El arzobispo levantó la cabeza.
-¿Estáis de acuerdo con eso? -preguntó Isabel.
-Naturalmente que estoy de acuerdo, Alteza. He ahí la raíz de todos nuestros problemas.
-Entonces, puesto que estáis seguros de que la reina ha cometido adulterio, yo debo ser proclamada heredera del trono. Así se pondría término a esta guerra y las cosas estarían como deben estar.
-Pero, Alteza, lo que os ofrecemos es nada menos que el trono.
-Jamás lo aceptaré -declaró firmemente Isabel- mientras viva mi medio hermano Enrique.
El azorado arzobispo tuvo que comprender, finalmente, que la infanta hablaba con absoluta seriedad.
Su hermana quería verlo, cavilaba Enrique. Pues bien, ya no era la tranquila chiquilla cuyo carácter sereno había interpuesto entre los dos una barrera de reserva.
Isabel era ahora una persona importante. Villena y el arzobispo querían convertirla en 'Peina y, al parecer, lo único que les impedía coronarla como habían coronado a Alfonso era la firme resolución adversa de ella.
Isabel había declarado que lo que quería era la paz.
¡La paz!, pensaba Enrique. Nadie podría desearla más que yo.
Estaba dispuesto a renunciar a cualquiera de sus posesiones, listo para consentir en cualquier propuesta que le hicieran, con tal de alcanzar tan anhelada meta.
Quería que Villena volviera a ser su amigo, porque tenía gran fe en él. El cardenal Mendoza, que desde la época de aquella ceremonia celebrada junto a las murallas de Ávila apoyaba la causa de Enrique con toda la fuerza de su enérgica naturaleza, no era su amigo, como lo había sido antaño Villena; Enrique temía al cardenal. Y en cuanto a Beltrán de la Cueva, duque de Albu-querque, era más amigo de Juana que de Enrique; los dos se apoyaban recíprocamente, y con frecuencia Enrique tenía la sensación de que no estaban de parte de él.
Ahora, Villena y el arzobispo de Toledo, que habían reemplazado a Alfonso por Isabel como figura decorativa, le pedían una entrevista, y Enrique estaba dispuesto a concedérsela.
Se sorprendió al recibir una visita de Villena la víspera misma de la entrevista. Tan pronto como fue conducido a presencia de Enrique, Villena rogó que lo dejaran a solas con el rey.
Enrique accedió de muy buena gana; la ocasión le traía a la memoria muchas otras del pasado.
-Alteza -empezó Villena, arrodillándose ante Enrique-, tengo grandes esperanzas de que entre nosotros las cosas vuelvan pronto a ser lo que fueron.
Enrique sintió que los ojos se le llenaban de lágrimas.
-Levantaos, amigo mío -exhortó-, y decidme lo que os trae.
-En Toros de Guisando se os pedirá que aceptéis ciertas proposiciones, Alteza, y es posible que se os haga difícil acceder a ellas.
Villena se había puesto de pie y le sonreía, como solía sonreírle en la época de su antigua amistad.
Por el rostro de Enrique pasó una sombra de agotamiento.
-¿Quisierais aceptar mi consejo? -prosiguió Villena.
-Con placer lo tendré en cuenta -respondió Enrique.
-Alteza, si hubiera alguna condición que os parezca imposible, nos os preocupéis demasiado por ella.
-¿A qué os referís?
-A que en este momento lo necesario es la paz. Si más adelante sentís que las condiciones que os fueron impuestas eran injustas... -Villena se encogió de hombros.
Enrique sonrió. Le encantaba volver a tener a Villena de su parte. Villena era un hombre que podía hacerse cargo de todos los asuntos de estado, un hombre que atemorizaba a todos los que se ponían en contacto con él; y sería muy deseable dejar otra vez todo en sus manos, tan capaces.
-Es deseable, Alteza, que por el momento tengamos paz.
-Muy deseable -coincidió Enrique.
-Entonces, accederéis a los términos que se os planteen, y más adelante, si nos parecen insostenibles, volveremos a examinarlos.
-¿Os referís a que lo haremos... vos y yo?
-Si Vuestra Alteza quiere hacerme la gracia de escuchar mi consejo, será para mí una gran alegría ofrecerlo.
Lágrimas de debilidad brillaron en los ojos de Enrique. La larga rencilla había terminado; el astuto Villena había abandonado el campo contrario para ser una vez más su amigo.
