-Alteza, tengo algunos pollos... muy buenos y muy tiernos, y también hay truchas...

-Haced todo lo posible para ofrecernos un banquete como jamás hayáis servido, porque ha llegado mi hermana y esto es para mí muy importante.

Dicho esto se volvió hacia su hermana y de nuevo los dos se abrazaron.

-Isabel, cuánto me alegro de que estemos nuevamente juntos -susurró Alfonso-, Quisiera que lo estuviéramos con toda la frecuencia posible. Hermana, os necesito a mi lado. Sin vos... me siento todavía un poco inseguro.

-Sí, Alfonso, sí -respondió la infanta con la misma voz baja y tensa-; es menester que estemos juntos. Los dos nos necesitamos. En el futuro... no debemos separarnos.

Alegre fue la cena que sirvieron esa noche en la posada de Cardeñosa.

La trucha estaba deliciosa, al punto de que así lo comentó Alfonso, quien se sirvió una nueva porción.

Todo el mundo estaba alegre. Qué agradable, decían, era que se les hubieran reunido las señoras; además habían oído decir que la princesa Isabel tenía la intención de acompañar a su hermano en sus futuros viajes por sus dominios.

Cuando se retiraron a su cuarto Isabel y Beatriz hablaron de todo lo sucedido durante el día, maravillándose de que hubieran podido salir de Ávila sumidas en tal dolor, para encontrarse ese mismo día en Cardeñosa con tanto júbilo.

Mientras peinaba a su señora comentó Beatriz.

-Y sin embargo, me sorprende que puedan empezar a correr semejantes rumores.

-No es difícil entenderlo, Beatriz. Son tantos los que ocupan altos cargos y mueren de muerte súbita que se hace muy fácil creer la historia de que ha habido otra muerte así.

-Sí, debe ser -asintió Beatriz, y no quiso seguir con el tema, temerosa de estropear con ello el placer del día.

Sin embargo, se sentía un poco inquieta. Ávila estaba apenas a dos leguas de Cardeñosa, y el rumor se había adueñado de toda la ciudad. ¿Cómo era posible... estando tan cerca?

Pero no quiso demorarse cavilando en ese terrible momento en que le habían traído la noticia y se había dado cuenta de que tenía la obligación de dársela a Isabel.

La infanta se despertó temprano, y durante unos momentos no pudo recordar dónde estaba. Después, volvieron a su memoria los acontecimientos del día anterior, de ese día extraño que había empezado con tanto dolor y había terminado en el júbilo.

Naturalmente, estaba en la posada de Cardeñosa.

Se quedó tendida, inmóvil, pensando en el momento en que Alfonso salió de la posada y en que ella, por unos instantes, creyó estar viendo un fantasma. Ahora, pensaba, estaré siempre con él; lo asumiré como un deber, ya que después de todo es un niño y es mi hermano.

Tal vez pudiera influir sobre él, persuadirlo de que no podía ser legítimo rey mientras Enrique viviera. Si lo declaraban heredero del trono nada tendría que objetar Isabel, que creía sin ninguna duda que la pequeña Juana no tenía derecho alguno a ese título. En lo sucesivo, se dijo, Alfonso y yo ya no nos separaremos.

Se oyó un golpe a la puerta y la princesa invitó a entrar a su visitante.

Apareció Beatriz, pálida y alterada.

-Alteza, ¿queréis venir a la habitación de Alfonso? -preguntó.

Isabel se enderezó, aterrada.

-¿Qué ha sucedido?

-Me han pedido que os lleve junto a él.

-¡Está enfermo!

Volvieron a invadirla todos los temores del día anterior.

-No pueden despertarlo -explicó Beatriz-. No entiendo qué es lo que puede haber sucedido.

Arrojó una bata sobre los hombros de Isabel y ambas se dirigieron al cuarto de Alfonso.

Tendido en su cama, el muchacho tenía un aspecto extraño.

Isabel se inclinó sobre él.

-Alfonso... Alfonso, hermano, soy Isabel. Despertaos. ¿Es que algo os duele?

No hubo respuesta. La habitación, que apenas si tenía un ventanuco, estaba a oscuras.

-No puedo verlo bien -murmuró Isabel mientras le tocaba la frente, cuya frialdad la sobresaltó. Cuando intentó tomarle la mano, ésta se le escapó y volvió a caer, yerta, sobre el cobertor.

Horrorizada, Isabel se volvió hacia Beatriz, que estaba de pie tras ella.

