El marqués de Villena fue a visitar a su tío, el arzobispo de Toledo. Villena estaba un tanto inquieto, porque no se sentía seguro de cómo reaccionaría su tío ante el giro que tomaban los acontecimientos.
Villena era un hábil estadista, y en cambio, el arzobispo era un guerrero y además un hombre que incluso para buscar su propio beneficio necesitaba creer en su causa. No era, como su sobrino, hombre capaz de modificar sus lealtades por la sencilla razón de que hacerlo así sirviera a sus propósitos más inmediatos.
Por eso el marqués dio comienzo a la conversación con cautela:
-Isabel no será jamás la marioneta que era Alfonso -observó.
-Es verdad -asintió el arzobispo-. En ella tenemos una auténtica reina a quien será un placer servir. Lo único que lamento es su negativa a dejarse proclamar reina. Moralmente, claro, tenía razón, pero no puedo dejar de pensar que habría sido ventajoso para nuestro país que Isabel se ciñera la corona que tan poco se adecúa a las sienes de Enrique.
Villena permaneció en silencio; a su tío le complacía en Isabel la misma cualidad que él deploraba. Villena no quería una mujer con ideas propias para el gobierno de Castilla; quería un títere a quien él pudiera manejar y eso no era fácil de explicar a su fogoso tío.
-Después de todo -siguió diciendo el arzobispo-, no creo que la muerte de Alfonso haya sido tan calamitosa. Pienso que en su hermana hemos encontrado a nuestra reina, que cuenta con mi lealtad y de quien creo que empieza a comprender que mi deseo es servirla -riendo, el arzobispo hizo una pausa-. Hasta ahora tiende a desconfiar de mí. ¿Acaso no había tomado yo partido por los rebeldes? Y la infanta es tan leal a la corona, tan decidida está a defender su dignidad, que se duele de los rebeldes.
-Vamos, tío -señaló Villena-, os habéis dejado embrujar por la princesa.
-Admito que es mucho lo que me impresiona y que para mí es un placer servirla.
-Pero, tío, ¿qué puede saber una muchacha de cómo se gobierna un país?
-Descuidad, sobrino; ella jamás intentará hacer lo que esté más allá de sus fuerzas. Y os aseguro que el gobierno del país es algo que no tardará en aprender. Isabel está consagrada a su tarea y ésa es la forma en que todo rey y toda reina debería asumir sus deberes.
-Hum -masculló Villena-. Advierto, tío, que os habéis ablandado.
-¡Ablandado! Jamás. Pero estoy firmemente del lado de nuestra futura reina y si alguien la atacara, no tendréis que quejaros de la blandura de Alfonso Carrillo.
-Bueno, bueno... entonces, estáis satisfecho con el giro de los acontecimientos.
-Me siento más confiado que nunca en el porvenir de Castilla.
Villena se apresuró a despedirse de su tío.
Ya no tenía nada que decirle; sabía que las opiniones de ambos divergían por completo.
Ya no podrían seguir trabajando juntos, habían tomado partidos opuestos.
Al separarse del arzobispo, Villena se dirigió a las habitaciones de Enrique.
El rey lo recibió con ansiedad. No atinaba a demostrarle suficientemente su gratitud, a tal punto estaba encantado de tener de nuevo a Villena entre sus partidarios.
La reina Juana lo había abandonado; se había puesto tan furiosa al saber que él había accedido al divorcio que se había ido a Madrid, donde vivía escandalosamente, tomando un amante tras otro en abierto desafío al veredicto que había significado el acuerdo de Toros de Guisando. De nada había servido que Enrique le explicara que no tenía la intención de mantener su palabra respecto de lo que se había convenido en la reunión con Isabel; Juana estaba tan furiosa de que él hubiera fingido siquiera que se divorciaría de ella, que partió llena de cólera.
No era un problema muy grave, porque ya hacía tiempo que su mujer le daba más inquietud que placer; Enrique estaba feliz con sus amantes y tenía cuidado de elegir aquellas que no se interesaran por la política.
Además tenía a su querido amigo, Villena, que había vuelto a ofrecerle amistad y consejo y que tan diestramente se había hecho cargo de todo y le explicaba lo que tenía que hacer.
Villena le explicó que acababa de estar con su tío y que el arzobispo prestaba ahora fidelidad a Isabel, tal cosa antes Villena se la había dado a Alfonso.
