En cuanto al propio Enrique, estaba impaciente por sentir el peso de la corona en la cabeza y decidido a conservar la popularidad de que gozaba. No dudaba de que podría conseguirlo, ya que tenía plena conciencia de su encanto. Calmoso y de buen carácter, tenía el arte de halagar a la gente, de encantarla de un modo infalible. Sin mostrarse condescendiente, condescendía a ser uno del pueblo, y en esa capacidad residía el secreto del amor que le profesaban.
Estaba resuelto a deslumbrar a sus súbditos: a reunir ejércitos y alcanzar victorias; a librar batalla contra los moros, que desde hacía siglos estaban en posesión de gran parte de España. Los moros eran los eternos enemigos, y con la promesa de iniciar una campaña en contra de ellos se podía siempre encender el entusiasmo fervoroso de los orgullosos castellanos. Enrique orga-
nizaría desfiles y espectáculos que les hicieran olvidar sus penurias, procesiones que les cautivaran la vista. Su reinado sería el reinado continuo de la emoción y el colorido.
¿Y qué era lo que quería Enrique? Quería sumirse en placeres cada vez mayores, es decir, placeres nuevos. Pero no serían fáciles de encontrar, para un hombre de tanta experiencia erótica.
Mientras Enrique esperaba se le acercó Blanca, su mujer, que también estaba ansiosa. ¿Acaso, cuando llegara la noticia, no sería reina de Castilla? Estaba deseosa de recibir el homenaje, de estar junto a Enrique y de jurar con él que servirían al pueblo de Castilla con todos los medios a su alcance.
Su marido le tomó la mano para besársela. No sólo era afectuoso en público; ni siquiera cuando estaban solos le demostraba su indiferencia. Jamás se mostraba activamente agresivo, ya que hacerlo hubiera ido en contra de su naturaleza. En ese momento, la mirada de afecto que le dirigió enmascaraba el disgusto que ella empezaba a provocarle.
Hacía doce años que Blanca de Aragón era su esposa. Al principio, Enrique había estado encantado de tomar mujer, pero ella no se le parecía; era incapaz de compartir sus placeres, como lo hacían muchas de sus amantes. Además, como la unión había resultado estéril, Blanca ya no le servía.
Enrique necesitaba un hijo, y en ese momento más que nunca, de modo que últimamente había estado pensando qué curso de acción seguir para poner remedio a ese estado de cosas.
Era voluptuoso ya de muchacho, cuando no le habían faltado pajes, sirvientes y maestros que estimularan a un alumno muy bien dispuesto, pero siempre la explotación de los sentidos había sido para él más atractiva que el aprendizaje libresco.
Su padre era un amante de las artes que había llenado la corte de escritores, pero él no tenía nada en común con hombres como Iñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, el gran escritor, o como el poeta Juan de Mena.
Enrique se preguntaba qué habían hecho esos hombres por su padre. En el reino había imperado la anarquía y el rey se había hecho impopular; en la guerra civil, gran parte de sus súbditos se había puesto en contra de él. Juan II no podría haber logrado mayor impopularidad si hubiera perseguido el placer con el mismo tesón que ponía en ello su hijo.
Enrique estaba decidido a salirse con la suya y, al mirar a Blanca, decidió que, puesto que ella no era capaz de complacerle, debía salir de su vida.
-Entonces, Enrique, el rey se está muriendo -dijo su esposa con voz suave.
-Así es.
-Es decir que muy pronto...
-Sí, yo seré rey de Castilla. El pueblo está impaciente por llamarme rey. Si miráis por la ventana, veréis que ya están reuniéndose alrededor del palacio.
-Es muy triste.
-¿Es triste que yo sea rey de Castilla?
-Es triste, Enrique, que sólo podáis llegar a serlo a causa de la muerte de vuestro padre.
-Mi querida esposa, a todos debe sobrevenirnos la muerte. Terminado nuestro parlamento, debemos hacer una reverencia y salir de escena, para dar entrada al actor que nos sucede.
-Bien lo sé, y por eso estoy triste.
Enrique se acercó a rodearle los hombros con un brazo.
-Mi pobre y dulce Blanca -murmuró-, sois demasiado sensible.
Ella le tomó la mano y se la besó. Por el momento, incluso Blanca se dejaba engañar por la suavidad de sus maneras. Más adelante se preguntaría tal vez en qué pensaría él mientras la acariciaba. Enrique era capaz de decirle que ella era la única mujer a quien realmente amaba, en el momento preciso en que proyectaba deshacerse de ella.