La joven dama de honor se acercó más a la figura tendida sobre el lecho, le apoyó una mano sobre el corazón y allí la dejó inmóvil durante unos momentos, mientras pensaba cómo decir lo que ya sabía qué era inevitable decir.

Se volvió hacia Isabel.

-No -gimió ésta-. ¡No!

Beatriz no le respondió, pero la infanta sabía que no había manera de esquivar la verdad.

-Pero, ¿cómo... cómo? -balbuceó-. Pero... ¿por qué...?

Beatriz la rodeó con un brazo.

-Enviemos en busca de los médicos -suspiró, e irritada, se volvió hacia el paje de Alfonso-, ¿Por qué no hicisteis venir antes a un médico?

-Señora, cuando vine a despertarlo y no me respondió, me asusté y fui a buscaros. No habrán pasado más de diez minutos desde que entré en esta habitación y lo encontré tal como está. Entonces acudí a vos, seguro de que me diríais qué era lo que debía hacer.

-Id en busca de los médicos -ordenó Beatriz.

El paje salió e Isabel miró a su amiga con ojos acongojados.

-¿Ya sabéis que no hay nada que puedan hacer los médicos, Beatriz?

-Señora amada, me temo que así es.

-Entonces... -balbuceó Isabel-, entonces lo he perdido. Después de todo, lo he perdido.

Beatriz la abrazó, sin que Isabel le respondiera ni le ofreciera resistencia.

Cuando los médicos entraron en la habitación la infanta los observó con indiferencia mientras se aproximaban a la cama y cambiaban entre sí miradas significativas.

Beatriz sintió que perdía el dominio de sí.

-Pero, vamos, ¡decid algo! -los exhortó-. Está muerto... ¿no es eso? ¿Está muerto?

-Eso tememos, señora.

-Y... ¿no se puede hacer nada?

-Es demasiado tarde.

-Demasiado tarde -repitió para sí Isabel-. Qué tonta fui al pensar que podría ayudarlo, al creer que podría salvarlo. ¿Cómo podría haberlo salvado, a no ser teniéndolo junto a mí día y noche, probando yo cada bocado de su comida antes de que él se lo llevara a los labios?

-Pero, ¿cómo... cómo...} -gemía Beatriz, pero era una pregunta que ninguna de ellas podía responder.

La infanta comprendía ahora por qué se habían difundido los rumores en Ávila. Los conspiradores no habían trabajado con total unidad; algo debía de haberles fracasado en la posada, cuando los portadores de la noticia ya estaban en viaje y comenzaban a anunciarla de acuerdo con algún plan preestablecido.

Es decir que la noticia de la muerte de Alfonso había empezado a circular antes de que realmente sucediera.

¿Cómo era posible que Alfonso hubiera muerto en forma tan repentina, si no había habido alguien que interrumpiera deliberadamente su vida? Pocas horas antes rebosaba de salud y de vida y ahora había muerto.

Pobre Alfonso, pobre e inocente Alfonso; eso era lo que él había temido, en aquellos primeros días en que tanto hablaba del destino de otros. Y ahora le había tocado a él... de la misma manera que lo había temido.

Isabel confiaba en que su hermano no hubiera sufrido mucho. Era increíble que ella hubiera estado tan cerca y que él se hubiera despertado en su agonía mientras su hermana dormía tranquilamente, sin darse cuenta.

Vio que los ojos de Beatriz se posaban sobre ella, llameantes. Beatriz querría descubrir quién era el culpable de todo eso. Beatriz querría vengarse.

Pero, ¿de qué serviría? Aquello no les devolvería a Alfonso.




LA HEREDERA DEL TRONO

En el convento de Santa Clara, Isabel se entregó al duelo por su hermano.

Permanecía inmóvil, pensando en los días pasados cuando ella y su madre se habían recluido en Arévalo con el pequeño Alfonso. Ahora su madre aún vivía, si es que se podía llamar vivir a esa existencia. Y ella, Isabel, estaba sola para hacer frente a un mundo turbulento.

En ocasiones, la infanta miraba con envidia a las jóvenes monjas que estaban a punto de tomar el velo y de separarse para siempre del mundo.

-Ojalá pudiera yo aislarme así -comentaba con Beatriz.

Pero Beatriz, siempre libre en el hablar, negaba con la cabeza.

