-Sobrino, ¿estáis sugiriendo que aceptemos con mansedumbre este... este asesinato?

-Con mansedumbre, no. Pero lo que debemos decirnos es esto: Pedro, que podría haber establecido el vínculo de nuestra familia con la familia real, ha sido asesinado, es decir, que nuestro pequeño plan fue un fracaso. Pues bien, demostraremos a nuestros enemigos que es peligroso interferir en nuestros planes. Enrique aceptó ese matrimonio como alternativa de la guerra civil. Pues bien, ya que ha declinado una, pongámoslo frente a la otra.

Los ojos del arzobispo brillaron; estaba bien dispuesto a desempeñar el papel con que toda su vida había soñado.

-El joven Alfonso irá al campo de batalla a mi lado -expresó.

-Es la única manera -asintió Villena-. Les ofrecimos la paz y su respuesta fue el asesinato de mi hermano. Pues bien, ya han tomado su opción y ahora tendrán guerra.

Sobre las llanuras de Olmedo las fuerzas rivales esperaban.

Enfundado en su armadura, el arzobispo se envolvía en una capa de escarlata sobre la cual lucía, bordada, la cruz blanca de la Iglesia. Su estampa era magnífica y sus hombres estaban listos para seguirlo en el combate.

Alfonso, que no había cumplido todavía los catorce años, no podía dejar de sentirse fascinado por el entusiasmo del arzobispo. Vestía reluciente cota de malla y estaba dispuesto a saborear por primera vez la batalla.

Mientras los dos esperaban bajo la luz grisácea del amanecer, el arzobispo se dirigió a Alfonso.

-Hijo mío -le dijo-, príncipe mío, éste puede ser el día más importante de vuestra vida. Sobre esas llanuras se hallan reunidos nuestros enemigos. Es posible que lo que hoy suceda decida vuestro futuro, el mío y, lo que es más importante, el futuro de Castilla. Bien puede ser que después de hoy haya un solo rey de Castilla, y que ese rey seáis vos. Castilla debe engrandecerse; es menester poner término a la anarquía que va cundiendo en nuestro país. Recordadlo, llegado el momento de entrar en batalla. Venid, vamos a rogar por la victoria.

Alfonso unió las palmas de sus manos, bajó los ojos y, junto al arzobispo, en el campamento instalado en las llanuras de Olmedo, rogó para que les fuera concedida la victoria sobre su medio hermano, Enrique.

En el campamento opuesto, también Enrique esperaba en compañía de sus hombres.

-Cuánto parece demorarse el día -comentó el duque de Albu-querque.

Enrique se estremeció; su impresión era que el día se acercaba con demasiada rapidez.

El rey miraba al hombre que tan importante papel había desempeñado en su vida. Beltrán parecía tan ansioso de entrar en batalla como podía estarlo de participar en los regocijos cortesanos. Enrique no podía dejar de sentir admiración por ese hombre, que tenía toda la prestancia de un rey y que podía enfrentar la batalla sin dar la menor señal de temor, por más que no pudiera ignorar que él, personalmente, sería considerado como uno de los más preciados trofeos que podían caer en manos del enemigo.

No era de maravillarse que Juana lo hubiera amado.

Enrique deseaba que hubiera algún medio de impedir que llegara a librarse la batalla. Él estaba dispuesto a escuchar los términos de sus oponentes; estaba dispuesto a entrevistarse con ellos. Le parecía desatinado pelear, para después llegar a un acuerdo. ¿Qué podía significar la guerra, a no ser desdicha para cuantos participaban en ella?

-No temáis, Alteza, que los pondremos en fuga -lo animó Beltrán.

-Ah, ojalá pudiera yo estar seguro de eso -suspiró Enrique.

Mientras hablaba, le trajeron la noticia de que había llegado un mensajero proveniente del campo enemigo.

-Dadle salvoconducto y hacedlo pasar -respondió el rey.

El mensajero fue traído a su presencia.

-Traigo un mensaje del arzobispo de Toledo para el duque de Albuquerque, Alteza -explicó.

-Pues bien, entregádmelo -ordenó Beltrán.

Mientras el duque leía el mensaje y estallaba en una carcajada, Enrique lo observaba.

-Esperad un momento -dijo Beltrán-, que os daré una respuesta para el arzobispo.

-¿De qué mensaje se trata? -preguntó Enrique, esperanzado. ¿No podría ser algún ofrecimiento de tregua? Pero, ¿por qué habría de enviárselo al duque y no al rey? Sin duda, el arzobispo debía saber que nadie aprovecharía con más ansiedad que el rey un ofrecimiento de paz.

