-Consiento -declaró- en que Beltrán de la Cueva sea el privado del cargo de maestre de Santiago, y en que vos seáis el guardián de Alfonso. Que sea, pues, proclamado heredero del trono, pero con una condición.

-¿Cuál es la condición? -interrogó Villena.

-Que contraiga matrimonio, en su momento, con la princesa Juana.

Villena quedó atónito. ¡Que el heredero del trono se casara con la hija ilegítima del rey! Bueno, si lo pensaba, la sugerencia no estaba mal. Siempre habría quien afirmara que la Beltraneja había sido falsamente tachada de bastarda, y habría también quienes, en busca de una causa que les permitiera perturbar el orden, abrazaran la de ella. Además, pasarían todavía algunos años hasta que la princesita tuviera edad para casarse. Llegado ese momento, si era necesario, se podría pensar en algún otro arreglo.

-No veo para ello inconveniente alguno -aceptó Villena.

Enrique se quedó satisfecho con su pequeño esfuerzo diplomático; ahora le sería más fácil enfrentarse con la reina.

Sentado a los pies de su hermana, Alfonso la miraba mientras Isabel se dedicaba a su bordado. Con ellos estaba Beatriz Fernández de Bobadilla.

Últimamente, para el infante se había hecho habitual pasar largas horas en las habitaciones de su hermana.

Pobre Alfonso, cavilaba Isabel; ya tiene edad suficiente para entender las intrigas que dividen a la corte y sabe que en el centro de ellas se encuentra él, mucho más que yo.

-Alfonso -le dijo-, no estéis tan pensativo, que no os hace bien.

-Es que tengo la sensación de que no me permitirán permanecer aquí mucho tiempo.

-¿Por qué habrían de llevaros? -terció Beatriz-. Saben que aquí estáis seguro.

-Es posible que no les interese tanto mi seguridad.

-Os equivocáis en eso -observó Isabel-. Sois muy importante para ellos.

-Ojalá fuéramos una familia más normal -suspiró Alfonso-. ¡Por qué no habremos sido todos hijos de la primera mujer de nuestro padre! Creo que entonces Enrique nos habría amado como vos y yo nos amamos, Isabel, ¡Por qué no habrá tomado Enrique una esposa con mayores condiciones de reina, que le diera muchos hijos sobre cuya paternidad no se planteara duda alguna!

-Vos queréis que todos sean perfectos en un mundo perfecto -comentó Beatriz con una sonrisa.

-No, perfectos no... normales, simplemente -la corrigió tristemente Alfonso-. ¿Sabéis que los jefes de la confederación se reúnen hoy con el rey?

-Sí -asintió Isabel.

-Me pregunto qué será lo que decidan.

-Pronto lo sabremos -conjeturó Beatriz.

-Esos confederados -prosiguió Alfonso- me han elegido... ¡a mí...! como figura decorativa. Yo no quiero ser parte de la confederación. Lo único que quiero es quedarme aquí y disfrutar de mi vida. Quiero salir a caballo, practicar esgrima y sentarme de vez en cuando con vosotras dos, a conversar... y no de cosas desagradables, sino de algo grato y placentero.

-Pues hagámoslo -aceptó Isabel-. Podemos hablar ahora de algo grato y placentero.

-¿Cómo podríamos hacerlo -interrogó apasionadamente Alfonso-, cuando jamás podemos estar seguros de qué es lo que está por suceder?

Se hizo un silencio.

Qué pena, pensaba Isabel, que los príncipes y las princesas no puedan ser siempre niños. Qué pena que tengan que crecer y que tantas veces sean centro de peleas y rivalidades.

-¿Tanto odia la gente a Enrique? -volvió a preguntar Alfonso.

-En el pueblo hay descontentos -respondió Beatriz.

-Y tienen razón para estarlo -opinó Isabel, con cierta vehemencia-. He oído decir que no es seguro viajar por el campo sin tener escolta armada. Es algo terrible; es una indicación del estado de corrupción en que está cayendo el país. Me han dicho que secuestran a los viajeros para pedir rescate por ellos, y que hay incluso familias nobles que han accedido desvergonzadamente a tan infame comercio.

-Está la Hermandad, que fue establecida para restaurar la ley y el orden -le recordó Beatriz-. Esperemos que cumpla bien con su misión.

-Hace lo que puede -señaló Isabel-, pero su fuerza es todavía pequeña y las villanías se mantienen en todo el país. Oh, Alfonso, qué lección es esto para nosotros. Si alguna vez hubiéramos de vernos llamados a reinar debemos hacerlo con absoluta

justicia. Nunca debemos tener favoritos; debemos dar buen ejemplo y no ser jamás extravagantes en nuestras exigencias personales; debemos agradar siempre a nuestro pueblo, al tiempo que ayudamos a que todos sean buenos cristianos.

