Alfonso había cambiado desde aquellos días en que le asustaba saberse una herramienta en manos de esos hombres ambiciosos. Ahora había saboreado los placeres que da el ser rey, y no estaba de ninguna manera dispuesto a renunciar a ellos.

-Pero, Isabel -señaló-, un rey gobierna por voluntad de su pueblo y, si no llega a agradar al pueblo, entonces no tiene derecho a la corona.

-En Castilla hay todavía muchos que se complacen en llamar rey a Enrique -contestó Isabel.

-Isabel querida -continuó su hermano-, sois muy buena y muy justa. Enrique no ha sido bondadoso con vos; ha procurado imponeros un matrimonio repugnante... y sin embargo, vos dais la impresión de defenderlo.

-Es que esto no es cuestión de bondad, hermano -precisó la infanta-. De lo que se trata es de lo que está bien, y Enrique es el rey de Castilla; vos sois el impostor.

Alfonso le sonrió.

-Debemos consentir en las diferencias -respondió-. Me alegro de que, aunque me consideréis un impostor, sigáis amándome.

-Sois mi hermano y eso nada puede alterarlo. Pero espero que un día se llegue a un acuerdo y que seáis proclamado el heredero del trono. Tales son mis deseos.

-Los nobles jamás lo aceptarían.

-Porque ellos van en busca del poder, no de lo que es justo y recto, y siguen valiéndose de nosotros, Alfonso, como de marionetas que les son útiles para sus planes. Al apoyaros, están apoyando lo que consideran mejor para sí mismos, y también los que defienden a Enrique lo hacen por razones egoístas. Pero el bien sólo puede llegar por la vía de la justicia.

-Bueno, Isabel, aunque parecería que estuvierais del lado de mis enemigos...

-¡Eso nunca! Estoy siempre con vos, Alfonso, pero vuestra

causa debe ser la causa justa, y en este momento no sois más que el heredero del trono, pero no el rey.

-Debo deciros, Isabel, que jamás os obligaría a contraer un matrimonio que os disgustara y que ningún obstáculo pondría a vuestra boda con Fernando de Aragón.

-Querido hermano, vos me deseáis felicidad, lo mismo que yo a vos. Por el momento, regocijémonos por el hecho de estar juntos.

-En breve partiré hacia Ávila, Isabel, y vos debéis venir con nosotros.

-Con gusto lo haré -consintió la infanta.

-Es una maravilla teneros a mi lado; me gusta contar con vuestro consejo. Y debéis saber, Isabel, que con frecuencia lo sigo. Nuestra discrepancia se limita únicamente a este importante punto. Dejadme, hermana, que os diga algo: no es mi deseo ser injusto. Si fuera un poco mayor, diría a esos hombres que no alegaré derecho alguno sobre la corona mientras mi medio hermano viva o mientras una voluntad común no le obligue a renunciar a ella. Eso haría, claro que sí, Isabel. Pero no tengo la edad suficiente y debo obedecer a esos hombres, bien lo veis, Isabel. ¿Qué sería de mí si me negara a hacerlo?

-¿Quién puede saberlo?

-Porque bien veis, Isabel, que en ese caso no sería ni el amigo de esos hombres, ni el de mi hermano Enrique; estaría en esa árida tierra de nadie que hay entre ellos, y no sería amigo de ninguno y sí enemigo de ambos.

En esos momentos era cuando Isabel advertía que un niño asustado seguía mirando por los ojos de su hermano Alfonso, el rey usurpador de Castilla.

Mientras Alfonso y sus hombres se dirigían hacia la pequeña aldea de Cardeñosa, a un par de leguas de distancia, Isabel se quedó en Ávila: había sentido la necesidad de detenerse unos días en el convento de Santa Clara, donde las monjas la recibieron, en compañía de Beatriz y de Mencia.

La infanta deseaba hacer unos días de retiro, para meditar y orar. Ya no rogaba por que se hiciera realidad su matrimonio con Fernando, porque cuando pensaba que debería dejar Casti-

Ha para dirigirse a Aragón no podía dejar de recordar que eso significaba también abandonar a su hermano.

-En este momento, él me necesita -comentaba con Beatriz-. Ah, cuando está con sus hombres, cuando se ocupa de los asuntos de estado, nadie creería que es poco más que un niño. Pero yo sé que muchas veces es apenas un chiquillo perplejo. Creo que si se pudieran arreglar las cosas para poner término a este desdichado conflicto nadie sería más feliz que Alfonso.

