-No puede ser del rey -era el comentario general-. Eso es imposible.

-Entonces, ¿de quién?

No había más que una respuesta. El fiel amante de Juana era Beltrán de la Cueva, que era además amigo del rey.

Era astuto, ese hombre joven, brillante y apuesto. Sabía cómo complacer al rey, cómo ser para él un compañero ingenioso y entretenido, al mismo tiempo que era el amante devoto y apasionado de la reina.

Eran muchos los que se reían de la audacia del hombre y algunos lo admiraban; pero también estaban aquellos a quienes la situación indignaba y que se sentían postergados.

Entre estos últimos estaban el marqués de Villena y su tío, Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo.

-Es una situación ridícula -decía Villena a su tío-. Si la reina está encinta es evidente que el hijo no es de Enrique. ¿Qué haremos? ¿Permitiremos que un bastardo sea el heredero del trono?

-Debemos hacer todo lo que esté en nuestras manos para impedirlo -respondió virtuosamente el arzobispo.

Ambos estaban decididos a provocar la caída de Beltrán de la Cueva, quien gradualmente iba desplazándolos de la situación de autoridad en que durante tanto tiempo se habían mantenido respecto del rey.

-Si la criatura nace y sobrevive -dijo Villena a su tío-, ya sabremos qué hacer.

-Entretanto -agregó el arzobispo-, debemos asegurarnos de que todo el mundo tenga presente que es imposible que el niño sea hijo del rey, y que su padre es, sin sombra de duda, Beltrán de la Cueva.

Enrique estaba encantado de que finalmente, después de ocho años de matrimonio, la reina hubiera quedado encinta.

Estaba al tanto de los rumores, referentes no solamente a su esterilidad, sino a su impotencia. Se decía que esa era la razón de que se dispusieran para él orgías donde imperaban prácticas antinaturales y lascivas. Por eso le alegraba el embarazo de Juana; Enrique abrigaba la esperanza de que sofocara los rumores.

Y en cuanto a él mismo, ¿se consideraba causante del emba-

razo de su mujer? El rey era muy capaz de engañarse; había llegado a creer cada vez más en sus propios engaños.

De modo que se ofrecieron bailes y banquetes en honor del niño por nacer. El rey se dejó ver públicamente en compañía de la reina, más de lo que era su costumbre. Naturalmente, Beltrán de la Cueva, dilecto amigo de la regia pareja, estaba presente en muchas de tales ocasiones.

Cuando Enrique elevó a Beltrán a la dignidad de conde de Le-desma, en la corte hubo cejas que se arquearon cínicamente.

-¿Es que ahora han de concederse honores a los amantes serviciales que se encargan de lo que no pueden conseguir los maridos impotentes?

A Enrique no le interesaban las murmuraciones y fingía no enterarse de ellas.

En cuanto a Juana, se burlaba de las habladurías, pero constantemente se refería al niño como hijo de ella y del rey y, pese a los comentarios malignos, había quienes le daban crédito.

En la corte se percibía la tensión, en espera del nacimiento. ¿Sería un varón? ¿Una niña?

¿Se parecería el niño a la madre o al padre?

-Esperemos -decían los cínicos cortesanos- que se parezca a alguien a quien de alguna manera podamos reconocer. Los misterios que no se pueden aclarar resultan fastidiosos.

Hubo un día de marzo en que se produjeron grandes cambios en Arévalo, cambios tan importantes que Isabel jamás los olvidaría, porque ellos señalaron el fin de su infancia.

La niña había vivido en medio de la euforia desde que se había enterado de la muerte de Carlos. Le pareció en ese momento que sus plegarias habían sido escuchadas; ella había rogado que sucediera un milagro que le permitiera guardarse para Fernando, y he aquí que el hombre que debía haber ocupado el lugar de él había sido eliminado de este mundo.

Fue su madre quien le dio la noticia, como siempre que las noticias eran importantes.

En sus ojos brillaba una vez más algo salvaje, pero a Isabel eso la asustaba menos que cuando era pequeña. Uno podía acostumbrarse a esos estallidos que bordeaban los límites del delirio. En

más de una ocasión, la infanta había visto que los médicos sujetaban a su madre mientras esta gritaba, se reía y agitaba frenéticamente los brazos.

