En su desesperación, Enrique lloró.

-Desnudo salí del vientre de mi madre -clamaba-, y desnudo he de descender a la tumba.

Pero deploraba la guerra y dio a entender que estaría muy dispuesto a negociar un acuerdo.

Una persona, por lo menos, no se sentía muy feliz con el giro que habían ido tomando los acontecimientos, por más que hubiera sido en gran medida responsable de ellos: el marqués de Villena.

El marqués había esperado que el joven Alfonso fuera hechura de él y que el gobernante virtual de Castilla no fuera

otro que el propio Villena, pero las cosas no habían resultado así.

Don Diego López de Zúñiga y los condes de Benavente y de Placencia -los nobles que habían desempeñado un importante papel en la parodia representada fuera de las murallas de Ávila- también estaban ávidos de poder.

El marqués empezaba a preguntarse si no sería buena idea buscar alguna forma secreta de comunicación con Enrique para, mediante una rápida volte-face, apuntarse una ventaja sobre los antiguos aliados que tan rápidamente se estaban convirtiendo en sus nuevos rivales.

En ello estaba pensando cuando vino a verlo su hermano, don Pedro Girón.

A don Pedro le escocía aún el rechazo que había encontrado, algún tiempo atrás, en la madre de Isabel. Por más que fuera Gran Maestre de la Orden de Calatrava, disfrutaba de la compañía de muchas amantes, pero ninguna de ellas era capaz de hacerle olvidar la afrenta recibida de la reina viuda, ni del conjunto de ellas tampoco.

Don Pedro no sólo era hombre vengativo, sino también muy vanidoso. La reina viuda había rechazado sus avances, y el ofendido se preguntaba con frecuencia qué podría hacer que la enojara tanto como ella le había enojado.

Pobre loca, decíase para sus adentros, que no sabe siquiera lo que es bueno para ella.

Su vanidad se calmaba un tanto al recordar que la locura era responsable de que ella lo hubiera rechazado y en alguna medida le complacía pensar que vivía recluida en Arévalo, a veces -según le habían dicho- sin saber quién era ni qué estaba sucediendo en el mundo.

Don Pedro quería también saldar cuentas con la niña, con esa calma criatura que había estado escondida en algún rincón mientras él se aventuraba a hacer sus proposiciones a la madre.

Y era verdad que a veces su hermano, el gran marqués, hablaba con él de sus planes.

-¿No van bien las cosas, hermano? -le preguntó en esa ocasión.

El marqués frunció el ceño.

-Son demasiados los poderosos que buscan más poder -respondió-. Enrique era mucho más fácil de manejar.

-He oído decir, hermano, que es mucho lo que Enrique daría por tener vuestra amistad. Se sentiría feliz si abandonarais a Alfonso y sus partidarios para volver a él. Pobre Enrique, me han comentado que está dispuesto a hacer mucho por vos, si accedéis a ser nuevamente su amigo.

-Enrique es tonto y débil -afirmó el marqués.

-Alfonso no es más que un niño.

-Eso es verdad.

-Marqués, es una pena que no podáis vincularos en forma más estrecha con Enrique. Claro, si no estuvierais ya casado, podríais pedir la mano de la joven Isabel. Estoy seguro de que una relación semejante complacería al rey y creo que estaría listo para prometeros cualquier cosa con tal de asegurarse de que volváis al redil.

Durante un rato el marqués permaneció en silencio, estudiando atentamente a su hermano con los ojos entrecerrados.

La reina y el duque de Albuquerque estaban con el rey. Uno a cada lado de Enrique, le explicaban qué era lo que debía hacer.

-Ciertamente -decía la reina-, debéis estar deseoso de terminar con esta contienda. Si no lo hacéis es posible que seáis vos el derrotado. Día a día el pueblo ama más a Alfonso y eso, querido esposo, no es cosa que pueda decirse de vos.

-Ya lo sé, ya lo sé -se lamentó Enrique-. Soy el más desdichado de los hombres, el rey más desdichado que jamás haya conocido España.

-Es menester poner término a esta lucha, Alteza -terció el duque.

-Y es posible hacerlo -insistió la reina.

-Pues explicadme cómo. Estaría dispuesto a recompensar con largueza a quien pudiera poner término a nuestras dificultades.

Por encima de la cabeza inclinada de su marido la reina sonrió a su amante.