Un paje había entrado en la estancia.

Se inclinó ante Isabel y dijo que el marqués de Villena y el arzobispo de Toledo se encontraban abajo y que pedían ser recibidos por el infante Alfonso.

Alfonso miró con ansiedad a su hermana. Sus ojos expresaban una súplica: quería decir que no podía recibirlos, ya que ésos eran los hombres a quienes temía más que a ningún otro y el hecho de que hubieran venido a verlo lo llenaba de terror.

-Debéis recibirlos -le aconsejó Isabel.

-Pues entonces lo haré aquí -respondió Alfonso, casi desafiante-. Traedlos ante mí.

Con una reverencia el paje se retiró y Alfonso, presa del pánico, se volvió hacia su hermana.

-¿Qué es lo que quieren de mí?

-No lo sé yo más que vos.

-Vienen directamente de su audiencia con el rey.

-Alfonso -le dijo con seriedad Isabel-, tened cuidado. No sabemos qué es lo que van a sugerir, pero recordad esto: no podéis ser rey mientras Enrique viva. Enrique es el verdadero rey de Castilla; estaría mal que os pusierais a la cabeza de una facción que intente reemplazarlo. Eso significaría la guerra y vos estaríais del lado de la causa injusta.

-Isabel... -al muchacho se le llenaron los ojos de lágrimas que no se atrevió a derramar-. Oh, ¡por qué no nos dejan en paz! ¿Por qué nos atormentan de esta manera?

Isabel podría haberle respondido. Porque a sus ojos, podría haberle dicho, no somos seres humanos; somos maniquíes colocados a mayor o menor distancia del trono. Ellos quieren el poder e intentan obtenerlo por mediación de nosotros.

Pobre, pobre Alfonso, más vulnerable incluso que ella.

En ese momento, el paje hacía entrar al marqués de Villena y al arzobispo de Toledo, que dieron la impresión de quedarse pasmados ante la presencia de Isabel y de Beatriz, pero Alfonso asumió inmediatamente el porte de un infante, y expresó:

-Podéis hablar de lo que queráis. Estas damas son de mi absoluta confianza.

El marqués y el arzobispo sonrieron, al borde de la obsequiosidad, pero su respeto inquietó aun más a los otros.

-Venimos directamente de ver al rey -empezó el arzobispo.

-¿Y traéis para mí un mensaje de Su Alteza? -quiso saber Alfonso.

-Sí, que debéis prepararos para abandonar vuestras habitaciones aquí y pasar a otras.

-¿De qué habitaciones se trata?

-De las mías -explicó el marqués.

-Pues no lo entiendo.

A modo de respuesta, el marqués se adelantó, se arrodilló y tomó la mano de Alfonso.

-Príncipe, vais a ser proclamado heredero del trono de Castilla -anunció.

Las mejillas de Alfonso se colorearon débilmente.

-Qué absurdo. ¿Cómo es posible? Mi hermano todavía ha de engendrar hijos, y además, tiene una hija.

El arzobispo, que deploraba la pérdida de tiempo, dejó escapar su risa breve y áspera.

-Vuestro hermano jamás engendrará hijos -precisó-, y una comisión designada para estudiar este asunto tiene graves dudas de que la pequeña Juana sea hija de él. En vista de ello, hemos insistido en que vos seáis proclamado heredero, y mi sobrino, aquí presente, tiene autorización para tomaros bajo su tutela con el fin de que seáis debidamente instruido en los deberes que os corresponderán como rey.

Se hizo un breve silencio. Cuando Alfonso habló, su tono era inexpresivo.

-Conque he de cobijarme bajo vuestra ala -murmuró.

-Servir a Vuestra Alteza será para mí el mayor de los placeres.

Alfonso sonrió, momentáneamente esperanzado.

-Pero yo soy capaz de cuidar de mí mismo, y me siento muy bien aquí, en las habitaciones que ocupo junto a las de mi hermana.

-Oh, -el marqués soltó la risa- no habrá muchos cambios. Nos limitaremos a cuidar de vos y a ocuparnos de que estéis

preparado para vuestro papel. Y seguiréis viendo a vuestra hermana. Nadie intentará privaros de vuestros placeres.

-¿Cómo podéis saberlo?

-Alteza, cuidaremos de que así sea.

-¿Y si mi placer fuera permanecer donde estoy, y no verme sometido a vuestra tutela?