-Es hombre de una sola idea, que a veces puede cegarse y no ver su propio beneficio -señaló-. Después de todo, es hombre de iglesia y necesita tener fe en algo; ahora, ha depositado esa fe en Isabel, que ha conseguido apelar a su sentimiento de rectitud. Es lamentable, Alteza, pues hemos perdido un valioso aliado.
-Querido Villena, creo que os las arreglaréis muy bien sin él.
-Es posible. Pero la que me inquieta un poco es nuestra Isabel; yo abrigaba la esperanza de que le interesara una alianza matrimonial con Inglaterra o con Francia. Sería una tranquilidad saber que ya no está en Castilla.
Enrique hizo un gesto afirmativo.
-Si ella no estuviera -continuó Villena-, sería muy simple proclamar heredera del trono a la pequeña Juana.
-Mucho más fácil -asintió Enrique.
-Pues bien, Isabel se niega a aceptar la alianza con Inglaterra, y está preparándose a declinarla con Francia. Ya sabéis por qué: su afecto está puesto en Fernando.
Mientras hablaba, el rostro de Villena se endureció. De ninguna manera estaba dispuesto a permitir que se concretara la alianza con Aragón; bien sabía él que ése sería el final de sus ambiciones. Juntos, Isabel y Fernando serían oponentes formidables para sus planes. Villena sabía exactamente lo que quería: un rey títere y una heredera títere, para ser él el hombre más poderoso de Castilla. ¿Dónde se podía encontrar un rey títere más adecuado que Enrique, ni una heredera títere más dócil que la Beltraneja? Era muy burdo tener que cambiar de actitud de esa manera, pero Villena no veía forma de evitarlo. Isabel había demostrado sin lugar a dudas que no quería ser un títere y, por consiguiente, tendría que desaparecer.
-No podemos tener aquí al entrometido Fernando -continuó-. Antes de que nos diéramos cuenta estaría gobernando Castilla. Por eso me propongo enviar una embajada a Portugal; tengo razones para creer que Alfonso estaría dispuesto a renovar su petición de mano.
-Es un plan excelente -se regocijó Enrique-. Si Isabel se casara con él sería reina de Portugal.
-Y al serlo desaparecería finalmente del escenario castellano -concluyó Villena.
-Pues enviemos entonces una embajada a Portugal.
-Alteza, anticipándome a vuestras órdenes he dispuesto ya que esa embajada saliera hacia Portugal.
-Siempre hacéis exactamente lo que yo mismo haría -se admiró Enrique.
-Es el mayor de mis placeres, Alteza. Además, tengo otras no-
ticias. Hay muchos poderosos nobles, entre ellos los de la familia Mendoza, que no están de acuerdo con el tratado de Toros de Guisando. Sostienen que no se ha demostrado la ilegitimidad de la infanta Juana y que es ella y no Isabel la verdadera heredera del trono.
-¿Ah, sí? -preguntó sin entusiasmo Enrique.
-Y pienso -prosiguió insidiosamente Villena- que cuando nuestra Isabel se haya ido a Portugal no tendremos dificultad en proclamar heredera del trono a vuestra hija.
-Es lo que yo desearía -suspiró Enrique-. Entonces, con Isabel en Portugal y Juana proclamada heredera del trono de Castilla, ya no habría más tensiones y por fin tendríamos paz.
Beatriz se dirigió presurosa a las habitaciones de su señora en el castillo de Ocaña donde residía Isabel.
-Alteza, ha regresado Alfonso de Coca.
-Traedlo inmediatamente a mi presencia -ordenó la infanta.
Cuando el capellán se hizo presente Isabel lo recibió con afecto.
-Cuánto tiempo parece haber pasado desde que os fuisteis -lo saludó.
-Alteza, sólo el deseo de cumplir con vuestras órdenes pudo demorarme, tal era mi ansiedad por volver a Castilla.
Beatriz ardía de impaciencia.
-Venid, sentaos -invitólo Isabel-, y decidme lo que visteis en la corte de Francia y en la de Aragón.
Alfonso de Coca comenzó a relatar a su señora las costumbres de la corte francesa, señalando que la mezquindad y el desaliño del rey eran tales que hasta sus cortesanos se avergonzaban de él.
-¿Y el duque de Guiana? -exclamó Beatriz.
Alfonso de Coca sacudió la cabeza.