-No, señora mía, no es eso lo que deseáis. Bien sabéis qué gran futuro os aguarda y no sois mujer de volver la espalda a su destino. Ni es para vos la vida de las monjas de clausura. Un día seréis reina y vuestro nombre será recordado y reverenciado por las generaciones futuras.

-¿Quién puede decirlo? -murmuraba Isabel-. ¿No podríais, acaso, haber hecho la misma profecía a mi pobre Alfonso?

No había pasado mucho tiempo en el convento cuando hubo de recibir un visitante. El arzobispo de Toledo en persona, como representante de la confederación que se había alzado en contra del rey, había viajado hasta el convento para hablar con la infanta. Ella lo recibió con reservas y él se mostró desacostumbradamente humilde.

-Mis condolencias, Alteza -expresó al saludarla-. Sé cuánto sufrís por esta gran pérdida y mis amigos y yo nos unimos a vuestro dolor.

-Sin embargo -señaló Isabel-, es posible que en este mo-

mentó Alfonso estuviera vivo si jamás hubiera sido proclamado rey de Castilla.

-Es verdad que no habría estado en Cardeñosa y que tal vez no se hubiera contagiado la plaga.

-O comido la trucha -precisó Isabel.

-Ay, vivimos tiempos peligrosos -murmuró el arzobispo-. Por eso necesitamos un gobierno de mano firme y un monarca capaz de integridad.

-Los tiranos no pueden menos que ser peligrosos en un país donde se enfrentan dos gobernantes. Creo que tal vez mi hermano no habría muerto si hubiera contado en su intento con la bendición de Dios.

-Alteza, si tal como vos insinuáis su muerte fue debida a la trucha, entonces es, seguramente, obra de la maldad del hombre y no de la justicia de Dios.

-Acaso -insistió Isabel- si Dios hubiera mirado con buenos ojos el ascenso de Alfonso al trono hubiera evitado su muerte.

-Quién puede decirlo -suspiró el arzobispo-. Venía a recordaros, Alteza, la triste situación de Castilla y la necesidad de reformas.

-No es necesario que me lo recordéis -respondió Isabel-, pues sobre el estado de nuestro país me han llegado informes que me llenan de una consternación tal que, aunque lo intentara, no podría olvidarlos.

El arzobispo inclinó la cabeza.

-Alteza -aventuró-, nuestro deseo es proclamaros reina de Castilla y de León.

-Os lo agradezco -replicó Isabel-, pero mientras viva mi hermano Enrique nadie más tiene derecho a la corona. Durante demasiado tiempo se han prolongado en Castilla los conflictos, debidos en su mayor parte al hecho de que hubiera en ella dos soberanos.

-Alteza, ¿no querréis decir que rechazáis ser proclamada reina?

-Eso es, exactamente, lo que quiero decir.

-Pero... es increíble.

-Yo sé que es lo correcto.

-Pero, Alteza, si fuerais reina podríais empezar inmediatamente a enderezar todo lo que está torcido en Castilla. Conta-

riáis con mi apoyo y con el de mi sobrino y eso podría ser el comienzo de una nueva época para el país.

Isabel permaneció en silencio, imaginando todo lo que anhelaba hacer por su país. Más de una vez había proyectado que reforzaría la Hermandad, que intentaría atraer nuevamente a su pueblo a una vida más religiosa, que establecería una corte que fuera directamente lo opuesto de la corte de su hermano.

-Nuestra reina actual -murmuraba el arzobispo- está haciéndose notar por la vida de lascivia que lleva. Tiempos hubo en los que se contentaba con un solo amante; ahora, necesita muchos. ¿No veis acaso, Alteza, qué mal ejemplo está dando con ello a nuestro pueblo?

-Bien que lo veo -respondió Isabel.

-¿Por qué vaciláis, entonces?

-Porque, por buenas que sean nuestras intenciones, irán al fracaso a menos que tengan como fundamento una causa justa. Si hubiera yo de aceptar lo que me ofrecéis, sé que estaría haciendo algo malo y por eso rechazo vuestro ofrecimiento.

El arzobispo se quedó atónito; no había creído en la auténtica piedad de la infanta, ni pensaba que pudiera ella resistirse al ofrecimiento de la corona.

-Lo que me agradaría -prosiguió Isabel- sería llegar a una reconciliación con mi medio hermano. Nuestras dificultades provienen de la contienda entre dos facciones en guerra. Empecemos por tener paz, y puesto que creéis que la hija de la reina es ilegítima, quien sigue en el orden de sucesión soy yo.