-Casi se la puede oír murmurar: «Seré una santa entre las mujeres».
-Si eso fuera todo, Beltrán, yo se lo perdonaría. Pero creo que lo que murmura es: < Seré una santa entre las... reinas.»
-Alfonso es, sin embargo, el peligro principal.
-Sí, pero me gustaría que esos dos desaparecieran de la corte. La reina viuda ya no está. ¡Qué bendición, no tener ya que verla! Ojalá se quede mucho tiempo en Arévalo.
-Oí comentar que ha caído en una profunda melancolía y que está resignada a dejar a sus hijos en la corte.
-Pues que se quede allá.
-Os gustaría desterrar a Alfonso e Isabel a Arévalo, con ella.
-Y más lejos aun. Tengo un plan... para Isabel.
-Mi astuta reina -susurró Beltrán. Juana, riendo, apoyó los labios en los de él.
-Más tarde os lo explicaré -dijo en voz muy baja.
Beatriz Fernández de Bobadilla observaba con cierto desánimo a su señora. Isabel estaba trabajando silenciosamente en su bordado, como si no tuviera conciencia de todos los peligros que la rodeaban.
En Isabel, pensaba Beatriz, había una calma poco menos que sobrenatural. Isabel creía en su destino: estaba segura de que algún día Fernando de Aragón vendría en su busca y de que Fernando correspondería exactamente a la imagen idealizada que Isabel se había hecho de él.
¡Cuánto tiene que aprender de la vida!, pensaba Beatriz.
Al compararse con Isabel, Beatriz se sentía una mujer de experiencia. Los causantes de esa sensación no eran sólo los cuatro años de ventaja que le llevaba; Isabel era una idealista y Beatriz una mujer práctica.
Esperemos, pensaba Beatriz, que no quede demasiado desilusionada.
-Ojalá tuviéramos noticias de Fernando -comentó en ese momento Isabel-. Ya soy bastante mayor y sin duda nuestro matrimonio no podrá demorarse mucho.
-Podéis estar segura -coincidió Beatriz- de que pronto se harán planes para vuestro matrimonio.
Pero, ¿será con Fernando?, se preguntó para sus adentros mientras se inclinaba sobre su labor.
-Espero que todo esté bien en Aragón -continuó Isabel.
-Allí ha habido grandes disturbios desde la rebelión en Cataluña.
-Pero ahora Carlos ha muerto. ¿Por qué el pueblo no puede conformarse y ser feliz?
-No pueden olvidar cómo murió Carlos.
Isabel se estremeció.
-Pero Fernando no tuvo nada que ver en eso.
-Es demasiado joven -asintió Beatriz-. Y ahora ha muerto Blanca. Carlos... Blanca... De los hijos que dio al rey Juan su primera mujer, Leonor es la única que vive, y ella no se interpondrá en el camino de Fernando al trono.
-Ahora es, de derecho, el heredero de su padre -murmuró Isabel.
-Sí, pero...
-¿Pero qué? -quiso saber la infanta.
-¿Cómo se sentirá Fernando... o cómo se sentiría cualquiera... al saber que para que él pudiera llegar al trono fue necesaria la muerte de su hermano?
-Carlos murió de una fiebre... -empezó a decir Isabel, pero se detuvo-. ¿No fue así, Beatriz? ¿No fue así?
-Habría sido una fiebre cornudísima -señaló Beatriz.
-Ojalá yo pudiera ver a Fernando... hablar con él... -Isabel se había detenido, con la aguja en suspenso sobre el bordado-. ¿No podría ser que Dios hubiera elegido a Fernando para ser rey de Aragón, y que por esa razón hubiera muerto su hermano?
-¿Cómo podemos saberlo? -suspiró Beatriz-. Espero que Fernando no se sienta desdichado por la muerte de su hermano.
-¿Cómo se sentiría uno si sacaran de en medio a un hermano para que uno heredara el trono? ¿Cómo me sentiría yo si eso sucediera con Alfonso? -Isabel se estremeció-. Beatriz -continuó con solemnidad-, yo no tendría deseo alguno de heredar el trono de Castilla si no me correspondiera de derecho. Jamás desearía daño alguno a Alfonso, por supuesto... ni tampoco a Enrique, para poder alcanzar yo el trono.
-Bien sé que con vos sería así, porque sois buena. Y sin embargo, ¿si el bienestar de Castilla dependiera de que fuera destronado un mal rey?
-¿Te refieres a... Enrique?
-No deberíamos hablar siquiera de estas cosas -señaló Beatriz-. Pensad si nos oyeran.
