Cuando llegó a Bearne, Blanca estaba frenética, buscando desesperadamente una forma de escapar.
Había tenido la sensación de no contar con ayuda alguna... hasta que recordó a Enrique, el marido que la había repudiado. Era extraño haberse acordado de él, pero... ¿en realidad lo era? Enrique tenía una ternura que en otros no se encontraba. Era un libertino, era el hombre que engañosamente le había hecho creer que se proponía conservarla en Castilla, en el momento mismo en que hacía planes para deshacerse de ella y, sin embargo, hacia él se había vuelto Blanca en su desamparo.
En aquel momento le había escrito recordándole que ambos no eran solamente ex esposos, sino también primos. ¿Recordaba él alguna vez lo felices que habían sido cuando Blanca llegó a Castilla? Ahora estaban separados y ella era una mujer solitaria, obligada a exiliarse de su hogar.
Al recordar aquella carta la prisionera vertió algunas lágrimas. Durante aquellos primeros días de su matrimonio había sido feliz. Entonces no conocía a Enrique; era demasiado joven, demasiado inexperta para creer que un hombre tan afectuoso, tan decidido a complacerla como parecía su marido, pudiera ser tan superficial, tan poco sincero, tan incapaz de sentir en realidad las profundas emociones que falsamente había expresado.
¿Cómo podría haberse imaginado, en aquella época, la tragedia que la esperaba? ¿Qué imagen podía haberse hecho de los largos años de esterilidad, cuya conclusión inevitable había sido verse desterrada a ese castillo sombrío donde la muerte acechaba, en espera del momento de descuido en que pudiera abalanzarse sobre ella?
-Hace dos años que estoy aquí -murmuró-. Dos años... espe-
rando... percibiendo la maldad... sabiendo que me han traído aquí para acabar con mi vida.
En aquella última carta frenética dirigida a Enrique, Blanca había renunciado a sus derechos sobre Navarra en favor del marido que la había repudiado, pues le pareció entonces que, desaparecida la causa de la envidia, tal vez la dejaran vivir.
Aquella carta, ¿había sido un enjuiciamiento de Enrique? ¿Blanca estaba diciéndole que si le cedía Navarra era porque estaba en Bearne, porque era una prisionera solitaria y asustada? ¿Creía aún que Enrique era un noble caballero, capaz de acudir en rescate de una mujer amenazada, por más que hubiera dejado de amarla?
-Siempre fui una estúpida -murmuró tristemente Blanca.
En Castilla, Enrique llevaba su vida alegre y voluptuosa, rodeado de sus amantes y de su mujer que, al parecer, compartía sus gustos. Qué tonta había sido Blanca al imaginar que pudiera pensar, aunque fuera fugazmente, en el peligro que corría una mujer que había dejado de interesarle desde el momento en que estuvo satisfactoriamente (desde su punto de vista) divorciado de ella, y pudo alejarla de su lado. Ninguna ayuda le llegó de Enrique. Habría sido lo mismo que no le hubiera ofrecido Navarra: él era demasiado indolente para aceptarla.
Navarra siguió, pues, siendo su herencia, la tierra codiciada por cuya causa la muerte se paseaba por el castillo de Ortes, en espera del momento propicio para asestar el golpe.
Al llegar la noche, los temores de Blanca aumentaban.
Sus doncellas la ayudaban a acostarse y dormían en el mismo aposento de ella, porque así la prisionera se sentía más tranquila.
Era imposible que no percibieran la intensidad del miedo que penetraba el lugar; Blanca sentía cómo se sobresaltaban al oír un paso, las veía levantarse de un salto cuando oían voces o pasos de alguien que llamaba a la puerta.
A Ortes llegó un mensajero, portador de una carta de la condesa de Foix a su hermana Blanca. La carta era afectuosa y hablaba de un matrimonio que la condesa procuraba arreglar
para su hermana. El desdichado episodio de Castilla no debía ser motivo para que Blanca pensara que su familia la dejaría seguir en esa vida de ermitaña.
«No me importa llevar esta vida de ermitaña», pensó Blanca. «Lo único que me importa es vivir.»
El mensajero de la condesa de Foix estaba en una de las cocinas, bebiendo un vaso de vino.
El sirviente que se lo había llevado se demoró en retirarse, hasta que llegó el momento en que quedaron a solas. Entonces el mensajero abandonó la sonrisa placentera con que había estado bebiendo su vino, para dirigirse al sirviente con el ceño fruncido en un gesto de cólera:
-¿A qué se debe esta demora? Si esto continúa tendrás que darme explicaciones.
