-No entiendo por qué ha de deplorarla -respondió Isabel-. Con toda cortesía he explicado que declino su ofrecimiento. No podía hacer menos, ni debía hacer más.

-¡Que declináis su ofrecimiento! ¿Con qué motivo?

-Que no es el matrimonio de mi elección.

-Es el deseo del rey que os caséis con el rey de Portugal.

-Lamento no poder coincidir en este asunto con los deseos del rey.

-Que os caséis con el rey de Portugal es una orden del rey.

-El rey no puede ordenarme tal cosa y esperar a que le obedezca. ¿Ha olvidado acaso nuestro acuerdo en Toros de Guisando?

-¡Vuestro acuerdo en Toros de Guisando! Eso es algo, querida princesa, que no se toma muy en serio en Castilla.

-Pues yo lo tomo en serio.

-De poco os servirá si nadie más lo hace. El rey insiste en que os caséis con el rey de Portugal.

-Y yo en negarme.

-Lo lamento, infanta, pero si no accedéis es posible que me vea yo forzado a llevaros presa y que el rey os obligue a permanecer en la fortaleza real hasta que os sometáis a sus órdenes.

Alarmada, Isabel sintió que se le aceleraba el corazón: la llevarían presa y ella sabía lo que podía suceder a quienes se deseaba quitar de en medio. Calmosamente miró a Villena, sin que su aspecto exterior traicionara el miedo que sentía.

-Debéis darme algún tiempo para considerarlo -respondió.

-Os dejaré, y volveré a veros mañana -prometió Villena-. Pero cuando regrese debéis decirme que consentís en el matrimonio, porque si no... -se encogió de hombros-. Me dolería llevaros presa, pero en mi condición de servidor del rey debo obedecer sus órdenes.

Con estas palabras y una inclinación se retiró.

Sin pérdida de tiempo, Isabel llamó a Beatriz para contarle todo lo sucedido.

-Ya veis -le dijo- que están determinados a deshacerse de mí y de una manera u otra lo conseguirán. Me han ofrecido una alternativa: puedo ir a Portugal como novia de Alfonso, o tendré que ir a Madrid como prisionera del rey. Beatriz, tengo

la sensación de que si voy a Madrid, un día me encontraréis como sus sirvientes encontraron a Alfonso.

-¡Eso no sucederá! -declaró apasionadamente Beatriz.

-Y la alternativa... ¡el matrimonio con Alfonso! Juro que preferiría la prisión en Madrid.

-Ya nos hemos demorado demasiado -precisó Beatriz.

-Sí -asintió Isabel, cuyos Ojos empezaron a chispear-, ya nos hemos demorado demasiado.

-El rey -prosiguió diciendo Beatriz- ya no cumple las promesas que formuló en Toros de Guisando.

-Entonces -continuó Isabel-, ¿por qué habría de cumplirlas yo?

-¡Exactamente! ¿Por qué? Se podría enviar un mensajero a Aragón; es tiempo de que defináis vuestro compromiso. Iré con el arzobispo de Toledo y con don Federico Enríquez, el abuelo de Fernando, para decirles que deseáis verlos con toda urgencia.

-Eso es -asintió Isabel-. Enviaré una embajada a Aragón.

-No son momentos para pensar en la modestia femenina -insistió Beatriz-. Es éste un matrimonio de gran importancia para el Estado. El padre de Fernando ya ha pedido vuestra mano, ¿no es verdad?

-Sí, así es, y mis enviados irán a decirle que estoy ya dispuesta para el matrimonio.

-Ya es hora de que Fernando venga a Castilla. Pero Villena está aquí, Isabel, y es hombre decidido. Bien podría ser que antes de que podamos tener noticias de Fernando haya llevado ya a la práctica su amenaza y os encontréis en la prisión de Madrid -Beatriz se estremeció-. Pero tendrán que llevarme con vos, y yo probaré cualquier cosa antes de que os la llevéis a los labios.

-¡De mucho serviría! -exclamó Isabel-. Si estuvieran empeñados en envenenarme, lo harían también con vos. Y, ¿qué haría yo sin vos, Beatriz? No, no debemos caer en sus manos. No debemos ir a la prisión de Madrid, y creo que sé cómo conseguirlo.

-Entonces os ruego que me lo digáis, Alteza, pues me tenéis con el alma en un hilo.

-Villena tendría que sacarme de Ocaña, y el pueblo de Ocaña me ama... y no ama al rey. Si difundimos la noticia de que me encuentro amenazada, se congregarán en torno a mí y a Villena se le hará imposible llevarme.

-Ésa es la solución -coincidió Beatriz-. Ya me ocuparé yo de eso y conseguiré que en todo el pueblo se sepa que Villena ha venido a obligaros a contraer un matrimonio que os disgusta, y que vos habéis jurado no aceptar otro marido que el gallardo Fernando de Aragón.

La multitud llenaba las calles de Ocaña. La gente rodeaba el castillo gritando hasta quedarse ronca.

-¡Isabel para Castilla! -clamaban-. ¡Fernando para Isabel!

