-¿Será necesario que os haga expulsar por la fuerza? -continuó la joven Isabel.
Tras un momento de vacilación, don Pedro hizo una reverencia y salió.
La infanta se volvió hacia su madre, que temblaba de tal manera que le era imposible hablar.
La acompañó hasta una silla y se quedó junto a ella, rodeándola con sus brazos en un gesto de protección.
-Alteza, ya se ha ido -le susurró dulcemente-. Es malo, pero se ha ido, no volveremos a verlo. No tembléis así. Dejadme que os lleve a vuestro lecho para que podáis descansar. Ese hombre maligno ya se ha ido.
La reina viuda se levantó y dejó que su hija la tomara del brazo.
Desde ese momento Isabel sintió que era ella quien debía cuidar de su madre, que en ella residía la fuerza que debía proteger a su madre y a su hermano de las perversidades de esa corte, de ese remolino de intrigas que amenazaba con arrastrarlos hacia... ¿dónde? La joven no podía imaginarlo.
Lo único que sabía era que se sentía capaz de defenderse sola, de sortear los años de peligro que la esperaban antes de alcanzar la seguridad de estar junto a Fernando.
La reina viuda mandó llamar a Isabel. Tras haberse recuperado del impacto producido por las proposiciones de Girón, ya no estaba atónita, sino muy enojada.
-Lamento, hija mía -se disculpó-, que hayáis debido presenciar tan desagradable escena. Ese hombre debe ser severamente castigado. No tardará en lamentar el día en que me sometió a semejante humillación. Vendíais conmigo ante el rey, a dar testimonio de lo que habéis oído.
Isabel se sintió alarmada. Se daba perfecta cuenta de lo lamentable que había sido la conducta del Gran Maestre de la Orden de Calatrava, pero había abrigado la esperanza de que, una vez desaparecido éste de la presencia de su madre, el incidente quedara olvidado, ya que recordarlo no podía servir para otra cosa que para excitar en demasía a la reina.
-Ahora iremos a presencia de Enrique -continuó su madre-. Le he hecho decir que debo verlo por un asunto de gran importancia, y se ha mostrado dispuesto a recibirnos -la reina viuda miró a su hija y los ojos se le llenaron de lágrimas-. Mi querida Isabel -continuó-, me temo que muy rápidamente estáis dejando atrás la infancia. Y eso es inevitable, si debéis vivir en esta corte. Desearía, hija querida, que vos y yo y vuestro hermano pudiéramos regresar a Arévalo. Pienso que allí seríamos mucho más felices. Venid.
Enrique las recibió con muestras de afecto, haciendo cumplidos a Isabel por su apariencia.
-Vaya -exclamó-, si mi hermanita ya no es una niña. Va creciendo día a día. En nuestra familia somos altos, Isabel, y tú no eres la excepción.
Con igual ternura saludó a su madrastra, aunque al mismo tiempo se preguntara qué agravio la había movido a hablar con él; de que fuera un agravio no dudaba.
-Enrique -empezó la reina viuda-, tengo que presentaros una queja... de naturaleza muy grave.
La expresión del rey se hizo preocupada, pero Isabel, que lo observaba atentamente, advirtió que a duras penas conseguía ocultar su exasperación.
-He sido insultada por don Pedro Girón -anunció teatral-mente la reina viuda.
-Eso es algo muy desagradable, y que mucho me apena oír -respondió Enrique.
-Ese hombre vino a mis habitaciones para hacerme proposiciones vergonzosas.
-¿Qué proposiciones eran?
-De naturaleza inmoral. Isabel puede atestiguarlo, pues oyó todo lo que se dijo.
-Entonces, ¿os hizo esas proposiciones en presencia de Isabel?
-Bueno... Isabel estaba allí.
-¿Queréis decir que él no sabía que Isabel estaba allí?
-No... no lo sabía. Estoy segura, Enrique, de que no dejaréis que quede impune una conducta tan vergonzosa.
-¿Ño... os atacó? -preguntó Enrique, apartando los ojos del rostro de su madrastra.
-Atacó mi buen nombre. Se atrevió a hacerme sugerencias inmorales. Y si Isabel no hubiera salido a tiempo de su escondite... creo que es posible que me hubiera puesto las manos encima.
-¿Conque Isabel estaba escondida? -Enrique miró con serenidad a su media hermana.