-En una corona -caviló Beatriz- hay cierta magia que hace que aquellos que la sienten pesar sobre su cabeza se resistan tercamente a abandonarla.

-Y sin embargo, en lo profundo de su corazón, Alfonso sabe que todavía no tiene derecho a ceñírsela.

-Vos lo sabéis, princesa, y yo de verdad creo que si quisieran ceñir con ella vuestra frente antes de que sintierais vos que es vuestra de derecho no la aceptaríais. Pero vos, querida señora, sois una en un millón. ¿No os he dicho acaso que sois buena... como pocos lo son?

-No me conocéis, Beatriz. ¿No me regocijé con la muerte de Carlos... y con la de don Pedro? ¿Cómo puede ser buena quien reacciona con júbilo ante la desdicha de otros?

-¡Bah! -exclamó Beatriz, olvidando la deferencia que se debe a una princesa-. En tales ocasiones habríais sido inhumana si no os regocijabais.

-Un santo no lo habría hecho, de manera que os ruego, Beatriz, que no me endoséis el sayo de la santidad, porque os veríais tristemente desilusionada. Y si ahora ruego por la paz de nuestro país no es porque sea buena, sino porque sé que con el país en paz seremos todos mucho más felices... Enrique, Alfonso y yo.

En el convento de Santa Clara se rezaron, a instancias de Isabel, plegarias especiales por la paz. Para la infanta, la vida del convento era estimulante; se sentía dispuesta a abrazar su austeridad y con agrado se entregaba a las oraciones y a la contemplación.

Isabel había de recordar esos días pasados en el convento como el término de cierto período de su vida, pero no podía saber, mientras recorría los corredores de piedra, mientras escuchaba las campanas que la llamaban a la capilla y el canto de las voces que en ella se elevaban, que estaban preparándose aconte-

cimientos que habrían de obligarla a desempeñar un importante papel en el conflicto desencadenado en torno de ella.

Quien le trajo la noticia fue Beatriz, a quien habían pedido que lo hiciera porque nadie más se atrevía a dársela.

Isabel vio acercarse a Beatriz con el rostro hinchado por las lágrimas que había vertido, incapaz, por una vez, de encontrar palabras para aquello que tenía que decir.

-¿Qué ha sucedido, Beatriz? -interrogó la infanta, sintiendo ya cómo la alarma le pesaba en el corazón.

Cuando Beatriz, sacudiendo la cabeza, empezó a llorar, volvió a interrogarla:

-¿Es Alfonso?

Su amiga hizo un gesto afirmativo.

-¿Está enfermo?

Beatriz la miró; su mirada era trágica.

-¿Muerto? -susurró Isabel.

Súbitamente Beatriz encontró las palabras.

-Se retiró a su habitación después de la cena y cuando sus servidores fueron a despertarlo les fue imposible hacerlo; había muerto durante el sueño.

-Veneno... -murmuró Isabel, y volviendo el rostro, susurró-: Entonces... ahora le ha tocado a Alfonso.

Se quedó mirando por la ventana fijamente, sin ver las negras siluetas de las monjas que se encaminaban presurosas a la capilla, sin oír las llamadas de la campana. Mentalmente veía a Alfonso despertándose de pronto en la noche con el conocimiento de lo sucedido. Tal vez hubiera llamado a su hermana; naturalmente, sería a ella a quien llamaría en su angustia.

Entonces... le había tocado a Alfonso.

Isabel no lloró. Se sentía demasiado aturdida, demasiado vaciada de sentimientos. Se volvió hacia Beatriz.

-¿Dónde sucedió? -quiso saber.

-En Cardeñosa.

-Y la noticia...

-Llegó hace unos minutos. Alguien que venía del pueblo llegó al convento. Dicen que Ávila entera lo sabe y que toda la ciudad está sumida en el dolor.

-Iremos a Cardeñosa, Beatriz-decidió Isabel-. ¡Iremos inmediatamente a despedirnos por última vez de Alfonso!

Beatriz se acercó a rodear a su señora con un brazo, moviendo tristemente la cabeza, y le habló con voz que se quebraba por la emoción.

-No, princesa, de nada os servirá. No haréis más que aumentar vuestro sufrimiento.

-Quiero ver por última vez a Alfonso -repitió Isabel, inexpresivamente.

-Os estáis torturando.

-Él desearía que yo fuera. Vamos, Beatriz. Saldremos inmediatamente hacia Cardeñosa.

Mientras Isabel salía a caballo de Ávila, la gente que se encontraba por las calles apartaba de ella su rostro. La infanta estaba agradecida de que todos entendieran su dolor.