-Pues veréis, infanta... es un hombre débil, cuyos modales parecen más bien los de una mujer. Además, tiene las piernas tan flojas que es incapaz de bailar, y casi da la impresión de ser deforme. También tiene débiles los ojos, que le lagrimean continuamente, de modo que parece que estuviera siempre llorando.
-No creo que me interese mucho un marido semejante -caviló Isabel, mirando con seriedad a Beatriz-. Y ¿qué sucedió du-
rante vuestra permanencia en la corte de Aragón? ¿Pudisteis ver a Fernando?
-Sí, pude, Alteza.
-Bueno, bueno -lo apremió la impaciente Beatriz-, ¿y qué hay de Fernando? ¿También le lloran los ojos? ¿Tiene las piernas débiles?
Alfonso de Coca reía.
-Ah, princesa, ah, señora... Fernando no se parece en nada al duque de Guiana. Su figura es la que corresponde a un joven príncipe. Sus ojos echan luz, no vierten lágrimas. Tiene las piernas tan fuertes que le permiten algo más que bailar; le permiten luchar junto a su padre y ganarse la admiración de todos con su bravura. Es bello de rostro y alto de espíritu. Ningún príncipe podría ser más digno de una princesa joven, hermosa y espiritual.
Isabel miraba con aire de triunfo a Beatriz, que sonrió a su vez ampliamente, murmurando:
-Pues bien, me alegro. Me alegro de corazón. No es lo que yo me temía. Ahora sí puedo desear felicidad y larga vida a Isabel y Fernando.
Uno de los pajes acudió a toda prisa a las habitaciones de Beatriz, que estaba conversando con Mencia de la Torre.
El muchacho estaba pálido y tembloroso y Beatriz se alarmó; sabía que cuando sucedía algo inquietante los sirvientes deseaban siempre que fuera ella quien le diera la noticia a Isabel.
-¿Qué sucede? -interrogó.
-Señora, que anoche clavaron en las puertas un papel.
-¿De qué papel se trata?
-¿Es que debería habéroslo traído, mi señora?
-Sin pérdida de tiempo.
El paje se retiró y Beatriz se volvió hacia Mencia.
-¿Qué sucederá ahora? -murmuró-. Oh, me temo que nuestra princesa esté aún lejos de los brazos de su Fernando.
-Debería mandar a alguien en su busca -sugirió Mencia-. Seguramente él vendría.
-Olvidas que en Toros de Guisando prometió que no se casaría sin consentimiento del rey, así como él prometió a su vez que
no se la obligaría a desposarse contra su voluntad. Eso bien podría ser causa de que Isabel jamás se casara, pues que al parecer tales condiciones pueden llevar a un callejón sin salida. A eso se debe que no se comunique con Aragón; Isabel quiere mantener su promesa. Pero me pregunto que será lo que ha sucedido y qué papel es ése.
En ese momento regresaba el paje, que se lo entregó. Beatriz lo leyó rápidamente y se dirigió a Mencia: -Esto es obra de sus enemigos. Declaran que los procedimientos de Toros de Guisando no son válidos, que no se ha demostrado la ilegitimidad de la princesa Juana y que ella es, pues, la heredera del trono. Se niegan a aceptar a Isabel.
Beatriz retorció el papel entre sus manos, murmurando: -Creo que se avecinan días tormentosos para Isabel... y para Fernando.
Colérico, el marqués de Villena se dirigía a Ocaña a visitar a Isabel.
Iba determinado a demostrarle que debía obedecer los deseos de Enrique -que eran los suyos propios- a quien había ofendido al rechazar de nuevo al rey de Portugal.
Isabel había recibido en el Castillo de Ocaña al arzobispo de Lisboa y al formular éste las proposiciones de su rey le había dicho con toda firmeza que no tenía intención de casarse con él. Muy irritado, el arzobispo de Lisboa se había retirado a su alojamiento en Ocaña, declarando que eso era un verdadero insulto para su señor.
Tal era la razón de que Villena fuera a visitar a Isabel.
La infanta lo recibió con dignidad, sin tratar empero de ocultar el hecho de que consideraba una impertinencia de parte de Enrique, que en la reunión de Toros de Guisando había convenido en que Isabel no sería obligada a casarse en contra de su voluntad, enviar de esa manera a Villena como emisario.
-Princesa -empezó Villena al ser llevado a su presencia, con una sequedad destinada indudablemente a hacerle saber que no la consideraba heredera del trono-, el rey desea haceros saber que deplora profundamente vuestra actitud hacia Alfonso, rey de Portugal.
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