-Es una advertencia del arzobispo, Alteza -explicó Beltrán-. Me dice que será una temeridad de mi parte aventurarme en el

campo de batalla, porque no menos de cuarenta de sus hombres han jurado darme muerte. Y me asegura que mis probabilidades de sobrevivir a la batalla son mínimas.

-Querido Beltrán, hoy no debéis tomar parte en el combate. Es más, no debería haber combate. ¿Qué bien puede resultar de ello para ninguno de nosotros? Que se derrame la sangre de mis súbditos... tal será el resultado del esfuerzo de este día.

-Alteza, es demasiado tarde para hablar así.

-Nunca es demasiado tarde para la paz.

-El arzobispo no aceptaría vuestro ofrecimiento de paz, a no ser bajo condiciones más degradantes. No, Alteza. Hoy debemos ir a la batalla en contra de nuestros enemigos. ¿Me permitís que responda a esta nota?

Sobriamente, Enrique hizo un gesto afirmativo y, con una sonrisa, Beltrán escribió su respuesta.

-¿Qué habéis contestado? -quiso saber el rey.

-Le he dado una descripción de mi atuendo -respondió Beltrán-, para que aquellos que juraron matarme no tengan dificultades para distinguirme.

Enrique esperaba a algunos kilómetros de donde se libraba el combate; había aprovechado la primera oportunidad para retirarse del campo de batalla, cuando supo que sus fuerzas llevaban las de perder.

Porque, decíase para sus adentros, ¿de qué serviría poner en peligro la vida del rey?

Y cubriéndose la cara con las manos lloró por la locura de los hombres, siempre deseosos de ir a la guerra.

Entretanto, el joven Alfonso entraba por primera vez en batalla, junto al belicoso arzobispo.

El combate fue largo y la matanza cruel, sin que por ello se llegara a imponer una decisión. La valentía del arzobispo de Toledo no admitía comparación más que con la del duque de Albu-querque y, después de tres horas de una carnicería tan feroz como pocas veces se había visto en Castilla, las fuerzas encabezadas por el arzobispo y por Alfonso se vieron en la necesidad de dejar el campo de batalla en manos de los hombres del rey.

Pero Enrique no estaba ansioso de sacar ventaja del hecho de

que su ejército no hubiera sido derrotado y, en cuanto a Beltrán, por muy valiente que fuera no tenía pasta de estratega, de manera que lo que podía haber sido considerado como una victoria fue tratado como una derrota.

Ahora, Castilla era un país dividido. Cada rey gobernaba en el territorio que tenía bajo su dominio.

Y aprovechándose de la ventaja obtenida gracias a que el rey se hubiera negado a considerar como victoria suya la batalla de Olmedo, el arzobispo y el marqués, con Alfonso como figura decorativa, decidieron avanzar sobre Segovia.

Isabel, Beatriz y Mencia esperaban con ansiedad toda noticia de los avances de Alfonso.

-¿Qué está sucediendo en nuestro país? -preguntábase la infanta un día que estaba en compañía de sus amigas-. En todos los pueblos de Castilla pelean entre sí hombres que llevan la misma sangre.

-¡Y qué cabe esperar si nuestro país se encuentra sumido en la guerra civil! -se lamentó Beatriz.

-Mi sueño es una Castilla en paz -susurró Isabel-. Henos aquí, dedicadas a nuestras labores de aguja, pero, ¿no pensáis, Beatriz, que si nos viéramos llamadas a gobernar esta tierra podríamos hacerlo mejor que aquellos en cuyas manos se encuentra en este momento el gobierno?

-¡Si lo pienso! -exclamó Beatriz-. Más que pensarlo, estoy segura.

-Si Castilla pudiera ser gobernada por vos, infanta, y Beatriz fuera vuestro primer ministro -fantaseó Mencia-, entonces, realmente creo que todos nuestros problemas se solucionarían en muy poco tiempo.

-Me estremezco al pensar en mi hermano -prosiguió Isabel-. Mucho tiempo hace que lo vi. ¿Recordáis el día que el arzobispo lo hizo llamar para decirle que sería puesto bajo su tutela? Me pregunto si... si todo lo sucedido desde entonces habrá cambiado a Alfonso.

-Es difícil conjeturarlo -murmuró Beatriz-. En estos últimos meses se ha convertido en rey.