-Señor, es que no es fácil.
-No comprendo esas dificultades, ni las comprenden otros.
-Señor, lo he intentado... una o dos veces.
-Entonces eres un chapucero y no tendremos paciencia contigo. ¿No te imaginas cuál puede ser tu destino? A ver, saca la lengua. ¡Bien! La tienes bien rosada y creo que eso es signo de salud. Y juraría que te sirve. Juraría que ha desempeñado su buen papel para atraer a las doncellas a tu cama, ¿eh? Sí, ya lo sé. Por prestarles demasiada atención has descuidado tu deber. Pero te diré una cosa: podrías quedarte sin lengua y serías muy desdichado sin ella. Y esa, amigo mío, no es más que una de las desdichas que podrían acaecerte.
-Señor, necesito tiempo.
-Has estado perdiéndolo. Te daré otra oportunidad. Debe suceder antes de las veinticuatro horas de mi partida. Me quedaré en la posada cercana, y si en veinticuatro horas no me llevan la noticia...
-No... no tendréis de qué quejaros, señor.
-Así está bien. Lléname el vaso ahora... y recuerda.
El mensajero había partido y Blanca se sintió más tranquila al ver que se alejaba.
Siempre pensaba que su hermana o su padre enviarían a alguno de sus servidores para ocuparse de ella.
Llamó a sus damas para pedirles que le trajeran su bordado. Podían trabajar un rato, les dijo.
La labor de aguja era un consuelo; le permitía creer que estaba de vuelta al pasado, cuando había sido miembro de una familia feliz: en su hogar de Aragón, cuando su madre vivía, antes de que siniestros designios cundieran en su casa, o tal vez en Castilla, en los primeros días de su matrimonio.
Durante esas horas que siguieron a la partida del mensajero sus temores fueron menos apremiantes.
Cenó en compañía de sus damas, como era su costumbre, y poco después de la comida empezó a quejarse de dolores y mareos.
Las camareras la ayudaron a acostarse y, al sentir que los dolores se hacían más violentos, Blanca comprendió.
Conque era eso. No un cuchillo en la oscuridad, ni un par de manos asesinas en torno de la garganta. Qué tontería, una vez más, haber pensado que podría ser eso, cuando había una forma más segura... la misma que había servido para Carlos. Dirían que había muerto de un cólico, o de una fiebre. Y los que dudaran de que su muerte hubiera sido natural no se molestarían en dudar del veredicto... o no se atreverían.
«Qué sea rápido, imploró. Oh, Carlos... ahora me encontraré contigo».
A la posada llegó un mensaje y, cuando fue entregado a su destinatario, éste lo leyó con calma, sin dar señal alguna de sorpresa ni de emoción.
-Volveremos al castillo -dijo a su palafrenero y ambos partieron inmediatamente hacia Ortes tan rápido como se lo permitían sus cabalgaduras.
Al llegar, hizo reunir a los sirvientes para hablar con ellos.
-Os hablo en nombre del conde y de la condesa de Foix -les dijo-. Debéis seguir con vuestras ocupaciones como si nada hubiera sucedido. Vuestra señora será sepultada sin ruido alguno y la noticia de su muerte no debe salir de estas murallas.
Una de las mujeres se adelantó para hablar.
-Quisiera deciros, señor, que temo que mi señora haya sido víctima de un cruel asesino. Estaba bien cuando nos sentamos a
comer, pero inmediatamente después se descompuso. No sé si estáis de acuerdo en que debería hacerse una investigación.
El mensajero la miró fijamente, con los pesados párpados entrecerrados. En su mirada había algo tan frío, tan amenazante, que la mujer empezó a temblar.
-¿Quién es esta? -preguntó el hombre.
-Señor, estaba al servicio de la reina Blanca, que la amaba mucho.
-Tal vez eso explique su desvarío -el tono frío e implacable transmitía una advertencia que todos los presentes percibieron-. Pobre mujer-prosiguió el mensajero-, si es víctima de alucinaciones debemos ocuparnos de que esté bien atendida.
-Señor, es histérica y no sabe lo que dice -intervino otra de las mujeres-. Sentía mucho afecto por la reina Blanca.
