Cuando Luis y Enrique se encontraron, entre sus comitivas se encendió inmediatamente la hostilidad.
Enrique, magníficamente ataviado y en compañía de un grupo realzado por el resplandor del brocado de oro y los destellos de las joyas, formaba un extraño contraste con la vestimenta sombría del rey de Francia.
Luis no había hecho concesión alguna a la ocasión, y llevaba las ropas que acostumbraba usar ordinariamente. Le divertía mostrarse como el menos conspicuo de los franceses, de modo que sus preferencias se inclinaban por una gastada chaqueta con forro de pana. Era evidente que el sombrero que llevaba le había servido tan bien y durante tantos años como cualquiera de sus seguidores, y la pequeña imagen de la Virgen con que lo adornaba no era, como podría haberse esperado, de diamantes ni de rubíes, sino de plomo.
Entre los franceses se cruzaron miradas burlonas al ver el atuendo de los castellanos; se oyeron risas y exclamaciones ahogadas:
-¡Qué ostentación! ¡Presumidos!
También los castellanos expresaron su disgusto de los franceses, preguntándose entre ellos si no habría habido algún error que hubiera llevado al rey de los mendigos, y no al rey de Francia, a acudir al encuentro de Enrique.
Los ánimos estaban caldeados y se produjo más de una disputa.
Entretanto, también los reyes se medían recíprocamente, sin que ninguno de ellos quedara muy impresionado.
Luis anunció sus condiciones para la paz, que no eran del todo favorables para Castilla. Por su parte, Enrique, siempre ansioso de seguir la línea que le exigiera menor esfuerzo, no deseaba más que una cosa: terminar de una vez con la conferencia y poder regresar a Castilla.
Entre su comitiva se elevaron murmullos de descontento.
-¿Por qué se permitió que nuestro rey hiciera semejante viaje? -se preguntaban entre sí los hombres-. Es casi como si tuviera que rendir homenaje al rey de Francia y aceptar por bueno su juicio. ¿Y quién es el rey de Francia? No es más que un prestamista, y ávido de beneficios, para el caso.
-¿Quién dispuso esta conferencia? ¡Vaya pregunta! El marqués de Villena, naturalmente, y ese pícaro de su tío, el arzobispo de Toledo.
Durante el viaje de regreso a Castilla el asesor de Enrique, el arzobispo de Cuenca, y el marqués de Santillana, jefe de la poderosa familia Mendoza, se acercaron al rey para implorarle que lo pensara dos veces antes de dejarse arrastrar de nuevo a tan humillantes negociaciones.
-¡Humillantes! -protestó Enrique-. Pero yo no considero que mi reunión con el rey de Francia haya sido humillante.
-Alteza, el rey de Francia os trata como a un vasallo -señaló Santillana-. No es prudente que tengáis demasiados tratos con él; es zorro viejo y astuto, e imagino que estaréis de acuerdo en que la conferencia ha sido de poco beneficio para Castilla. Y hay otra cosa, Alteza, que no debéis ignorar: que quienes prepararon esta reunión están al servicio del rey de Francia, al tiempo que fingen estarlo de Vuestra Alteza.
-Una acusación así es grave y peligrosa.
-La situación es peligrosa, Alteza. Estamos seguros de que el
marqués y el arzobispo están en connivencia con el rey de Francia. Hay quien ha oído conversaciones entre ellos.
-Es algo que se me hace difícil creer.
-¿No fueron ellos quienes prepararon esta conferencia? -preguntó Cuenca-. ¿Y qué ventajas han resultado de ella para Castilla?
Enrique lo miró, perplejo.
-¿Sugerís que los haga venir a mi presencia y que los enfrente con sus propias villanías?
-Negarían la acusación, Alteza -intervino Santillana-. Con eso no bastaría para hacerles hablar de verdad. Pero podemos traeros testigos, Alteza. Estamos seguros de que no nos equivocamos.
Enrique miró primero a su antiguo maestro, el obispo de Cuenca, después al marqués de Santillana. Los dos eran hombres de absoluta confianza.
-Lo pensaré -les prometió. Al ver que se miraban con desánimo, agregó-: Es un asunto de gran importancia y creo que, si estáis en lo cierto, no debo seguir haciendo a esos hombres depositarios de mi confianza.
El arzobispo de Toledo entró como una tromba en las habitaciones de su sobrino.
-¿Habéis oído lo mismo que yo? -le preguntó.
-Por vuestra expresión, tío, infiero que os referís a nuestra destitución.
