Había alguien que contemplaba con gran satisfacción este estado de cosas: el hermano del marqués de Villena, don Pedro Girón, un hombre muy ambicioso que era Gran Maestre de la Orden de Calatrava.
Los Caballeros de Calatrava pertenecían a una orden cuyo establecimiento se remontaba al siglo XII.
Su origen había tenido por causa la necesidad de defender a Castilla de los conquistadores moriscos. Calatrava estaba en la frontera con Andalucía -entonces ocupada por los moros-, y la ciudad, que dominaba el paso entre ambas comarcas, había adquirido excepcional importancia. Los caballeros templarios habían intentado conservarla pero, incapaces de hacer frente al asedio constante y feroz de los musulmanes, terminaron por abandonarla.
Sancho el Deseado, por entonces rey de Castilla, ofreció la ciudad a cualquier caballero que estuviera dispuesto a defenderla de los moros, e inmediatamente tomó posesión de ella un grupo de monjes de un convento navarro. La situación movilizó la imaginación popular y fueron muchos los que se reunieron para defender la ciudad contra todos los ataques.
Los monjes fundaron después una comunidad integrada por caballeros, monjes y soldados, dándole el nombre de Orden de Calatrava. Reconocida como orden religiosa en 1164 por el papa Alejandro III, la comunidad adoptó las reglas de San Benito y se ajustó a una estricta disciplina.
La primera regla, y la más importante, era la del celibato. Sus miembros debían también hacer voto de silencio y vivían con gran austeridad. No comían carne más que una vez por semana, y no eran simplemente monjes: debían recordar que su orden había llegado a concretarse por la vía de las hazañas con la espada, y acostumbraban dormir con sus tizonas al lado, listos para entrar en acción contra los infieles en el momento en que fuera necesario hacerlo.
Por más placer que le diera el prestigio derivado de su cargo en la Orden, don Pedro Girón no tenía la menor intención de someterse a la austeridad de sus reglas.
Era hombre de tremenda ambición política y puesto que a su hermano el marqués se le reconocía como el hombre más importante de Castilla (o al menos así se lo había considerado antes de la aparición del advenedizo Beltrán de la Cueva), no veía por qué no habría él de valerse de la gloria de su hermano y usar la influencia del marqués para mejorar su propia situación.
Estaba dispuesto a obedecer los deseos de su hermano, a llevar al pueblo a la revuelta si necesario fuere, a difundir cualquier rumor que a su hermano le interesara. Tampoco titubeaba en seguir su propia vida de placeres y tenía una cantidad de amantes. De hecho, el Gran Maestre de Calatrava era conocido en toda Castilla por sus costumbres licenciosas. Nadie se atrevía a criticarlo y si veía algún signo de desaprobación en un rostro, don Pedro preguntaba al ofensor si conocía a su hermano, el marqués de Villena.
-Mi hermano y yo somos grandes amigos -explicaba-. Y celosos del honor de la familia. Sus enemigos son los míos y los míos lo son de él.
Por lo tanto, la gente miraba con fascinado respeto al poderoso Villena y no se animaba a criticar los desafueros de su no demasiado respetable hermano, quien se divertía muchísimo con el escándalo que la reina de Castilla había provocado en la corte.
Le complacía considerar que una reina es tan frágil como cualquier otra mujer y, como hombre vanidoso que era, empezó a fantasear con ser el amante de Juana. Pero la reina seguía obstinadamente entregada a Beltrán de la Cueva y, en cuanto al propio Girón, no era mucho lo que tenía de apuesto ni de atractivo.
Un día, sin embargo, vio a Isabel, la reina viuda de Castilla, que se paseaba por el parque y empezó a pensar en ella.
Seguía siendo una mujer atractiva; Girón había oído rumores sobre su desequilibrio y sabía que a veces era necesario recurrir a polvos y pociones calmantes para sacarla de sus ataques de histeria.
Su hermano el marqués se apartaba cada vez más riel rey y de la reina, o en otras palabras, se acercaba cada vez más al joven Alfonso y a Isabel. Era indudable que la reina viuda, evidentemente llena de ambiciones para sus hijos, aceptaría de buen grado la amistad del marqués de Villena.
Y si es mujer prudente, caviló don Pedro, estará ansiosa de estar en buenos términos con toda nuestra familia.