-No, no debemos hablar de ellas -aceptó Isabel-. Pero dime una cosa primero. ¿Sabes tú de algún plan para... destronar a Enrique?
-Creo que Villena puede tener algún plan así.
-Pero, ¿por qué?
-Creo que él y su tío tal vez quieran poner a Alfonso en lugar de Enrique, como rey de Castilla, para poder ellos, a su vez, gobernar a Alfonso.
-Eso sería sumamente peligroso.
-Pero tal vez yo me equivoque y no sean más que rumores.
-Confío en que te equivoques, Beatriz. Ahora que mi madre ha regresado a Arévalo, muchas veces pienso cuánto más tranquila se ha vuelto aquí la vida. Pero tal vez yo me engañe. Mi madre no podía ocultar sus deseos, sus emociones, y quizás haya otros que desean y proyectan en secreto. Tal vez haya algunos silencios tan peligrosos como la histeria de mi madre.
-¿Habéis tenido noticias de ella desde que llegó a Arévalo?
-No por ella, sino por una de sus amigas. Con frecuencia se olvida de que no estamos allá, con ella, y cuando lo recuerda se pone muy melancólica. He oído decir que cae en profundas depresiones durante las cuales expresa su temor de que ni Alfonso ni yo ciñamos jamás la corona de Castilla. Oh, Beatriz, cuántas veces pienso en lo feliz que podría haber sido si no fuéramos una familia real. Si yo fuera tu hermana, digamos, y Alfonso tu hermano, ¡qué felices podríamos haber sido! Pero desde que aprendí a hablar me repitieron continuamente: «Tú puedes ser reina de Castilla.» Eso no nos ha hecho felices, para nada. Me parece que hubiéramos estado siempre en pos de algo que nos excede... de algo que si llegáramos a poseerlo, sería muy peligroso. Oh, tú sí que debes ser feliz, Beatriz. Y no te imaginas cuánto.
-Para todos, la vida es un combate -murmuró Beatriz-. Y vos seréis feliz, Isabel. Espero estar siempre con vos para verlo, y tal vez, modestamente, contribuir a vuestra felicidad.
-Cuando me case con Fernando y me vaya a Aragón tú debes venir conmigo, Beatriz.
Beatriz sonrió con cierta tristeza. No creía que le fuera permitido seguir a Isabel a Aragón; también ella tendría que casarse. Estaba prometida a Andrés de Cabrera, un oficial de la casa del rey, y su deber sería estar dónde él estuviera, no irse con Isabel... si alguna vez Isabel se iba a Aragón.
Afectuosamente sonrió a su señora. Isabel no tenía dudas; Isabel veía su futuro con Fernando con tanta claridad como veía la labor de aguja en que en ese momento trabajaba.
-Ahí está vuestro hermano -anunció Beatriz mirando por la ventana- que vuelve de una cabalgata.
Isabel dejó su labor para correr a la ventana. Al levantar la vista, Alfonso las vio y las saludó con la mano.
Isabel le hizo señas y el infante desmontó de un salto, dejó su caballo a un mozo y entró en el palacio.
-Cómo crece -comentó Beatriz-. Es increíble que no tenga más que once años.
-Ha cambiado mucho desde que vino a la corte. Creo que los dos hemos cambiado. Y él cambió también cuando se fue nuestra madre.
Ahora, pensó Beatriz, los dos tenían el corazón más aligerado. Pobre Isabel, ¡cómo debía de haber sufrido con la madre que tenía! Por eso era tan seria para sus años.
Alfonso, con la cara arrebatada y aspecto saludable después de la cabalgata, entró en la habitación.
-Me llamaste -dijo, abrazando a Isabel. Después se volvió a saludar a Beatriz-. ¿Querías hablar conmigo?
-Yo siempre quiero hablar contigo, aunque no haya nada en particular -respondió Isabel.
-Me temía que algo hubiera andado mal -respondió Alfonso, que pareció aliviado.
-¿Quizás esperabas algo? -preguntó ansiosamente su hermana y el infante miró a Beatriz.
-No te preocupes por Beatriz -lo tranquilizó Isabel-. No tengo secretos para ella. Es como si fuera nuestra hermana.
-Sí, lo sé -asintió Alfonso-. Tú me preguntas si esperaba algo y yo te diría que siempre estoy esperando algo. Aquí siempre está sucediendo algo o está a punto de suceder. Me imagino que todas las cortes no serán como esta, ¿no?
-¿En qué sentido? -preguntó Beatriz.
-No creo que en el mundo pueda haber otro rey como Enrique. Ni una reina como Juana... ni una situación como la que se plantea con la pequeña.