La reunión se efectuó en una posada conocida como la Venta de los Toros de Guisando. El nombre de Toros de Guisando derivaba de los toros de piedra que habían quedado en el lugar desde que lo invadieran los ejércitos de Julio César, según rezaban las inscripciones latinas.
Allí, Enrique abrazó con gran ternura a Isabel, y se alegró al advertir que el encuentro de ambos no dejaba de conmoverla.
-Isabel -le dijo-, con tristeza nos encontramos. Los santos saben que no guardaba yo resentimiento alguno contra Alfonso. No fue él quien se ciñó la corona; otros se la impusieron. Como vos, estoy sediento de paz. ¿Será acaso imposible que logremos aquello que tan fervientemente anhelamos?
-No, hermano, no ha de serlo -respondió Isabel.
-He oído decir, querida mía -prosiguió Enrique-, que os habéis negado a permitir que os proclamaran reina de Castilla. Sois tan buena como prudente.
-Hermano -contestó Isabel-, en este momento no puede haber más que un monarca en Castilla y, de derecho, ese monarca sois vos.
-Isabel, ya veo que llegaremos a entendernos.
Todo eso era muy conmovedor, pensaba el arzobispo, pero ya era hora de pasar a los aspectos prácticos.
-El primer punto de nuestra declaración, y el más importante -anunció-, es que la princesa Isabel debe ser proclamada heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Consiento en ello -aceptó Enrique.
Isabel se quedó admirada de su presteza en la aceptación, que sólo podía significar la admisión de que la hija de su mujer no era hija de él.
-Sería necesario -continuó el arzobispo- que se concediera una amnistía a todos aquellos que hayan participado en la contienda.
-Concedida -dijo Enrique-, y con alegría.
-Aunque me apene decirlo -siguió diciendo el arzobispo-, la conducta de la reina no es la que podría elevarla a los ojos de su pueblo.
El rey movió tristemente la cabeza. Desde que Beltrán se había dedicado con tanto interés a la política, Juana se había lanzado en busca de amantes mejor dispuestos a hacer de ella la principal preocupación de su vida... y los había encontrado.
-Debemos exigir un divorcio -precisó el arzobispo-, y que la reina sea enviada nuevamente a Portugal.
Enrique vacilaba, preguntándose cómo iba a hacer frente a la cólera de Juana si aceptaba semejante condición, pero confió en su capacidad para dejar semejante responsabilidad en manos de algún otro. Después de todo, en Portugal Juana podría encontrar amantes con tanta facilidad como en Castilla. Ya le aseguraría él -si es que tenía que hablarle del asunto- que la decisión no había sido de su incumbencia.
Sus ojos se encontraron con los de Villena, y entre los dos se cruzó una mirada de entendimiento.
-Sí... doy mi consentimiento -dijo el rey.
-Se convocarán las Cortes con el fin de dar a la princesa Isabel el título de heredera de las coronas de Castilla y de León.
-Así se hará -asintió Enrique.
-Además -prosiguió el arzobispo- la princesa Isabel no será obligada a casarse en contra de sus deseos, ni debe tampoco hacerlo sin vuestro consentimiento.
-De acuerdo -repitió Enrique.
-Entonces -proclamó el arzobispo- la princesa Isabel es la heredera de las coronas de Castilla y de León.
Beatriz se regocijaba de que su señora hubiera sido proclamada heredera de la corona.
Era la manera más segura de calmar su dolor, pues Isabel estaba empeñada en dominar sus emociones para poder consagrarse a la enorme tarea que, si llegaba a la madurez, iba a corres-ponderle.
La princesa estaba decidida a lograr durante su gobierno el engrandecimiento de Castilla.
Se entregó a la meditación y a la plegaria; se puso a estudiar historia: la de su país tanto como la de otros. Esa dedicación, decía Beatriz a Mencia, era como el leño al que se aferra alguien que se ahoga.
De otra manera Isabel no habría podido superar el tremendo golpe que había sido para ella la muerte de Alfonso, doblemente difícil de soportar por cuanto, tras haberlo dado por muerto, había tenido la enorme alegría de encontrarlo con vida, pero sólo para volver a perderlo pocas horas más tarde.
Beatriz estaba decidida a cuidar de su señora, ya que no dudaba de que habría muchos dispuestos a ensayar con ella alguna trucha envenenada. Estaban los partidarios de la reina Juana y su hija, a quienes nada podría venir mejor que la muerte de Isabel.
