Estaba de pie junto a Enrique y lo hacía especialmente notable el hecho de ser casi tan alto como el rey; si uno no supiera, pensaba Isabel, quién es el verdadero rey y le pidieran que lo descubriera entre todos los presentes, uno elegiría a Beltrán de la Cueva, a quien recientemente habían dado el título de conde de Ledesma.
El conde era otra de las personas sobre quienes se concentraba la atención; mientras él miraba a la niña ofrecida bajo el palio, mucha gente lo miraba a su vez.
Por más que no estuviera acostumbrada a esa clase de ceremonias, Isabel no daba muestras de la emoción que la embargaba, pues si bien parecía que el interés se centraba sobre los tres personajes principales -el rey, la reina y el nuevo conde de Ledes-ma-, también Alfonso e Isabel despertaban la atención.
Fueron muchos los que ese día pensaron que, si los rumores que empezaban a difundirse por la corte eran ciertos -y al parecer había razones para pensar que lo eran- esos dos niños podían tener una importancia tremenda. También era visible la ansiedad del infante, tan apuesto, por hacer lo que se esperaba de él, y no pasó en modo alguno inadvertida la decorosa dignidad con que la niña -alta para sus once años- graciosamente enmarcado el rostro plácido por su abundante cabellera, con el matiz rojizo heredado de sus antepasados Plantagenet, cumplió su papel junto a los demás padrinos.
En una pequeña antecámara adyacente a la capilla, el arzobispo de Toledo, mientras se despojaba de sus ropajes ceremoniales, se enfrascó profundamente en una conversación con su sobrino, el marqués de Villena.
-Es una situación imposible -gritaba casi el arzobispo, hombre vehemente para quien habría sido más adecuada la carrera militar que la eclesiástica-. Jamás en mi vida me imaginé que llegaría a ver nada tan fantástico, tan farsesco. Ese hombre... allí presente, mirando...
Astuto hombre de Estado, Villena tenía sobre sus sentimientos mejor dominio que su tío. Levantó una mano, señalando hacia la puerta.
-Vamos, sobrino -insistió el arzobispo-, si toda la corte habla de eso, se mofa y se pregunta durante cuánto tiempo soportarán tal situación quienes desean ver que se haga justicia.
Villena se sentó en una de las banquetas tapizadas, contemplando las puntas de sus zapatos con amargura.
-La reina es una mujerzuela -afirmó-; la niña es bastarda y el rey un tonto. Y al pueblo no se lo podrá mantener durante mu-
cho tiempo ignorante de la situación. Tal vez ya antes haya habido reinas frívolas que consiguieron imponer sus bastardos a un rey estúpido, pero lo que me parece imposible soportar son los favores concedidos a ese hombre. ¡Conde de Ledesma! Es demasiado.
-Enrique le presta continua atención. ¿Por qué, en nombre de Dios y todos sus santos, se conduce con semejante torpeza?
-Tal vez, tío, porque está agradecido a Beltrán.
-¡Agradecido al amante de su mujer, al padre de la criatura que ha de ser impuesta al país como si fuera hija de él!
-Agradecido, sin duda -insistió Villena-. Sospecho que a nuestro rey no le hace feliz admitir para sus adentros que es incapaz de engendrar un hijo, Beltrán es muy obsequioso: servicial con el rey en todo sentido... llega incluso a proporcionar a la reina el bastardo que la pareja real necesita para instalarlo en el trono. Bien sabemos que Enrique no puede tener hijos; ninguna de sus queridas los ha tenido. Después de doce años, se divorció de Blanca alegando impotencia respectiva y hace ocho años que está casado con Juana. Es sorprendente que Beltrán y su amante hayan tardado tanto.
-No debemos permitir que esa criatura sea impuesta al reino.
-Debemos andar con cuidado, tío. Tenemos tiempo de sobra, si el rey continúa acumulando honores sobre Beltrán de la Cueva, se irá apartando cada vez más de nosotros. Pues bien... nos apartaremos cada vez más de él.
-¿Y perderemos nuestro lugar en la corte, todo lo que tanto nos ha costado conseguir?
Villena sonrió.
-¿Os fijasteis en los niños, en la capilla? ¡Qué encantadora pa-rejita!
El arzobispo lo miró atentamente.
-Eso no resultaría -objetó-. Jamás podríamos coronar al pequeño Alfonso mientras Enrique viva.
-¿Por qué no... si el pueblo está tan disgustado con él y con la bastarda?