Todavía no se había puesto a pensar lo que significaría para ella la muerte de Alfonso; se había olvidado de estos hombres ambiciosos, que de manera tan despiadada habían puesto término a la niñez de Alfonso para convertirlo en rey y que ahora volverían la atención sobre ella. En su corazón no había lugar más que para un solo hecho que la abrumaba: que Alfonso, su hermanito, su compañero desde los primeros años, había muerto.

Se quedó sorprendida al entrar en la pequeña aldea de Cardeñosa de no encontrar signo alguno de duelo. Vio un grupo de soldados que se llamaban a gritos, alegremente; al resonar en sus oídos, las risas le parecieron inhumanas.

Al advertir su presencia, los hombres interrumpieron su charla para saludarla, pero la infanta recibió el homenaje como si no se diera cuenta de que se lo ofrecían. ¿Era eso todo lo que les importaba Alfonso?

-¿Es ésta la forma en que demostráis respeto por vuestro rey? -les gritó Beatriz, súbitamente encolerizada.

Los soldados la miraron, perplejos. Uno de ellos abrió la boca como si tuviera intención de hablar, pero Isabel y su pequeña comitiva habían seguido la marcha.

Los mozos que les recibieron los caballos tenían el mismo aire despreocupado que los soldados que habían visto por las calles.

-En Cardeñosa no respetáis el duelo como en Ávila. ¿Por qué? -preguntó impulsivamente Beatriz.

-¿Qué duelo, señora? ¿Por qué hemos de estar de duelo?

A Beatriz le costó contenerse para no abofetear en plena cara al muchacho.

-¿Es que no amabais a vuestro rey? -insistió.

En el rostro del mozo asomó la misma mirada de perplejidad que habían visto en la cara de los soldados al atravesar la aldea.

Después se oyó una voz que venía del interior de la posada donde Alfonso había instalado su cuartel general:

-¿Qué sucede? ¿Se ha fatigado la princesa Isabel de la vida conventual y ha venido a visitar a su hermano?

Beatriz vio que Isabel palidecía y tendió un brazo para sostenerla, pensado que su señora estaba a punto de desmayarse. ¿Podría ser esa la voz de un fantasma? ¿Podía haber otro que hablara con la voz de Alfonso? Pero allí estaba Alfonso, lleno de salud y de vigor. Venía a la carrera, atravesando el patio, gritando:

-¡Isabel! No me han mentido, entonces. Estáis aquí, hermana.

Isabel se bajó del caballo para correr hacia su hermano; lo rodeó con sus brazos, cubriéndolo de besos y después, tomándole el rostro entre las manos, lo miró atentamente.

-Conque sois vos, Alfonso. Sois realmente vos, no un fantasma. Aquí está mi hermano... mi hermanito...

-Vaya, pues no sé quién más podría ser -bromeó Alfonso.

-Pero dijeron... Cómo... ¡cómo es posible que se difundan tan perversas falsedades! Oh, Alfonso... ¡me siento tan feliz!

Y allí, ante los ojos atónitos de mozos de cuadra y soldados. Isabel empezó a llorar, no con desesperación, sino calma y dulcemente, con lágrimas de felicidad.

También Alfonso se enjugó los ojos y rodeando a su hermana con un brazo la condujo al interior de la posada.

Junto a ellos entró Beatriz.

-Fue un rumor malvado -explicó-. En Ávila están llorando vuestra muerte. Oímos decir que habíais muerto durante la noche.

-¡Esos rumores! -exclamó Alfonso-. ¿Cómo se inician? Pero no nos preocupemos ahora por eso. Qué bueno es teneros conmigo, Isabel. ¿Os quedaréis aquí algún tiempo? Esta noche tenemos una fiesta especial... lo más parecido a un banquete que se

puede disponer en este lugar -dirigiéndose a sus hombres, continuó-: He aquí a mi hermana, la princesa Isabel. Ordenad que preparen un banquete digno de ella.

Alfonso estaba profundamente conmovido por la emoción de su hermana. El hecho de que Isabel fuera habitualmente tan dueña de sí le hizo tomar conciencia de la profundidad de los sentimientos de la infanta y temió ser él mismo incapaz de dominar los suyos. Constantemente tenía que recordarse que ya no era un niño, sino un rey.

Hizo venir al posadero.

-Deseo un banquete especial -ordenó- en honor de la llegada de mi hermana. ¿Qué podéis ofrecernos?