Con esa idea la observaba siempre que podía y empezó a sentirse cansado de los encantos de su última amante. Aunque ella era una hermosa muchacha, don Pedro se había empeñado en compartir el lecho de una reina.
Se paseaba por la corte sintiéndole un nuevo Beltrán de la Cueva.
Finalmente ya no pudo dominar su impaciencia y encontró una oportunidad de hablar a solas con la reina viuda.
Le había solicitado formalmente una entrevista en privado, que le fue concedida.
Mientras se vestía con el mayor cuidado, mientras exigía a sus ayudas de cámara comentarios halagüeños -que ellos le prodigaban servilmente, con total conciencia de que escatimarlos sería lo peor que podían hacer- <:o se le ocurrió siquiera que pudiera fracasar en sus proyectos referentes a la reina viuda.
La reina viuda estaba en compañía de su hija.
Aunque sabía que don Pedro Cirón vendría a visitarla, había enviado llamar a Isabel.
Cuando la infanta vio a su madre advirtió inmediatamente la contenida excitación que brillaba en sus ojos. Pero sin embargo, en ese brillo no había signos de locura. Algo la había hecho feliz y la niña ya sabía que lo que provocaba los ataques histéricos eran la depresión y la frustración.
-Ven aquí, hija mía !a saludó la reina viuda-. Te he hecho llamar porque es mi deseo que sepas lo que está sucediendo a nuestro alrededor.
-Sí, Alteza -respondió modestamente Isabel, que ahora sabía mucho más de lo que había sabido antes. Su constante compañera, Beatriz Fernández de Bobadilla, había demostrado estar muy al tanto de los asuntos de la corte, y desde que Beatriz se ha-
bía convertido formalmente en su dama de honor la vida estaba llena de interés y de intrigas para Isabel. Ahora no ignoraba el escándalo provocado por la reina Juana y por el nacimiento de la niña, de quien muchos empezaban ya a decir que no era la legítima heredera de Castilla.
-No creo que pase ya mucho tiempo sin que tu hermano sea proclamado sucesor del rey -prosiguió su madre-. En todas partes hay protestas. El pueblo no quiere aceptar como su futura reina a la hija de Beltrán de la Cueva.. Pues bien, mi querida Isabel, te he mandado llamar porque muy en breve espero una importante visita. No hice venir a Alfonso porque es muy joven aún y éste es un asunto que le toca demasiado de cerca. Tú estarás presente, aunque no visible, durante la entrevista. Te ocultarás detrás de esos cortinajes. Debes quedarte muy quieta, para que no se advierta tu presencia.
Isabel contuvo el aliento, asustada. ¿Sería una nueva versión de la locura? ¡Que su madre la obligara a escuchar furtivamente!
-Muy pronto -prosiguió la reina viuda- vendrá a visitarme el hermano del marqués de Villena. Viene en calidad de mensajero de su hermano y yo sé cuál es la razón de su venida. Quiere decirme que los partidarios de su hermano van a pedir que Alfonso sea reconocido como heredero de Enrique. Tú has de oír con qué calma acepto sus declaraciones. Te servirá de lección para el futuro, hija; cuando seas reina de Aragón tendrás que recibir toda clase de embajadores. Es posible que algunos te traigan noticias sorprendentes, pero nunca debes traicionar tu emoción. No importa que las noticias sean buenas o malas... tú debes aceptarlas como una reina, tal como me verás hacerlo.
-Alteza -comenzó Isabel-, ¿no podría permanecer en vuestra presencia? ¿Debo estar oculta?
-Mi querida niña, ¡te imaginas que el Gran Maestre de Cala-trava revelará su misión en tu presencia! Vamos... obedéceme inmediatamente. Ven, que esto te ocultará por completo. Quédate perfectamente inmóvil y escucha lo que él tenga que decir. Y sobre todo, observa cómo recibo yo la noticia.
Con la sensación de verse obligada a jugar un juego disparatado, en desacuerdo con su dignidad que se había acrecentado desde su llegada a la corte, Isabel se dejó conducir detrás de los cortinajes.
Minutos después, don Pedro era introducido en las habitaciones de la reina viuda.
-Alteza -saludó, arrodillándose-, me hacéis un honor al recibirme.
-Para mí es un placer -fue la respuesta.
-Tenía la sensación, Alteza, de que no os ofendería al acercarme así a vos.