-No puede haber más que un solo rey de Castilla -le recordó

Isabel- y ese rey es mi medio hermano Enrique. Oh, cómo desearía que no hubiera esta guerra. Alfonso debería ser el heredero del trono, porque no cabe duda de que la hija de la reina no lo es del rey, pero jamás debería haber sido proclamado rey. Y... ¡dejarse llevar a la batalla en contra de Enrique! Oh, cómo desearía que jamás lo hubiera hecho...

-La culpa no fue de él -señaló Mencia.

-No -coincidió Beatriz-. Si no es más que un niño; apenas tiene catorce años. ¿Cómo se lo puede culpar si ellos lo han convertido en una pieza de su juego por el poder?

-Pobre Alfonso -murmuró Isabel-. Tiemblo por él.

-Todo saldrá bien -la tranquilizó Beatriz-, Amada princesa, recordad que en otras ocasiones también hemos desesperado y que todo ha salido bien.

-Sí -asintió Isabel-. Así me salvé de un destino terrible. Pero... ¿no es alarmante ver cómo un hombre... o una mujer... puede estar vivo y bien un día, y muerto al siguiente?

-Siempre ha sido así -declaró Beatriz con su sentido práctico-. Y a veces puede ser una bendición -agregó intencionadamente.

-¡Escuchad! -exclamó Mencia-. Se oyen gritos abajo. ¿Qué podrá ser?

-Ve a ver -sugirió Beatriz.

Mencia se levantó para salir, pero antes de que hubiera tenido tiempo de hacerlo uno de los hombres de armas se precipitó al interior de la habitación.

-Princesa, señoras... Los rebeldes avanzan hacia el castillo.

La resistencia fue escasa, ya que Isabel no podía exigir un enfrentamiento con las fuerzas a la cabeza de las cuales cabalgaba su propio hermano.

Mientras los hombres irrumpían en el castillo, se oyó la voz de Alfonso: profunda, autoritaria, muy cambiada desde la última vez que Isabel lo había oído hablar.

-Tened cuidado. Recordad que en el castillo está mi hermana, la princesa Isabel.

Después la puerta se abrió de par en par y apareció Alfonso -su hermano pequeño, que ya no parecía pequeño-, ya no un

niño, sino un soldado, un rey, por más que Isabel siguiera insistiendo en que no tenía derecho a llevar la corona.

-¡Isabel! -gritó el muchacho, y de nuevo pareció un niño. El rostro se le contrajo en una mueca que parecía pedir la aprobación de su hermana, como solía hacerlo cuando daba, vacilante, los primeros pasos en el cuarto de los niños.

-¡Hermano... hermanito!

Isabel corrió a sus brazos, y durante unos segundos ambos hermanos se abrazaron.

Después, la infanta tomó en sus manos el rostro de Alfonso.

-Estáis bien, Alfonso... ¿estáis bien?

-Claro que sí. ¿Y vos, hermana querida?

-Sí... y muy feliz de volver a veros, hermano. Oh, Alfonso... ¡Alfonso!

-Isabel, ahora estamos juntos. Sigamos estándolo. Os he rescatado del poder de Enrique, y en lo sucesivo seremos los dos... vos y yo... hermano y hermana... juntos.

-Sí -asintió Isabel-, sí -y perdió la calma, y en brazos de él empezó a reírse.

Los hermanos permanecieron juntos, y en más de una ocasión Isabel acompañó a Alfonso en sus viajes por ese territorio que lo consideraba su rey.

Sin embargo, la infanta estaba perturbada. Su amor a la justicia no le permitía cegarse ante el hecho de que su hermano, de grado o por fuerza, había usurpado el trono.

Durante esos turbulentos meses, le llegaron noticias de los disturbios que abundaban en Castilla. Se renovaban las viejas rencillas entre algunas familias nobles, y no era seguro, ni para hombres ni para mujeres, viajar a ninguna parte sin escolta. Incluso miembros de la alta nobleza se aprovechaban de la situación para dedicarse al robo y al pillaje, y la Hermandad se encontraba poco menos que impotente ante esa oleada de anarquía.

Alfonso tenía su cuartel general en Ávila, que se había mantenido leal a él desde el momento de la extraña «coronación» celebrada junto a sus murallas, y había concedido al ar-

zobispo y a Villena -a quienes debía su situación- los honores y favores que éstos le exigían.

Isabel lo reconvino seriamente.

-Mientras Enrique viva vos no podéis ser rey de Castilla, Alfonso -le recordó-, porque Enrique es el hijo mayor de nuestro padre y el único y legítimo rey de Castilla.