Isabel aceptaba el hecho de que no se podía contar con que su madre mostrara siempre al mundo una máscara de cordura. Había oído comentar que algún día la reina viuda tendría que buscar refugio en la soledad, como lo habían hecho antes que ella otros miembros de la familia real.

Aunque lo aceptara con resignación, eso era algo que entristecía mucho a la niña.

Era la voluntad de Dios, decía a Alfonso, y ellos debían aceptarla sin rebelarse jamás contra ella.

Habría sido un consuelo tener una madre dulce y calma, en quien hubiera podido confiar. Podría haber hablado con ella de su amor por Fernando... -.tinque tal vez fuera difícil hablar con nadie del amor que uno sentía hacia una persona a quien jamás había visto.

Y sin embargo, decíase Isabel, yo sé que soy para Fernando, y que él es para mí. Por eso preferiría la muerte antes que aceptar otro marido.

Pero, ¿cómo era posible explicar ese sentimiento tan íntimo, que no tenía por base un sólido buen sentido, sino alguna inexplicable intuición? Por eso, tal vez lo mejor fuera no hablar del asunto.

En la paz de Arévalo, Isabel había seguido soñando.

Después llegó aquel día, y rara vez había visto la infanta a su madre con un aspecto más desatinado. En sus ojos brillaba una luz colérica, por la cual Isabel supo inmediatamente que había sucedido algo alarmante.

La niña y su hermano Alfonso fueron llamados a presencia de su madre y, antes de que hubieran tenido tiempo para las necesarias cortesías y reverencias, la reina viuda exclamó:

-La mujer de vuestro hermano ha dado a luz a un niño.

Con sorprendente rapidez Isabel se puso de pie, sin que su madre advirtiera la falta de etiqueta.

-Es una niña, afortunadamente... pero tienen un hijo. ¿Sabes lo que eso significa? -la reina miró a Alfonso con ojos llameantes.

-Sí..., sí, Alteza -contestó el niño con su voz aflautada-. Signi-

fica que ella será la heredera del trono y que yo debo cederle el derecho.

-Ya veremos -declaró la reina-. Ya veremos quién ha de ceder su derecho.

Isabel advirtió que en la comisura de la boca le había aparecido una mota de espuma. Era una mala señal.

-Alteza -intervino-, tal vez la criatura no sea fuerte.

-De eso no he oído decir nada. Pero hay una criatura... una niña que ha venido al mundo para... para despojarnos de nuestros derechos.

-Pero Alteza -opinó Alfonso, que aún no había aprendido a callarse, como Isabel-, si es hija de mi hermano, es la heredera del trono de Castilla.

-Ya sé -los ojos de la reina viuda se detuvieron fugazmente en Isabel-. Ya sé que ninguna ley impide que una mujer se ciña la corona. Eso lo sé. Pero circulan rumores sobre esa niña, rumores que vosotros no entenderíais. Pero podemos preguntarnos si tiene derecho al trono, si tiene...

«Santa Madre de Dios» rogó para sí Isabel, «cálmala. No permitas que los médicos tengan que sujetarla otra vez».

-Alteza -murmuró con ánimo de apaciguamiento-, hemos vivido muy felices aquí.

-Ya no viviréis mucho tiempo felices aquí -le espetó la reina-. Es más, habéis de prepararos inmediatamente para un viaje.

-¿Es que hemos de irnos?

-¡Ah! -gritó la reina, en cuya voz se elevaba ya una nota de histeria-. Él no confía en nosotros; piensa que Arévalo se convertirá ahora en un foco de rebelión y no se equivoca. No pueden imponer una bastarda a Castilla... una bastarda que no tiene derecho a la corona. No me cabe duda de que habrá muchos que querrán llevarse a Alfonso para ceñir sus sienes con la corona...

Alfonso parecía alarmado.

-Alteza -intervino rápidamente Isabel-, eso no sería posible mientras viva mi hermano, el rey.

La reina observaba a sus hijos con los ojos entrecerrados.

-Por orden de tu hermano -explicó- debo volver inmediatamente a la corte, llevando conmigo a mis hijos.

Isabel sintió que el corazón le daba un salto, sin que pudiera saber si era de placer o de miedo.

-Alteza -se apresuró a decir-, dadnos vuestra autorización para retirarnos y dar comienzo a los preparativos. Hemos estado aquí tanto tiempo que será mucho lo que hayamos de hacer.