Doce años de vida en común con Enrique habían hecho que Blanca lo conociera bien: era tan superficial como encantador y sería tonta de estremecerse porque él le diera a entender que seguía ocupando un lugar importante en sus afectos. Bien sabía Blanca la vida que llevaba su marido; había tenido tantas amantes que le era imposible saber cuántas. Era posible que, en el momento mismo en que intentaba sugerirle que era un marido fiel, estuviera pensando en seducir a alguna otra.
Últimamente Blanca se sentía asustada. Era dócil y mansa por naturaleza, pero no era tonta, y le aterrorizaba la idea de que Enrique la repudiara por no haber concebido un hijo, y de verse obligada a volver a la corte de su padre, en Aragón.
-Enrique -exclamó impulsivamente-, cuando seáis rey, será muy necesario que tengamos un hijo.
-Sí -respondió él, con una sonrisa pesarosa.
-¡Hemos sido tan poco afortunados! Tal vez... -Blanca titubeó. No se sentía capaz de decir: Tal vez si pasarais menos tiempo con vuestras amantes tendríamos más éxito. Ya había empezado a preguntarse si Enrique era capaz de engendrar un hijo. Algunos decían que ese podía ser el resultado de una vida de desenfreno. Blanca apenas si podía imaginar vagamente lo que sucedía durante las orgías a que se entregaba su marido. ¿Sería posible que la vida que había llevado lo hubiera dejado estéril?
Volvió a mirarlo, sin poder decidir si ella se lo imaginaba o si, realmente, la mirada de él se había vuelto un tanto furtiva. ¿Habría empezado ya a hacer planes para deshacerse de ella?
Por eso Blanca estaba asustada, y se daba cuenta de que le sucedía con frecuencia, pero no se animaba a enunciar francamente lo que pensaba.
-En la corte de mi padre hay dificultades -dijo, en cambio.
Enrique asintió con la cabeza, haciendo una pequeña mueca.
-Parece que siempre hubiera dificultades, cuando un rey tiene hijos de dos esposas. Aquí mismo, entre nosotros, tenemos el ejemplo.
-Nadie podrá evitar que os ciñáis la corona, Enrique.
-Mi madrastra hará todo lo que pueda, estad segura. Ya está haciendo planes para su pequeño Alfonso y para Isabel. Es peligroso, cuando un rey enviuda y se vuelve a casar... es decir, cuando hay hijos de ambos matrimonios.
-Creo, Enrique, que mi madrastra es aun más ambiciosa que la vuestra.
-Difícilmente podría serlo; pero admitamos que tiene por lo menos tantas esperanzas puestas en su pequeño Fernando como la mía en Alfonso e Isabel.
-Según las noticias que tengo de Aragón, ha perdido la cabeza por ese niño, y ha hecho que a mi padre le suceda lo mismo. Me han dicho que ama al infante Fernando más que a Carlos, a mí y a Leonor juntos.
-Es una mujer de carácter fuerte, que tiene esclavizado a
vuestro padre. Pero no temáis, que Carlos tiene la edad suficiente para defender lo que le pertenece... lo mismo que yo.
Blanca se estremeció.
-Enrique, estoy tan feliz de no estar allá... en la corte de mi padre.
-¿Nunca echáis de menos vuestro hogar?
-Desde que nos casamos, Castilla es mi hogar, y no tengo otro que este.
-Esposa mía -respondió Enrique con tono ligero-, muy feliz me hace que sintáis así.
Pero lo decía sin mirarla. No era hombre a quien le agradara mostrarse cruel; es más, se esforzaba en lo posible por evitar todo aquello que pudiera resultar desagradable, y por eso se le hacía difícil, en ese momento, enfrentarse con su mujer.
Pese a sus esfuerzos por aparentar calma, Blanca estaba temblando, al preguntarse qué sería de ella si hubiera de volver a la corte de su padre, caída en desgracia, humillada... en condición de esposa repudiada. Carlos, el más bondadoso de los hombres, se mostraría bondadoso con ella. Leonor no estaría en la corte, ya que desde su matrimonio con Gastón de Foix residía en Francia. En su padre no podría encontrar un amigo, ya que todo su afecto estaba volcado en la brillante y atractiva Juana Enríquez, madre del joven Fernando,
Carlos había heredado de su madre el reino de Navarra, y, en caso de que Carlos muriera sin dejar descendencia, Navarra sería herencia de la propia Blanca, ya que su madre -viuda de Martín, rey de Sicilia, e hija de Carlos III de Navarra- había dejado este reino a sus hijos, excluyendo de la línea sucesoria a su marido.