-Claro que no, don Pedro. Estoy dispuesta a oír vuestra proposición.
-Alteza, ¿me autorizáis a sentarme?
-Ciertamente.
Isabel oyó el roce de las patas de las sillas, mientras ambos se sentaban.
-Alteza.
-Os escucho, don Pedro.
-Hace mucho tiempo que me he fijado en vos. En las felices ocasiones en que he presenciado alguna ceremonia donde Vuestra Alteza estaba presente, no he tenido ojos más que para vos.
En la habitación se produjo un silencio extraño, que Isabel no dejó de percibir.
-Confío, Alteza, en no haber pasado del todo inadvertido para vos.
-No podría pasar inadvertido el hermano de un personaje como el marqués de Villena -respondió la reina, con voz que revelaba su perplejidad.
-Ah, mi hermano. Quisiera haceros saber, Alteza, que los intereses de él son los míos. Somos uno los dos, en nuestro deseo de ver en paz el reino.
-Es lo que yo imaginaba, don Pedro -la voz de la reina traducía su alivio.
-¿Os sorprendería, Alteza, que os dijera que ocasiones ha habido en que mi hermano, el marqués, me ha confiado sus proyectos y ha escuchado mi consejo?
-En modo alguno. Sois el Gran Maestre de una orden sagrada, y sin duda debéis ser capaz de aconsejar... espiritualmente... a vuestro hermano.
-Alteza, hay una causa por la que yo trabajaría... en cuerpo y alma... porque vuestro hijo, el infante Alfonso, sea aceptado como heredero del trono de Castilla. Quisiera ver a la pequeña
bastarda, que ahora pasa por heredera, denunciada como lo que es. No pasará mucho tiempo sin que esto suceda, si...
-¿Si qué, don Pedro?
-Ya he hablado a Vuestra Alteza de la influencia que tengo ante mi hermano, y bien conocéis vos el poder que él tiene en el país. Si vos y yo fuéramos amigos, no hay nada que yo no hiciera... no solamente hacer proclamar heredero al niño, sino... pero esto ha de decirse en un susurro. Venid, dulce señora, permitid que os lo diga al oído... sino deponer a Enrique en favor de vuestro hijo Alfonso.
-¡Don Pedro!
-Si fuéramos amigos, dije, queridísima señora.
-No os entiendo. Vuestro hablar es enigmático.
-Oh, no sois tan ciega como queréis hacerme creer. Todavía sois una hermosa mujer, señora. Vamos... vamos... sé que vivisteis muy piadosamente en ese mortífero lugar, Arévalo... pero ahora estáis en la corte. No sois vieja... ni lo soy yo. Y creo que cada uno podría aportar gran placer a la vida del otro.
-Me parece, don Pedro -interrumpió la reina viuda-, que debéis estar padeciendo un pasajero ataque de locura.
-Qué esperanza, señora, qué esperanza. También vos os sentiríais mejor si llevarais una vida más natural. Vamos, no seáis tan gazmoña, y seguid la moda. Os juro por los santos que jamás lamentaréis el día en que lleguemos a ser amantes.
La reina viuda se había puesto en pie de un salto; Isabel oyó el áspero chirrido de la silla, y no se le escapó tampoco la nota de alarma en la voz de su madre. Al mirar por entre los pliegues del brocado, vio a un hombre de rostro purpúreo que le pareció el símbolo de lo que hay de más bestial en la naturaleza humana, y vio a su madre, perdida ya la calma, con una expresión de horror y miedo que ella no alcanzaba a comprender del todo.
Isabel adivinó que, a menos que el hombre se retirara, su madre empezaría a gritar y a agitar los brazos y él sería testigo de una de esas angustiosas escenas que ansiaba que nadie viera, salvo aquellos en quienes podía tener absoluta confianza.
Olvidando la orden de mantenerse oculta, la infanta salió de su escondite y volvió a la habitación.
El hombre de rostro purpúreo y expresión maligna se le quedó mirando como si estuviera viendo un fantasma. Cierta-
mente, debía de parecerle extraño verla de pronto ahí, como si se hubiera materializado de la nada.
Isabel se irguió en toda su estatura; jamás había tenido a tal punto el porte de una princesa de Castilla.
-Señor -dijo con frialdad-, os ruego que os retiréis... inmediatamente.
Don Pedro la miraba, incrédulo.
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