La reina miró a su hija de once años y, lentamente, hizo un gesto afirmativo.

-Podéis iros -respondió.

Isabel tomó de la mano a su hermano y, tras obligarlo a hacer una reverencia, lo sacó poco menos que a rastras de la habitación.

Mientras salían, oyó mascullar a su madre; después oyó que empezaba la risa.

Este es el fin de mi infancia, pensaba la niña. En la corte no tardaré en hacerme mujer.

¿Cómo debería conducirse en esa corte escandalosa, ella, tan cuidadosamente educada allí, en Arévalo? La infanta estaba un poco alarmada, recordando, recordando los rumores que había oído.

Y al mismo tiempo la dominaba una intensa euforia, porque creía que ahora debía crecer rápidamente; y crecer significaba casarse... con Fernando.




LA BELTRANEJA

A través de las ventanas de la Capilla del Palacio de Madrid, el sol de marzo brillaba sobre las fastuosas vestimentas de quienes participaban en la más colorida ceremonia que jamás hubiera visto Isabel, impresionada por el coro solemne de las voces, por la presencia de hombres y mujeres importantes, resplandecientes.

No por eso dejaba de percibir la tensión reinante en la atmósfera, pues ya tenía la experiencia suficiente para darse cuenta de que las sonrisas eran como las máscaras que había visto en las fiestas y torneos con que fue anunciado el acontecimiento.

La corte entera fingía regocijarse por el nacimiento de la so-brinita de Isabel, pero la infanta sabía que tras esas máscaras sonrientes se ocultaban los auténticos sentimientos de muchos de los que se hallaban presentes en el bautizo.

Allí estaba su medio hermano Enrique, que por cierto le parecía altísimo y un tanto descuidado, con el pelo rojizo que se le escapaba en mechones bajo la corona, y que tenía a su lado a su medio hermano, Alfonso, ya de nueve años.

Alfonso se veía muy apuesto con su traje de ceremonia, pensó Isabel. Y también tenía aspecto solemne, como si supiera que en esa ocasión mucha gente estaría mirándolo. A Isabel le parecía que Alfonso era, entre los presentes, una de las personas más importantes, tal vez más importante que la recién nacida, y ella sabía por qué. La infanta no podía dejar de oír la aguda voz de su madre repitiendo que si el pueblo decidía que estaba ya harto de Enrique -e volverían hacia Alfonso.

A Isabel también le cabía un importante papel en el bautizo. Con los demás padrinos de la criatura, entre los cuales se contaba, se quedó de pie junto a la pila. Los otos eran Armignac, el francés, el elegante Juan Pacheco, marqués de Villena, y su mu-

jer. Quien llamaba la atención de la infanta era el marqués. Con su costumbre de escuchar disimuladamente siempre que le era posible, había oído mencionar su nombre con frecuencia y eran muchas las cosas que sabía de él.

Evocó fragmentos de conversaciones.

-Es el brazo derecho del rey.

-Es el ojo derecho del rey.

-Enrique no da un paso sin consultarlo con el marqués de Vi-llena.

-Ah, pero... ¿no habéis oído decir que últimamente... ha habido algún cambio?

-No puede ser...

-Pues es lo que dicen. Claro, será una broma.

Era todo tan interesante. Mucho más interesante aquí, en la corte, porque se podía ver realmente a la gente que tan gran papel había tenido en los rumores que Isabel escuchaba en Arévalo.

En ese momento el marqués sonreía, pero la infanta tenía la sensación de que su máscara era la más engañosa de todas. De alguna manera percibía el poder de ese hombre y se preguntaba cómo sería cuando se enojaba. Debía ser formidable, de eso estaba segura.

Las densas cejas oscuras de Alfonso Carrillo, arzobispo de Toledo, se unieron en un ceñudo gesto de concentración mientras el prelado celebraba la ceremonia bautismal y bendecía a la niña que le presentaba, bajo palio, el conde Alba de Liste.

Había alguien más a quien Isabel no pudo dejar de observar. Un hombre alto, de quien bien podría decirse que era el más apuesto de los presentes; su atuendo era magnífico, más que el de ningún otro; parecía que sus joyas brillaran más... tal vez porque eran tantas. Tenía el pelo tan negro que hasta mostraba un reflejo azulado, los ojos grandes y oscuros, pero la piel blanca y fina le hacía parecer muy joven.