-¿Una guerra civil?
-Podría ser algo más simple. Pero ya os he dicho, tío, que no hay necesidad de actuar en forma inmediata. No perdáis de vista a esos dos... Alfonso e Isabel. Causaron inmejorable impresión a
cuantos los miraban, con esos modales tan delicados. Os aseguro que nuestra demente reina viuda se ha desempeñado como una educadora excelente; los niños tienen ya la dignidad que cabe esperar de herederos del trono. Estad seguro, además, de que su madre no pondría objeción a nuestros planes. Y ¿qué fue lo que mejor impresión os hizo, tío? ¿Fue lo mismo que me impresionó a mí? Que parezcan tan dóciles, los dos, tan... maleables.
-Sobrino, esas son palabras peligrosas.
-¡Por cierto que lo son! Por eso no debemos apresurarnos. Los rumores son buenos aliados. Ahora haré llamar a vuestro sirviente para que os ayude a vestiros. Prestad atención a lo que digáis en presencia de él.
Villena fue hasta la puerta, la abrió y llamó con un gesto a un paje.
Cuando el sirviente del arzobispo entró, un momento después, el marqués decía, en un susurro que podía escuchar fácilmente cualquiera que se hallara en la habitación:
-Es de esperar que de alguna manera la niña se parezca a su padre. Y eso será motivo de diversión en la corte. Si se parece a su verdadero padre, la Beltraneja será hermosa, ya que él es mucho más apuesto que nuestro pobre y confiado rey; y la reina es también muy bella.
-La Beltraneja -musitó el arzobispo, que sonreía mientras el sirviente le presentaba la ropa.
No pasaron muchos días sin que, en el palacio y fuera de él, todo el mundo conociera a la criatura como la Beltraneja.
En las habitaciones de la reina viuda, mandados llamar por su madre, los dos infantes estaban de pie frente a ella. Isabel se preguntaba si su hermano se daría cuenta, como ella, de la mirada vidriosa en los ojos de su madre, de la nota aguda de su voz.
La ceremonia del bautizo la había excitado muchísimo.
-Hijos míos -gritó, mientras abrazaba a Alfonso y, por encima de la cabeza del niño, observaba a Isabel-. Habéis estado allí, y habéis visto las miradas que se os dirigían y las dirigidas a... a esa niña... Ya os dije... no es verdad. Ya os dije. Sabía que era imposible. ¡Heredera del trono de Castilla! Dejadme que os diga
algo: aquí, en mis brazos, tengo yo al heredero del trono de Castilla. No hay ni puede haber otro.
-Alteza -intervino Isabel-, la ceremonia ha sido agotadora... para vos... y para nosotros. ¿No podríais descansar y dejar para más tarde hablar de este asunto?
Al así decir, Isabel se estremeció ante su propia temeridad, pero su madre no dio la impresión de haberla oído.
-¡Aquí -volvió a gritar, elevando los ojos como si se dirigiera a algún público celeste-, aquí está el heredero de Castilla!
Alfonso se había soltado del sofocante abrazo.
-Alteza -advirtió-, puede haber alguien escuchando a nuestra puerta.
-Eso poco importa, hijo mío. Las mismas palabras se dicen en toda la corte. Dicen que la niña es hija bastarda de Beltrán de la Cueva, y ¿quién puede dudarlo? Dímelo... ¡dímelo, si puedes! Pero, ¿por qué has de decirme tal cosa, si tú estarás dispuesto para aceptar el poder y la gloria cuando te sean concedidos? Tal es el día que ansío ver. ¡El día en que vea a mi Alfonso como rey de Castilla!
-Alfonso -ordenó Isabel, con voz calma y autoritaria-, ve a llamar a las damas de la reina. Ve enseguida.
-No pasará mucho tiempo -prosiguió la reina viuda, sin haber oído las palabras de su hija, ni darse cuenta de que Alfonso había salido de la habitación-. El pueblo no tardará en sublevarse. ¿No lo percibisteis en la capilla? ¡El sentimiento... la cólera! No me habría sorprendido que alguien arrebatara a la bastarda de bajo el palio de seda. Nada... nada me habría sorprendido.
«Madre Santa...», rogaba Isabel, «haced que vengan pronto. Que la lleven a su habitación. Que la tranquilicen sin que tengamos que ver cómo los médicos la sujetan y la obligan a aceptar las drogas».