-¡Nuestra destitución! Es una ridiculez. ¿Qué hará Enrique sin nosotros?
-Cuenca y Santillana lo han persuadido de que ellos pueden sustituirnos adecuadamente.
-Pero, ¿por qué... por qué...?
-Porque se opone a nuestra amistad con Luis.
-¡Qué estúpido! ¿Por qué no habríamos de escuchar a Luis antes de dar consejo a Enrique?
Villena sonrió ante la furia de su tío.
-Es un error común entre los reyes -murmuró-, y tal vez no sólo entre los reyes, insistir en que quienes los sirven no deben servir al mismo tiempo a otro.
-¿Y piensa acaso que hemos de someternos mansamente a este... este insulto?
-Si tal piensa, es más tonto de lo que creíamos.
-¿Qué planes tenéis, sobrino?
-Convocar una coalición, proclamar que la Beltraneja es ilegítima, erigir a Alfonso en heredero del trono... o...
-Sí, sobrino. O... ¿qué?
-No lo sé todavía. Depende de la medida en que el rey mantenga esa actitud de intransigencia. Puedo imaginar circunstancias en las que fuera necesario destituirlo para poner en su lugar un nuevo rey. Entonces, naturalmente, haríamos que el pequeño Alfonso ocupara el trono de Castilla.
El arzobispo asintió con una sonrisa. Como hombre de acción estaba impaciente por ver la realización de los planes.
Villena le sonreía.
-Todo a su tiempo, tío -le advirtió-. Este asunto es delicado y Enrique tendrá quien le dé apoyo. Debemos actuar con cuidado; pero no temáis: Enrique siempre escucha consejos y actuará. Sin embargo, desplazar a un rey para entronizar a otro es siempre una operación peligrosa. En situaciones así se generan las guerras civiles. Primero pondremos a prueba a Enrique. Antes de deponerlo, veremos si podemos llevarlo a una actitud razonable.
Colérica, la reina Juana se paseaba de un lado a otro por las habitaciones reales.
-¿Qué están haciendo vuestros ex ministros? -interpeló a Enrique-. Ya era hora de que los destituyerais de sus cargos. ¿O es que no veis que están en contra de nosotros? Intentan haceros a un lado y poner en vuestro lugar a Alfonso. Oh, fue una locura no obligar a Isabel a que se fuera a Portugal; allí, por lo menos, no nos habría estorbado. ¿Cómo sabemos qué es lo que aconseja a su hermano? Podéis estar seguro de que le repite las doctrinas de su madre, la loca. Esa muchacha está preparando a Alfonso, repitiéndole que él debe ser el heredero del trono.
-Pero no pueden hacer eso... ¡no pueden hacerlo! -gimió Enrique-. ¿Acaso no tengo yo mi propia hija?
-Claro que tenéis vuestra hija, la hija que yo os di. Y no había en Castilla muchas mujeres que pudieran haberlo conseguido.
Mirad vuestros intentos y vuestros fracasos con vuestra primera esposa. Pero ahora tenéis vuestra hija, nuestra pequeña Juana, que seguirá siendo la heredera del trono. No debemos aceptar a Alfonso.
-No -asintió el rey-. Está la pequeña Juana, que es mi heredera. En Castilla no hay ninguna ley que impida a una mujer ceñirse la corona.
-Entonces, debemos ser firmes. Uno de estos días, Villena caerá bajo el hacha del verdugo, y se llevará consigo a ese viejo bribón del arzobispo. Entretanto, debemos mantenernos firmes.
-Nos mantendremos firmes -le hizo eco Enrique, pero con incertidumbre.
-Y no olvidar quiénes están dispuestos a seguir firmes a nuestro lado.
-Oh, sí... ojalá hubiera más gente dispuesta a seguir firme junto a nosotros. Ojalá no fuera necesario librar esta lucha.
-Seremos fuertes. Pero asegurémonos de la fuerza de nuestros leales defensores. No dejemos de expresarles nuestro agradecimiento. Les estáis agradecido, ¿no es verdad, Enrique?
-Sí que lo estoy.
-Entonces, debéis demostrar vuestra gratitud.
-¿Acaso no lo hago?
-No en medida suficiente.
Enrique parecía sorprendido.
-Está Beltrán -prosiguió la reina-. ¿Qué honores ha recibido? ¡Ser conde de Ledesma! ¿Qué es eso para alguien que ha trabajado resuelta y devotamente con nosotros... y para nosotros? Alguien a quien debemos estar por siempre agradecidos... Debéis ofrecerle más honores.