-¡Gracias a Dios que lo estaba! -clamó la reina-. No hay mujer cuya virtud esté segura cuando hay hombres así en la corte. Querido hijo, sé que no toleraréis que una conducta como esa quede impune.
-Querida madre -respondió Enrique-, no os alteréis innecesariamente. No me cabe duda de que defendisteis vuestra virtud ante ese hombre. Pero sois todavía una mujer hermosa, y no puedo culparlo del todo, ni debéis hacerlo vos por haberlo advertido. Estoy seguro de que, si consideráis con calma este asunto, llegaréis a la conclusión de que hasta el mejor de los hombres olvida a veces el honor debido al rango, cuando la belleza se lo impone.
-Estáis hablando el lenguaje de la carne -gritó la reina-. Os ruego que no lo uséis en presencia de mi hija.
-Pues entonces, me maravilla que la hayáis traído con vos para presentarme semejante agravio.
-Pero os dije que ella estaba allí.
-Que se había escondido... ¿obedeciendo a vuestros deseos, o fue alguna travesura de ella? ¿Cómo fue, eh? Dímelo tú, Isabel.
Isabel miró a su madre; no se atrevía a mentir al rey, pero al mismo tiempo, tampoco quería traicionar a su madre.
Al ver su confusión, Enrique se apiadó de ella y le apoyó la mano en el hombro.
-No te inquietes, Isabel. Estamos haciendo una tormenta en un vaso de agua.
-¿Queréis decir -chilló la reina madre- que os proponéis ignorar el comportamiento insultante de ese hombre para con un miembro de la familia real?
-Querida madre, debéis mantener la calma. Me han llegado noticias de la forma en que os excitáis ocasionalmente, y he estado pensando que podría ser aconsejable que dejarais la corte para residir en algún lugar donde sea menos probable que ocurran las cosas que os alteran. En cuanto a don Pedro Girón, como es hermano del marqués de Villena, no se trata de un hombre a quien se pueda reprender sin más ni más.
-¡Os dejáis manejar así por Villena! -vociferó la reina-. Vi-llena es importante... ¡más importante que la mujer de vuestro padre! Que ella haya sido insultada, no importa. ¡Quien lo ha hecho es el hermano del gran Villena, a quien no se debe reprender! Había pensado que Villena pesaba menos hoy en día. Pensaba que empezaba a levantarse un nuevo sol, y que ante él debíamos prosternarnos todos, para adorarlo. Pensé que desde que Beltrán de la Cueva, el más obsequioso de los hombres, se hizo amigo del rey... y de la reina... el marqués de Villena había dejado de ser el que era.
Isabel, horrorizada, tenía los ojos entrecerrados. Esas escenas le parecían amenazadoras incluso en la intimidad de su aposento. ¿Qué sucedería si, en presencia del rey su madre empezaba a gritar y a reírse?
La infanta estaba deseosa de tomar de la mano a su madre y susurrarle con tono de urgencia que pidiera permiso para retirarse; sólo la rigurosa enseñanza que había recibido pudo impedir que lo hiciera.
Enrique advirtió su aflicción; además, estaba tan ansioso como ella por poner término a la discusión.
-Creo -dijo con suavidad- que sería bueno que pensarais en regresar a Arévalo.
El tono de su voz pareció calmar a la reina, que permaneció unos segundos en silencio.
-Sí -exclamó después-, sería mejor que regresáramos a Arévalo. Allí estaba yo a salvo de la lascivia de aquellos a quienes se complace en recibir Vuestra Alteza.
-Podéis partir cuando queráis -la autorizó Enrique-, pero es mi deseo que mis dos hermanos menores permanezcan en la corte.
Sus palabras acallaron completamente a la reina.
Isabel comprendió que la habían tocado en lo vivo. Uno de los
terrores más atroces de la desatada imaginación de su madre había sido, siempre, que pudieran separarla de sus hijos.
-Tenéis mi venia para retiraros -dijo Enrique.
La reina hizo una reverencia; Isabel la imitó y, silenciosamente, las dos regresaron a sus habitaciones.
ASESINATO EN EL CASTILLO DE ORTES
Había días en que el castillo de Ortes, en Bearne, aparecía a los ojos de Blanca como una prisión y los aposentos que allí ocupaba como la celda a los ojos de un condenado.
Encerrada entre esos muros, sentía como si hubiera asesinos ocultos tras los cortinajes acechándola desde oscuros rincones.
A veces, tras haber indicado a los sirvientes que se retirasen, la reclusa se tendía sobre su cama, tensa... a la espera.
