñaba que si esperaba y atendía, muchas veces podía descubrir tanto como haciendo preguntas, y en ocasiones más.
-Es posible que tengamos que partir de un momento a otro... ¡de un momento a otro!
La reina empezó a reírse, pero seguía teniendo los ojos llenos de lágrimas. Silenciosamente, Isabel rogó a los santos que no se riera tanto que no pudiera detenerse.
Pero no, no iba a haber otra de esas escenas terroríficas. La reina dejó de reírse y se llevó un dedo a los labios.
-Mantente alerta -le dijo-. Seremos más astutas que él -acercó el rostro al de la pequeña-. Él jamás tendrá un hijo -continuó-. Nunca... ¡jamás! -de nuevo, estaba próxima a esa risa aterradora-. Es por la vida que ha llevado. Esa es su recompensa, y bien que se la merecía. Pero no importa, ya nos llegará el turno. Mi Alfonso subirá al trono de Castilla... y si por algún azar él no llegara a la edad viril, siempre está mi Isabel. ¿No es verdad, eh? ¿No es verdad?
-Sí, Alteza -murmuró la pequeña.
Su madre le tomó entre el pulgar y el índice la mejilla regor-deta, y se la pellizcó con tanta fuerza que a la niña se le hizo difícil impedir que las lágrimas acudieran a esos ojos azules. Pero ella sabía que la intención era la de un gesto de afecto,
-Mantente alerta -insistió la reina.
-Sí, Alteza.
-Ahora debo volver con él -anunció su madre-. ¿Cómo puede una saber qué es lo que se trama a sus espaldas, eh? ¿Cómo se puede?
-Verdaderamente, Alteza -respondió, obediente, Isabel.
-Pero tú estarás preparada, Isabel mía.
-Sí, Alteza, lo estaré.
Otro abrazo, tan vehemente que era difícil no dejar escapar un grito de protesta.
-No tardará mucho -dijo la reina-. Ya no puede tardar mucho. Mantente preparada y no te olvides.
Isabel hizo un gesto de asentimiento, pero su madre volvió a la tan repetida frase:
-Un día, tú puedes ser reina de Castilla.
-Lo recordaré, Alteza.
De pronto, la reina pareció calmarse. Se dispuso a partir y una vez más su hijita la saludó con una reverencia.
Isabel tenía la esperanza de que su madre no entrara en la habitación donde el pequeño Alfonso dormía en su cuna. La última vez que su madre lo había abrazado con aquella vehemencia, su hermanito había gritado. Pobre Alfonso, cómo se podía esperar que supiera que jamás debía protestar, que nunca debía hacer preguntas, sino limitarse a escuchar; pronto tendría edad suficiente para que le dijeran que algún día podría ser rey de Castilla, pero por ahora no era más que un niño.
Cuando se quedó sola, la pequeña Isabel aprovechó la oportunidad para colarse en el cuarto donde estaba su hermanito, en la cuna. Era obvio que el niño no percibía la tensión imperante en el palacio, pataleaba alegremente y gorjeó de placer al ver aparecer a su hermana.
-Alfonso, hermanito -murmuró Isabel.
El niño se rió, mirando a su hermana, y pataleó con más fuerzas.
-¿Tú no sabes, verdad, que algún día podrías ser rey de Castilla?
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