-Enrique -comenzó-, hay dos hombres que organizaron la revuelta, que la encabezaron. Si se los pudiera apartar de los trai-

dores para inclinarlos hacia nuestro lado, la revuelta se extinguiría, Alfonso se encontraría sin el apoyo de sus partidarios y ése sería el fin de nuestros problemas.

-Os referís, naturalmente, al marqués de Villena y al arzobispo -suspiró Enrique-. Que antes fueron mis amigos... mis excelentes amigos. Pero hubo enemigos que se interpusieron entre nosotros.

-Sí, sí -lo interrumpió Juana, con impaciencia-. Hay que recuperarlos para nosotros y es posible recuperarlos.

-Pero, ¿cómo?

-Estableciendo un vínculo entre nuestra familia y la de ellos, un vínculo de tal solidez que nada pueda quebrarlo ni desatarlo.

-¿Cómo, repito?

-Alteza -intervino Beltrán, con cierta nerviosidad-, es posible que no os agrade lo que queremos sugeriros.

-Cualquier cosa que pueda poner término a sus problemas será del agrado del rey -respondió la reina, desdeñosa.

-Os ruego que me pongáis al tanto de lo que estáis pensando -pidió Enrique.

-Se trata de esto -explicó la reina-. El arzobispo y el marqués son tío y sobrino, es decir que pertenecen a la misma familia. Unamos a la familia real de Castilla con la de ellos... y entonces, tanto el arzobispo como el marqués serán por siempre vuestros más fieles partidarios.

-No os entiendo.

-Mediante el matrimonio -silbó la rema-. He ahí la respuesta.

-Pero... ¿qué matrimonio? ¿Entre quiénes?

-Tenemos a Isabel.

-¡Mi hermana! ¿Y con quién habría de casarse? Villena ya está casado, y el arzobispo es hombre de Iglesia.

-Villena tiene un hermano.

-¿Os referís a don Pedro?

-¿Por qué no?

-¡Que don Pedro se case con una princesa de Castilla!

-Son épocas peligrosas.

-Su madre enloquecería por completo.

-Qué importancia tiene, si está ya a mitad de camino.

-Y... él... es Gran Maestre de la Orden de Calatrava y ha hecho votos de celibato.

-¡Bah! Eso se arregla inmediatamente, con una dispensa de Roma.

-Pero no puedo acceder. Isabel... esa niña inocente, con ese libertino...

-¡Bueno estáis vos para hablar de libertinaje! -rió desdeñosamente la reina-. Isabel ya es mayor, y bien debe saber que hay libertinos. Después de todo, ¿no lleva ya cierto tiempo en esta corte?

-Pero Isabel... ¡casarse con ese hombre!

-Enrique, sois tan tonto como siempre. Tenemos una oportunidad para resolver nuestros problemas; Isabel debe casarse para salvar Castilla de la guerra y del derramamiento de sangre. Debe casarse porque así salvará el trono para quien es, de derecho, el rey.

Enrique se cubrió la cara con las dos manos; en su mente se pintaban imágenes aborrecibles. Isabel, la calma y un tanto mojigata Isabel, educada de manera tan rígida y piadosa... ¡a merced de ese hombre torpe, de ese libertino sin remedio!

-No -murmuró Enrique-, no. Yo no daré mi consentimiento.

Pero la reina sonrió a su amante. Los dos sabían que siempre era posible convencer a Enrique.

Isabel estaba en pie frente a su hermano. La reina estaba presente, y sus ojos brillaban... ¿con malicia, tal vez?

-Queridísima hermana -empezó Enrique-, ya no sois una niña y es tiempo de pensar en casaros.

-Sí, Alteza.

Isabel esperaba, ansiosa, mientras Juana la observaba divertida por la situación. La niña había oído mil historias del apuesto Fernando, el joven heredero de Aragón. Fernando era un pequeño héroe, y gallardo mozo además. Isabel pensaba que era ese muchacho el que le estaba destinado.

Así aprenderá a rechazar a mi hermano, el rey de Portugal, pensaba Juana. Cuando haya probado lo que es la vida de casada con don Pedro, pensará que ojalá no hubiera sido tan orgullosa, ni tan tonta, como para rechazar la corona que le ofrecía mi hermano. Tal vez cuando lo sepa quiera cambiar de opinión.

-He decidido -prosiguió Enrique- que os casaréis con don

Pedro Girón, quien está ansioso por ser vuestro marido. Se trata de una alianza que yo... y la reina... aprobamos, y como estáis ya en edad de contraer matrimonio no vemos razones para que haya demora alguna.