¿Se oía crujir una tabla del piso? ¿No era eso el rumor de un paso?
¿Sería mejor cerrar los ojos y esperar? ¿Qué forma tomaría? ¿La de una almohada oprimida contra su boca, la de un cuchillo que se le hundiera en el pecho?
Sin embargo, se preguntaba Blanca, ¿qué vida es esta para afe-rrarme a ella? ¿Qué esperanzas puedo tener ahora?
Tal vez siempre hubiera esperanzas. Quizá Blanca creyera que su familia se arrepentiría; que la ambición que durante tantísimos años la había dominado, despojando a sus miembros de otros sentimientos más tiernos, desaparecería milagrosamente, para no dejar lugar más que al amor y la benevolencia.
Tal vez hubiera milagros, pero de esa clase no.
Blanca vivía en calidad de prisionera de su hermana y de su cuñado. Era terrible saber que lo que planeaban era deshacerse de ella, que estaban dispuestos a matarla con tal de adueñarse de Navarra. La provincia era rica, y había muchos que miraban con ojos codiciosos esa tierra donde el trigo abundaba, donde las cosechas de vino eran generosas. Pero, ¿qué tierra merecía que por ella se desintegrara una familia, que sus miembros se convirtieran, unos frente a otros, en sórdidos criminales?
Habría sido mejor, solía pensar Blanca, que su madre jamás hubiera heredado Navarra de su padre, Carlos III.
Con frecuencia la prisionera soñaba que Carlos venía a advertirle que huyera de ese castillo sombrío. A la mañana siguiente, Blanca jamás sabía con seguridad si había soñado que lo veía o si realmente su hermano había estado con ella. Decíase que su fantasma se paseaba por las calles de Barcelona. Tal vez las almas de quienes morían asesinados anduvieran efectivamente por la tierra, advirtiendo a los que amaban que corrían un peligro similar, o tal vez procurando vengarse de sus asesinos. Pero Carlos jamás había sido vengativo. Siempre fue demasiado pacífico; de haberlo sido menos, sin duda habría conseguido agrupar eficazmente al pueblo en contra de su padre y de su madrastra, y en ese momento sería él -y no el pequeño Fernando- el heredero de la corona de Aragón. Pero los sacrificados eran siempre los pacíficos.
Blanca se estremeció. Su carácter era muy semejante al de Carlos, y se sentía como rodeaba de advertencias: como a Carlos, a ella también le llegaría el momento.
Había ocasiones en que se sentía impulsada a viajar a Aragón y hacer el intento de razonar con su padre y su madrastra, o en que pensaba en acudir a su hermana Leonor y a Gastón de Foix, el marido de ésta, para hablarles de sus sospechas.
¿Qué os ha traído ese espantoso crimen?, diría a su padre y a su madrastra. Habéis hecho de Fernando, y no de Carlos, el heredero de la corona de Aragón, pero ¿qué ha sucedido con Aragón? El pueblo murmura continuamente en contra de vosotros. No han olvidado a Carlos, y la pugna continúa. Y un día, cuando estéis próximos al fin de vuestras vidas, recordaréis al hombre que murió por orden vuestra y os acometerá un remordimiento tal que preferiríais haber muerto antes que haber cometido semejante crimen.
Y a Leonor y su marido:
Queréis quitarme del medio para que Navarra pase a vuestras manos. Vuestro deseo es que vuestro hijo Gastón sea soberano de Navarra. Oh, Leonor, escucha a tiempo mi advertencia. Recuerda lo que sucedió con Carlos. Que no sea la tierra, ni las riquezas, ni la ambición, aunque la hayáis centrado en vuestro hijo, motivo para que mancilléis vuestra alma con el asesinato de vuestra hermana.
No se podía culpar al joven Gastón como tampoco al pe-
queño Fernando. Ellos no participaban de los crímenes, aunque por ellos estuvieran sus padres dispuestos a cometerlos. Y sin embargo, ¿qué clase de hombres llegarían a ser, puesto que finalmente habrían de saber que lo que para ellos se ambicionaba había constituido motivo de crímenes? ¿No harían también ellos, como sus padres, de la ambición el rasgo dominante de su vida?
«Soy una mujer solitaria y asustada», decíase Blanca.
Sí, estaba asustada. Hacía ya dos años que vivía atemorizada. Cada día, al despertarse, se preguntaba si sería el último, cada noche dudaba de volver a ver la mañana.
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