-Sea como fuere, habrá que atenderla... a menos que recupere la cordura. En cuanto a vosotros, no olvidéis las órdenes del conde y de la condesa. Esta lamentable noticia debe mantenerse secreta mientras no se den órdenes en sentido contrario. Si alguien las desobedece será necesario castigarlo. Ocupaos de la pobre amiga de la difunta reina y haced que entienda bien los deseos del conde y de la condesa.
Un escalofrío casi palpable recorrió a quienes lo escuchaban.
Todos comprendieron. Entre ellos se había cometido un asesinato. Su dulce señora, que a nadie había dañado y había hecho tanto bien a muchos, había sido eliminada y a ellos se les advertía que una dolorosa muerte sería la recompensa para quien se atreviera a levantar la voz en contra de sus asesinos.
Los dedos de la reina Juana jugueteaban con el pelo oscuro y brillante de su amante. Beltrán se inclinó sobre ella y, mientras se besaban, Juana advirtió que no era ella el centro de sus pensamientos, sino la brillante materialización de sus sueños.
-Amado Beltrán -le preguntó- ¿estáis contento?
-Creo, amor mío, que la vida nos trata bien.
-Qué largo camino habéis recorrido, Beltrán, desde aquel día que os miré por mi ventana y os abrí las puertas de mi alcoba. Pues bien, hay un camino a la gloria que pasa por las alcobas de los reyes. Y de las reinas, como vos muy bien habéis descubierto.
Él la besó con pasión.
-¡Combinar el deseo con la ambición, el amor con el poder! ¡Qué singular fortuna he tenido!
-También yo. Me debéis vuestra buena fortuna, Beltrán, y yo debo la mía a mi buen sentido. De modo que ya veis que puedo felicitarme más de lo que vos mismo os felicitáis.
-Tenemos la suerte de tenernos el uno al otro.
-Y de tener al rey, mi marido. ¡Pobre Enrique! Con los años va haciéndose más áspero. A veces me lo figuro como un buen perro viejo, que se va poniendo un poco obeso, un poco ciego, un poco sordo... en sentido figurado, claro... pero que sigue teniendo tan buen carácter que nunca gruñe, aunque lo descuiden o lo insulten, y siempre está dispuesto a ladrar amistosamente o a menear el rabo si se tiene una pequeña atención con él.
-Es que comprende su buena suerte, al tener una reina como vos. Sois incomparable.
Ella soltó la i isa.
-Pues empiezo a creer que lo soy. ¿Quién más habría podido ser la madre de la heredera de Castilla?
-Nuestra queridísima Juanita... ¡qué encantadora es!
-Tanto, que debemos asegurarnos de que nadie le arrebate la corona. Porque lo intentarán, mi amor. Cada vez son más insolentes. Ayer, alguien habló de ella como la Beltraneja, de manera que yo pudiera oírlo.
-¿Y os enojasteis?
-Hice alarde de virtuoso enojo, pero en mi interior estaba un poco orgullosa, sentí cierto placer.
-Se trata de un orgullo y de un placer que debemos dominar, mi muy amada. Debemos planear con miras a ella.
-Es lo que me propongo hacer. Ya me imagino el día en que la veamos ascender al trono. No creo que Enrique llegue a vivir mucho. Se entrega en exceso a un tipo de placeres que, al tiempo que lo entretienen, van privándolo de salud y de fuerza.
Beltrán se quedó pensativo.
-Me pregunto a veces -murmuró- qué pensará para sus adentros cuando oye el mote de nuestra pequeña.
-Es que no lo oye. ¿No sabéis que Enrique tiene los oídos más acomodadizos de Castilla? No conocen más rival que sus ojos, igualmente empeñados en servirle. Cuando Enrique no quiere escuchar, es sordo; cuando no quiere ver, es ciego.
-¡Si pudiéramos dar con alguna fórmula mágica que hiciera igualmente acomodadizos los ojos y los oídos de quienes lo rodean!
Juana se estremeció fingidamente.
-No me gusta ese importantísimo marqués. Demasiadas ideas dan vueltas en esa orgullosa cabeza.
Beltrán hizo un lento gesto afirmativo.
-He visto una expresión alarmante en sus ojos cuando los posa en el pequeño Alfonso y en su hermana.
-¡Oh, esos niños! Y especialmente Isabel. Me temo que los años pasados en Arévalo bajo la extravagante y piadosa tutela de esa madre loca hayan dañado mucho el carácter de la niña.
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