Pero Isabel no moriría, había decidido Beatriz y Beatriz se salía siempre con la suya.
Isabel, heredera de las coronas de Castilla y de León, ya no era simplemente la hermana de Alfonso, el rey-usurpador; ahora eran muchos los que pedían su mano en matrimonio.
A España llegaron embajadores de Inglaterra en busca de una
novia para Ricardo de Gloucester, hermano del rey Eduardo IV, que también, antes de casarse con Elizabeth Grey, había pensado en Isabel como posible reina. Isabel sería muy adecuada para Ricardo.
-Vaya, con ese matrimonio sería posible que algún día fuerais reina de Inglaterra -comentó Beatriz.
-Pero, ¿cómo podría servir a Castilla, siendo reina de Inglaterra? -objetó Isabel.
También había un pretendiente de Francia, el duque de Guiana, hermano de Luis XI, que ocupaba el primer lugar en la línea de sucesión del trono de Francia.
-Seríais reina de Francia -señalaba Beatriz, pero Isabel se limitaba a negar con la cabeza, sonriendo.
-¿Todavía pensáis en Fernando?
-Siempre me he considerado comprometida con Fernando.
-Os habéis hecho una imagen de él -decíale con ansiedad Beatriz-. ¿Y si fuera falsa?
-No creo que pueda serlo.
-Pero, princesa, ¿cómo podéis estar segura? ¡Son tantas las decepciones de la vida!
-Escuchadme, Beatriz -decía fervorosamente Isabel-. Para mí, no hay otro matrimonio que el matrimonio con Fernando. Mediante él uniremos Castilla y Aragón; ¿no comprendéis lo que significará eso para España? A veces, creo que es parte de un gran designio... de un designio divino. Ya veis de qué manera van desapareciendo todos los obstáculos que se interponen entre Fernando y el trono de Aragón. Y parecería que lo mismo sucede con mi camino hacia el trono de Castilla. ¿Es posible que sea simplemente coincidencia? No puedo creerlo.
-Entonces pensáis que Fernando y vos sois elegidos por Dios.
Isabel entrecruzó las manos y levantó los ojos y Beatriz contuvo el aliento ante la expresión de arrebato que se pintó en el rostro de su señora.
-Creo que la voluntad de Dios es hacer de toda España un país cristiano -declaró Isabel-. Creo que es Su deseo que España sea fuerte. Creo que Fernando y yo, una vez unidos, haremos Su voluntad y expulsaremos de estas tierras a todos los que no pertenezcan a la Santa Iglesia Católica.
-¿Queréis decir que vos y Fernando, juntos, convertiréis o ex-
pulsaréis del país a todos los moros y a todos los judíos, y que acercaréis a la fe cristiana a cuantos sigan otras religiones? ¡Qué difícil tarea! Desde hace siglos están los árabes en España.
-Pues no es razón para que deban seguir permaneciendo en ella.
Beatriz estaba llena de dudas. Isabel, que parecía tan fuerte, era sin embargo vulnerable. ¿Y si su Fernando no era el hombre que ella esperaba? ¿Si era lascivo como don Pedro, débil como su medio hermano Enrique?
-Vos seréis fuerte y capaz de hacerlo, eso lo sé -declaró Beatriz-. Pero debéis tener un compañero igualmente fuerte y devoto de vuestra fe. ¿Cómo podéis saber si él lo es?
-¿Acaso dudáis de Fernando?
-No es mucho lo que sé de Fernando. Isabel, haced frente a la verdad: ¿qué es lo que sabéis vos de él?
-Esto sé: que es mi esposo prometido, y que no he de aceptar otro.
Durante un rato, Beatriz permaneció en silencio.
-¿Por qué no enviáis un hombre a Aragón -sugirió después-, para que pueda conocer a Fernando y deciros lo que deseáis saber de él? Hacedlo ir a Aragón y a Francia. Que conozca al duque de Guiana y os informe qué clase de hombre es; que conozca a Fernando, para que podáis saber cómo es. Podríais enviar a vuestro capellán, Alfonso de Coca, que es hombre de confianza.
Los ojos de Isabel centellearon.
-Lo enviaré, Beatriz -accedió-, pero no porque yo necesite esa seguridad. Lo enviaré para que vos podáis estar segura de que Fernando es el marido para mí... el único.
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