Sin embargo, había estipulado en su testamento que, al gobernar el reino, Carlos debía hacerlo contando con la buena voluntad y aprobación de su padre.
Al asumir su herencia, y dado que su padre no se había mostrado dispuesto a dejar el título de rey de Navarra, Carlos había accedido a que lo conservara, pero insistiendo en sus derechos al gobierno de Navarra, que ejercía personalmente en calidad de gobernador.
De tal manera, en ese momento Blanca era la heredera de
Carlos, y si éste moría sin haber tenido hijos, el derecho al gobierno y a la corona de Navarra le pertenecerían.
Tal vez fuera una tontería dejar que esas fantasías la acosaran, pero Blanca sentía la premonición de que algo terrible le sucedería si se viera alguna vez obligada a regresar a Aragón.
En Castilla se sentía segura. Aunque le fuera infiel, Enrique era su marido; ella no le había dado hijos, que eran lo único que daba sentido a un matrimonio como el de ellos, pero aun así, Enrique se mostraba bondadoso. Indolente, lascivo, superficial; todo eso tal vez fuera, pero jamás se valdría contra ella de violencia física. En cambio, ¿cómo podía saber Blanca qué suerte podía correr si volvía a la corte de su padre?
En ese momento, él le sonreía casi con ternura.
Es indudable, pensó Blanca, que no podría sonreírme así si no sintiera por mí cierto afecto. Tal vez, como yo, Enrique recuerde nuestros días de recién casados, y sea por eso por lo que me sonríe tan tiernamente.
Pero, aunque siguiera sonriendo, Enrique apenas si se daba cuenta de su presencia. Estaba pensando en la nueva esposa que tendría una vez que se hubiera librado de la pobre, inservible Blanca; una mujer joven, naturalmente, a quien él pudiera modelar en vista de su propio placer sensual.
Una vez que mi padre haya muerto, se decía, seré dueño de mi libertad.
Tomó de la mano a Blanca y la llevó hacia la ventana. Al mirar hacia afuera, vieron que Enrique había estado en lo cierto al decir que el pueblo empezaba ya a congregarse, esperando con impaciencia, ansiosos de oír la noticia de que el anciano rey había muerto, y de que se había iniciado una época nueva.
El rey pidió a Cibdareal, su médico, que se acercara al lecho.
-Amigo mío -susurró-, esto ya no puede durar mucho.
-Preservad vuestras fuerzas, Alteza -rogó el médico.
-¿Con qué objeto? ¿Para vivir algunos minutos más? Ah, Cibdareal, yo habría llevado una vida más feliz y sería en este momento un hombre más dichoso si hubiera sido hijo de un
carpintero, en vez de serlo del rey de Castilla. Enviad en busca de la reina y de mi hijo Enrique.
Al llegar junto al lecho, ambos lo miraron de manera extraña.
En los ojos de la reina brillaba una mirada extraviada. Lo que lamenta no es la pérdida de su marido, pensó el rey; no es más que la pérdida del poder. «Madre de Dios», rogó para sí, «consérvale la cordura. Así podrá ser buena madre para nuestros pequeños, y cuidar de sus derechos. Permite que las preocupaciones que se abatirán ahora sobre ella no la encaminen por la vía que siguieron sus antepasados... antes de que sus hijos tengan la edad suficiente para cuidar de sí mismos.»
¿Y Enrique? Enrique lo miraba ahora con la mayor compasión, pero Juan sabía que las manos se le estremecían en la ansiedad de adueñarse del poder que no tardaría en ser suyo.
-Enrique, hijo mío -articuló-, no siempre hemos estado en los debidos términos de amistad, y mucho lo lamento.
-También yo lo lamento, padre.
-Pero no nos detengamos en las desdichas del pasado. Pienso ahora en el futuro. Dejo dos hijos pequeños, Enrique.
-Sí, mi señor.
-No olvidéis jamás que son vuestros hermanos.
-No lo olvidaré.
-Cuidad bien de ellos. Yo he tomado las debidas providencias, pero ellos necesitarán de vuestra protección.
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