-Esposa mía, ¿qué sugerís?
-Que lo hagáis maestre de Santiago.
-¡Maestre de Santiago! Pero... ése es el mayor de los honores. Se vería colmado de rentas y propiedades. ¡Si hasta tendría en sus manos la fuerza armada más poderosa del reino!
-¿Y pensáis que es demasiado?
-¿Lo que pienso yo, querida mía? Será el pueblo quien piensa que es demasiado.
-¿Vuestros enemigos?
-Es necesario aplacar a nuestros enemigos.
-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Siempre habéis sido un cobarde! Os irritáis con vuestros enemigos, y olvidáis a los amigos.
-Dispuesto estoy a concederle honores, reina mía. Pero hacerlo maestre de Santiago...
-Es demasiado... ¡demasiado para vuestro amigo! Preferiríais hacerlo por vuestros enemigos.
La reina, con las manos apoyadas en las caderas, se rió de Enrique.
Ahora, se pondría de nuevo a pasear por la habitación. Una vez más, empezaría con esa diatriba que tantas veces había oído ya el rey. Que era un cobarde; que se merecía el destino que le esperaba; que cuando lo despojaran del trono se acordaría de que había hecho escarnio del consejo de ella; que aplacaba a sus enemigos y a quienes -como Beltrán de la Cueva- lo servían con todos los medios a su alcance los olvidaba.
Enrique levantó los brazos como para protegerse del diluvio de acusaciones.
-Bueno, basta -suspiró-. Que así sea. Concederemos a Beltrán el título de maestre de Santiago.
La nueva facción se había rebelado. Ya era bastante humillante, decían, verse obligados a sospechar de la legitimidad de la heredera del trono, pero ver que el rey olvidara su dignidad en tal medida que empezaba a acumular honores sobre el hombre a quien se consideraba generalmente como el padre de la princesita era intolerable.
Castilla oscilaba al borde de la guerra civil.
Los rebeldes entraron en Valladolid, y varios miembros del partido de confederados de Villena declararon que pondrían la ciudad en contra del rey. Sin embargo, aunque deploraran la debilidad de su rey, los ciudadanos de Valladolid no estaban dispuestos a aliarse con Villena y expulsaron a los intrusos. Pero cuando, mientras se dirigía a Segovia, escapó por un pelo de ser secuestrado por los confederados, Enrique se alarmó muchísimo. Él, que por nada se había esforzado tanto como por evitar las complicaciones, se encontraba ahora en medio de ellas.
Recibió una carta de Villena donde el marqués se manifestaba
apenado de que sus enemigos se hubieran interpuesto entre ellos. Si el rey accediera a verlo, y con él a los jefes de su partido, Villena haría todo lo que estuviera a su alcance por poner término a las contiendas que amenazaban con llevar al país a la guerra civil.
El rey deploraba haber perdido el asesoramiento de Villena; el marqués había sido junto a él el hombre fuerte que jamás podría ser Beltrán. Beltrán era encantador, y su compañía placentera, pero lo que necesitaba Enrique para apoyarse era la fuerza de Villena, de modo que cuando recibió el mensaje se sintió ansioso de volver a ver a su ex ministro.
Encantado al ver el giro que tomaban los acontecimientos, Villena se encontró con Enrique. Lo acompañaba su tío el arzobispo y también el conde de Benavente.
-Alteza -expresó Villena cuando todos estuvieron reunidos-, la Comisión que ha sido designada para comprobar la legitimidad de la princesa Juana tiene graves dudas de que la niña sea vuestra hija. En vista de ello, consideramos prudente que vuestro medio hermano Alfonso sea proclamado vuestro heredero. Vos mismo, debéis renunciar a vuestra guardia y llevar una vida más cristiana. Beltrán de la Cueva debe ser despojado del título de maestre de Santiago y, finalmente, vuestro medio hermano Alfonso debe serme confiado, para que pueda ser yo su guardián.
-Es demasiado lo que me pedís -contestó tristemente Enrique-. Demasiado.
-Alteza -lo apremió Villena- sería prudente de vuestra parte que aceptarais nuestros términos.
-¿Cuál es la alternativa? -preguntó Enrique.
-Mucho me temo que la guerra civil, Alteza.
Enrique vaciló. Era muy fácil aceptar, pero luego tendría que hacer frente a la furia de Juana, determinada a que su hija se ciñera la corona. Entonces, astutamente, Enrique ideó una manera de complacer tanto a la reina como a Villena.
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