-Es posible que situaciones así se hayan producido antes -murmuró Isabel.
-Vamos a tener problemas, estoy seguro -declaró Alfonso.
-Alguien ha estado hablando contigo.
-Sí, fue el arzobispo.
-¿Te refieres al arzobispo de Toledo?
-Sí -respondió Alfonso-. Últimamente, ha estado muy amable conmigo... demasiado amable.
Beatriz e Isabel intercambiaron una mirada de aprensión.
-Me demuestra un respeto que jamás me ha demostrado -continuó Alfonso-. No creo que el arzobispo esté muy satisfecho con nuestro hermano.
-No está entre las atribuciones de un arzobispo estar insatisfecho con un rey -le recordó Isabel.
-Oh, pero con este arzobispo y este rey, podría suceder -la co-rrigió Alfonso.
-He oído decir que Enrique se ha mostrado de acuerdo en una alianza entre la princesita y el hijo de Villena. Así, estaría seguro de que Villena siga siendo su amigo.
-El pueblo jamás aceptará algo así -afirmó Beatriz.
-Además -continuó Alfonso-, se hará una investigación de la legitimidad de la princesita. Si resulta que no puede ser hija del rey, entonces... me proclamarán heredero del trono -Alfonso parecía perplejo-. Oh, Isabel -continuó-, cómo quisiera que no tuviéramos que preocuparnos. ¡Qué fatigoso es! Como cuando estaba con nosotros nuestra madre. ¿Recuerdas que con cualquier motivo nos decía que debíamos tener cuidado, que debíamos hacer esto y no hacer lo otro, porque era posible que algún día heredáramos la corona? ¡Qué cansado estoy de la corona! Cómo me gustaría cabalgar y hacer lo que hacen otros muchachos. Ojalá no me sintiera siempre mirado como una persona a la que hay que vigilar. No quiero que el arzobispo venga a decirme ostentosamente que es mi gran amigo y que siempre estará cerca de mí para protegerme. Quiero elegir mis amigos y no quiero que sean arzobispos.
-Hay alguien en la puerta -advirtió Beatriz.
Cuando fue hacia ella y la abrió rápidamente se encontró con un hombre que esperaba fuera,
-Tengo un mensaje para la infanta Isabel -anunció, y Beatriz se hizo a un lado para dejarlo entrar.
Mientras el mensajero se acercaba a ella, Isabel pensaba cuánto tiempo haría que estaba allí, junto a la puerta. ¿Qué habría oído? ¿Qué era lo que habían dicho ellos?
Alfonso tenía razón. Para ellos no había paz. Vigilaban sus movimientos, espiaban todo lo que hacían. Eran las servidumbres de un candidato al trono.
-¿Queríais hablar conmigo? -preguntó.
-Sí, infanta. Os traigo un mensaje de vuestro noble hermano, el rey, que quiere que vayáis inmediatamente a su presencia.
Isabel inclinó la cabeza.
-Podéis volver donde el rey y decirle que iré sin pérdida de tiempo -respondió.
Al entrar en las habitaciones de su hermano, Isabel comprendió que la ocasión era importante.
Enrique estaba sentado y junto a él estaba la reina. De pie detrás de la silla del rey estaba Beltrán de la Cueva, conde de Le-desma, y también se encontraban presentes el marqués de Vi-llena y su tío, el arzobispo de Toledo.
Isabel se arrodilló ante el rey y le besó la mano.
-Vaya, Isabel -la saludó afectuosamente Enrique-, qué placer me da verte. ¡Con qué rapidez crece! -comentó, volviéndose a la reina Juana, quien dirigió a Isabel una amistosa sonrisa que a la infanta le pareció totalmente falsa.
-Va a ser alta, como sois vos, mi señor -respondió la reina.
-¿Qué edad tienes, hermana? -preguntó Enrique.
-Trece años, Alteza.
-Ya una mujer, entonces. Es hora de dejar los juegos de infancia y pensar en... el matrimonio, ¿verdad?
Isabel sabía que todos la miraban, y se sintió molesta al darse cuenta de que se había ruborizado levemente. ¿Se notaría la alegría que la inundaba?
Por fin llegaría el momento de unirse a Fernando. Tal vez, se conocieran, por fin, dentro de algunos días. La infanta sintió
cierta aprensión. ¿Conseguiría agradar a Fernando tanto como -estaba segura- él habría de agradarle?
Cómo corrían los pensamientos, sin obedecer a la voluntad.
-A todos nos es muy caro tu bienestar... a la reina, a mí, a mis amigos y ministros. Y hemos decidido, hermana, concertar para ti un matrimonio que te encantará por su magnificencia.
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