-Vuestra Alteza bromea. ¿Podríamos partir inmediatamente?

-No. Deseo estar algo más con mi hermana. Estábamos conversando cuando nos interrumpisteis.

-Rogamos a Vuestra Alteza que nos perdone -expresó Vi-llena, fingiendo preocupación-. Os dejaremos que terminéis vuestra conversación con vuestra hermana, y esperaremos en la antecámara. Debéis traer con vos a vuestro servidor de más confianza. Ya le he dado instrucciones para que prepare vuestra partida.

-Vos... ¡le disteis instrucciones!

-En asuntos como éste hay que actuar con celeridad -intervino el arzobispo.

Alfonso pareció resignarse. Se quedó mirando cómo se retiraban los dos conspiradores, pero cuando se volvió hacia Isabel y Beatriz, las dos se quedaron consternadas al ver la desesperación que se pintaba en su rostro.

-Oh, Isabel, Isabel -gimió el muchacho, y su hermana lo rodeó con sus brazos, afectuosamente.

-Ya veis cómo son las cosas -prosiguió Alfonso-. Bien sé lo que intentarán hacer: me harán rey. Y yo no quiero ser rey, Isabel, porque les tengo miedo. Lo que tantos ambicionan, lo tendré yo sin quererlo. Un rey siempre tiene que ser cauteloso, pero nunca tanto como cuando se ve forzado a ceñirse la corona antes de que le pertenezca por derecho. Isabel, tal vez algún día corra yo la suerte que corrieron Carlos... y Blanca...

-Ésas son fantasías morbosas -se burló Isabel.

-No lo sé -suspiró su hermano-. Isabel, si tengo miedo es porque no lo sé.

Juana entró como una tromba en las habitaciones de su marido.

-¡Conque habéis tolerado que os impongan sus condiciones!

-vociferó-. Les habéis permitido que deshereden a nuestra hija, y que pongan en su lugar a ese joven intrigante de Alfonso.

-Pero, ¿no veis que he insistido en sus esponsales con Juana? -gimió Enrique, lastimero.

La reina soltó una risa amarga.

-¿Y pensáis que os lo permitirán? Enrique, sois un tonto. ¿No veis que una vez que hayan proclamado vuestro heredero a Alfonso ya no tendréis derecho alguno a decidir con quién se casa?

Yel hecho mismo de que accedáis a que sea proclamado here-

dero, puede deberse únicamente a que aceptáis esas viles calum-

nias contra mí y contra vuestra hija.

-Era la única manera -murmuró Enrique-. Era eso, o la guerra civil.

En ese momento, pensaba con tristeza en Blanca, que había sido tan mansa y afectuosa. Aunque físicamente no le entusiasmaba, ¡qué tranquila compañera había sido! Pobre Blanca, que sacrificada a la ambición de su familia había abandonado esta vida tormentosa. Aunque casi se podía decir «afortunadísima Blanca», ya que era indudable que debía de haber alcanzado su lugar en el Cielo.

«Si yo no me hubiera divorciado de ella», pensó Enrique, «tal vez estuviera viva en este momento. Y yo, ¿habría estado en peor situación? Verdad que ahora tengo una hija... pero no sé si es mía, y... ¡qué tempestad de controversias está provocando!»

-Sois un cobarde -gritaba la reina-. ¿Y qué hay de Beltrán? ¿Qué pensará él de esto? Bien merece ser maestre de Santiago, y vos habéis accedido a despojarlo de su título.

Enrique separó las manos en un gesto de impotencia.

-Juana, ¿querríais ver a Castilla desgarrada por una guerra civil?

-¡Eso no sucedería si hubiera en ella un rey y no un cobarde pusilánime!

-Vais demasiado lejos, querida mía -señaló indolentemente Enrique.

-Yo, por lo menos, no aceptaré los dictados de esos hombres.

Yen cuanto a Beltrán, a menos que queráis infligirle una ofensa

mortal, no hay más que una cosa que podáis hacer.

-¿Y es?

-Con una mano, lo habéis despojado; por consiguiente, de-

béis restituirle con la otra. Habéis jurado que le quitaríais el título de maestre de Santiago, de modo que debéis hacerlo duque de Albuquerque.

-Oh, pero... eso equivaldría a... a...

-¡A oponerse a vuestros enemigos! Claro que sí. Y si sois prudente, hay otra cosa que debéis hacer, y es impedir que esos enemigos planeen vuestra caída. Porque podéis estar seguro de que su plan no consiste simplemente en tener un heredero de su elección, en vez de vuestra hija; también querrán despojaros del trono.