-Esto no puede seguir -vociferaba la reina-. Yo he de ver coronado a mi Alfonso. Enrique no hará nada, no tendrá poder alguno. Su destino al cubrir de honores al padre de la bastarda lo llevará a la ruina. ¿No visteis las miradas? ¿No oísteis los comentarios?
Con los puños cerrados, la reina había empezado a golpearse el pecho.
«Por favor, que vengan pronto», rogaba Isabel.
Después que se llevaron a su madre, la infanta se sintió agotada, Alfonso se demoraba, deseoso de hablar con ella, pero Isabel tenía miedo de hablar con su hermano. Tenía la certeza de que eran muchos los riesgos inminentes y en el gran palacio uno nunca podía estar seguro de que no hubiera alguien escondido en algún lugar secreto para escuchar lo que se decía.
Era sumamente peligroso, bien lo sabía Isabel, hablar de cambios de reyes mientras el rey aún vivía; y si fuera verdad -como naturalmente lo era- que a ella y a Alfonso los habían llevado a la corte para que su hermano Enrique pudiera estar seguro de que no se convertirían en foco de rebelión, entonces era indudable que los vigilaban de cerca.
Isabel se envolvió en una capa para salir al jardín. Las ocasiones en que podía estar sola eran raras y la infanta no ignoraba que se harían más raras aún, ya que no debía esperar que en la corte pudiera disfrutar de la misma libertad de que gozaba mientras se encontraban en Arévalo.
Sin embargo todavía la consideraban apenas una niña y la infanta abrigaba la esperanza de que la situación se mantuviera durante algún tiempo. No quería verse complicada en los proyectos de rebelión que atormentaban el ya sobrecargado cerebro de su madre.
Isabel creía firmemente en la ley y el orden. Enrique era rey porque era el hijo mayor del padre de ambos y a la infanta le parecía mal que cualquier otro pudiera ocupar su lugar mientras él viviera.
Se quedó mirando la corriente del Manzanares y más allá la llanura que se extendía hasta las montañas lejanas; entretanto, advirtió el rumor de pasos que se acercaban a ella y, al darse vuelta, vio a una muchacha que venía a su encuentro.
-¿Deseas hablar conmigo? -le preguntó Isabel.
-Si estáis dispuesta a hacerme la gracia de escucharme, princesa.
Era una hermosa muchacha, de rasgos acusados. Debía tener unos cuatro años más que Isabel y, por ende, a los ojos de ésta, con sus once años, parecía casi una adulta.
-Sin duda alguna -accedió Isabel.
La joven se arrodilló a besarle la mano, pero la infanta no se lo permitió.
-Levántate, por favor, y ahora dime lo que tengas que decirme.
-Señora, me llamo Beatriz Fernández de Bobadilla y es un gran atrevimiento de mi parte darme a conocer con tan poca ceremonia; pero os vi caminar aquí a solas y pensé que si mi señora podía conducirse de manera no convencional, también a mí me estaría pemitido.
-Es grato eludir las convenciones de vez en cuando -coincidió Isabel.
-Tengo una noticia, señora, que me llena de alegría. Pronto he de seros presentada como vuestra dama de honor. Desde que lo supe espero ansiosa el momento de veros y cuando lo conseguí, en la ceremonia que se realizó en la capilla, me di cuenta de que mi deseo es serviros. Cuando os sea presentada formalmente tendré que pronunciar las palabras acostumbradas, que nada significan... que nada dirán de mis verdaderos sentimientos. Por eso, princesa Isabel, quería que supierais la verdad de mi sentir.
Isabel luchó contra la desaprobación que semejantes palabras despertaban en ella. La habían educado en la creencia de que la etiqueta cortesana era lo único importante, pero cuando la muchacha levantó los ojos, la infanta vio que los tenía llenos de lágrimas, e Isabel no estaba inmunizada contra la emoción.
Se dio cuenta de lo sola que estaba. No tenía con quién hablar de las cosas que más le interesaban. Alfonso era, sin duda, su compañero más próximo, pero era aún muy pequeño, además de no pertenecer a su sexo. Isabel jamás había podido ser realmente compañera de su madre y la idea de tener una doncella de honor que fuera al mismo tiempo su amiga se le hacía muy atrayente.
Además, y bien a pesar de sí, no podía dejar de admirar la osadía de Beatriz Fernández de Bobadilla.
-Deberías haber esperado a que nos presentaran formalmente -se oyó decir-, pero ya que nadie nos ve... ya que nadie sabrá qué es lo que hemos hecho...
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