Isabel se había puesto pálida. Juana se divertía al ver que esa calma dignidad que siempre la caracterizaba la había abandonado en ese momento.

-No... no creo haberos oído bien, Alteza. Dijisteis que debo casarme...

La piedad nubló los ojos de Enrique. ¡Esa niña inocente con el brutal vejete! Imposible permitirlo.

-Con don Pedro Girón -completó, sin embargo.

¡Con don Pedro Girón! Isabel recordaba la escena en las habitaciones de su madre: don Pedro, haciendo sugerencias obscenas, para horror e indignación de su madre... y de la propia Isabel. Sin duda, todo eso era una pesadilla. No podía ser verdad que estuviera en las habitaciones de su medio hermano. Isabel tenía que estar soñando.

Un sudor frío le cubrió la frente y sintió que el corazón le latía de manera irregular. Su propia voz se burlaba de ella y se negaba a gritar las protestas que el cerebro le dictaba.

En ese momento habló la reina.

-Es un matrimonio excelente, mi querida Isabel, y además son muchos los que habéis ya rechazado. No podemos permitiros que rechacéis uno más, querida niña, porque si seguís de esa manera terminaréis por quedaros sin marido.

-Eso sería preferible a... a... -balbuceó Isabel.

-Vamos, si vuestro destino no es morir virgen -bromeó alegremente la reina.

-Pero... don Pedro... -comenzó Isabel-. Creo que Vuestra Alteza ha olvidado que estoy ya comprometida con Fernando, el heredero de Aragón.

-¡El heredero de Aragón! -la reina soltó la risa-. Poco le quedará por heredar al heredero de Aragón, si el triste estado de cosas en ese país se mantiene.

-Y aquí en Castilla, Isabel -volvió a intervenir Enrique- tampoco somos tan felices, ni tan seguros. El marqués de Villena y el arzobispo de Toledo volverán a ser nuestros amigos cuando seáis la prometida del hermano del uno y el sobrino del otro.

Bien sabéis, querida hermana, que las princesas deben estar siempre al servicio de su país.

-No creo que ningún propósito sensato pueda ser servido mediante una boda tan... tan cruel y descabellada.

-Isabel, sois demasiado joven para entender.

-No soy demasiado joven para saber que preferiría la muerte a un matrimonio con ese hombre.

-Creo que olvidáis el respeto que nos debéis, a vuestro hermano el rey y a mí -interrumpió la reina-. Tenéis nuestra autorización para retiraros. Pero antes de que lo hagáis, permitidme que os recuerde que se os han sugerido pretendientes que habéis rechazado. Debéis saber que el rey y yo no toleraremos más negativas. Os prepararéis para el matrimonio, porque en pocas semanas habéis de ser la novia de don Pedro Girón.

Con una reverencia, Isabel se retiró.

Seguía sintiéndose como si todo fuera un sueño. Ése era su único consuelo, que esa sugerencia terrible no podía ser de este mundo.

Era demasiado humillante, demasiado degradante, demasiado desgarradora para pensar en ella siquiera.

Ya en sus habitaciones, Isabel se quedó inmóvil, mirando sin ver.

Beatriz, investida de la autoridad que le daba el hecho de ser no sólo la dama de honor de Isabel, sino también su amiga, hizo salir a todas las mujeres, salvo a Mencia de la Torre, que la seguía en el orden de los afectos de la infanta.

-¿Qué puede haber sucedido? -susurró Mencia.

Beatriz sacudió la cabeza.

-Hay algo que ha sido un golpe para ella.

-Yo jamás la había visto así.

-Jamás ha estado así -confirmó Beatriz, mientras se arrodillaba para coger la mano de Isabel-. Mi señora, ¿no os sería más fácil hablar con quienes estamos dispuestas a compartir vuestras penas? -suplicó.

Los labios de Isabel temblaron, pero siguieron sin hablar.

Mencia se arrodilló a su vez y ocultó el rostro en las faldas

de Isabel, incapaz de seguir viendo la expresión desesperada que se pintaba en el rostro de su señora.

Beatriz se levantó para servir un poco de vino, que acercó suavemente a los labios de Isabel.

-Por favor, aceptadlo. Esto os revivirá, os ayudará a que podáis hablar. Dejadnos compartir vuestros problemas; quién sabe si no podremos hacer algo para resolverlos.