Los chiquillos formaban bandas que se paseaban alzando estandartes. En algunos de ellos habían dibujado grotescas figuras que representaban al maduro rey de Portugal, en otros la imagen era la del joven y apuesto Fernando.

Las canciones que entonaban eran un pintoresco elogio del porte y la bravura de Fernando o hacían mofa del decrépito y libertino monarca portugués.

Y el propósito declarado de los desfiles y las canciones era:

-Queremos a Isabel heredera de la corona de Castilla y de la de León. Y queremos que Isabel se case con quien desee casarse, y como un solo hombre nos levantaremos en contra de quien intente impedírselo.

Mientras observaba el movimiento popular desde las ventanas de su alojamiento, el marqués de Villena hizo rechinar los dientes, colérico.

Isabel le había ganado ese encuentro; ¿cómo podría llevársela presa en medio de esa muchedumbre rebelde? Lo harían pedazos antes que permitírselo.

El arzobispo de Toledo y don Federico Enríquez estaban con Isabel.

El arzobispo se había declarado totalmente a favor de la alianza matrimonial con Aragón, ya que -según explicó- ése sería el medio de lograr la unidad de Castilla y Aragón, y unidad era lo que se necesitaba en toda España. El arzobispo había adoptado el sueño de Isabel, el de una España totalmente católica y ponía a los pies de la infanta todo su ardor y su fanatismo.

-La embajada -se entusiasmó- debe ser enviada con toda cele-

ridad a Aragón. No dudéis de que nuestros enemigos están empezando a inquietarse, ni de que harán todo lo que esté a su alcance para que se concrete la alianza con Portugal. Y eso, Alteza, sería desastroso, como lo sería cualquier matrimonio que os exigiera alejaros de Castilla.

-Estoy totalmente de acuerdo con vos -declaró Isabel.

-Pues entonces, ¿por qué vacilamos? -exclamó don Federico Enríquez-. Que la embajada salga sin pérdida de tiempo y os aseguro que muy en breve estará mi nieto en Castilla, reclamando a su prometida.




FERNANDO DE CASTILLA

Un gran dolor embargaba al rey de Aragón: su esposa amada se moría y él no podía hacer nada para impedirlo.

También Juana Enríquez tenía plena conciencia de su estado; durante varios años había luchado con una enfermedad interna que sabía fatal, y sólo la rara intrepidez de su espíritu habíala mantenido durante tanto tiempo con vida.

Llegó, sin embargo, el momento en que hubo de admitir que no le quedaban sino unas pocas horas de vida.

Sentado junto a su lecho, el rey le sostenía una mano entre ¡as suyas. También Fernando estaba con ellos, y cuando los ojos de la reina se posaban en su hijo, encontradas emociones se pintaban en su rostro.

Allí estaba su Fernando, su hermoso hijo de dieciséis años, con su pelo rubio y sus rasgos enérgicos, a los ojos de su madre tan bello como un dios. Por él Juana se había convertido en la mujer que era y ni siquiera en su lecho de muerte podía arrepentirse de nada.

Era ella, esa mujer fuerte, la responsable del estado de cosas existente en Aragón. Había ocupado su lugar junto a su marido y su hijo en la lucha por aplastar la rebelión. Tenía la prudencia necesaria para comprender que eran afortunados al seguir siendo dueños de Aragón y era mucho lo que había arriesgado por Fernando.

Los catalanes no olvidarían jamás lo que ellos llamaban el asesinato de Carlos. Se habían negado a admitir en Barcelona a ningún miembro de las Cortes aragonesas y, en lugar de Juan de Aragón, habían elegido para que los gobernara a Rene le Bon, de Anjou, pese a que se trataba de un hombre de edad e incapaz de luchar, como habría tenido que hacerlo, en defensa de lo que le había sido concedido.

Pero tenía en cambio un hijo, Juan, duque de Calabria y de

Lorena, un audaz aventurero que con la secreta ayuda del astuto rey de Francia se las arregló para presentar batalla al rey de Aragón. El rey Juan de Aragón ya no era joven, y aunque contaba con la ayuda de su enérgica esposa y de Fernando, su valeroso hijo, había veces en que sentía que entre él y la victoria final se interponía el fantasma de Carlos, el hijo asesinado.

Desde hacía algunos años, a Juan había empezado a fallarle la vista, y en ese momento el rey vivía en el diario terror de quedar completamente ciego.

Ahora, junto al lecho de su esposa, decíase:

«Lo mismo que la vista, ella me será arrebatada, pero para mí perderla significará mucho más que perder la vista.»

¿Hubo alguna vez hombre tan acosado? Y el rey creía saber por qué la buena fortuna lo rehuía... y también el espectro de Carlos sabía la respuesta.

Con ese estado de ánimo permanecía junto al lecho de Juana. Aunque no podía verla con claridad, recordaba hasta el último detalle de su rostro bienamado. Y no podía ver al gallardo muchacho arrodillado junto a él, pero su memoria guardaría por siempre el recuerdo del rostro joven y ansioso.

-Juan -murmuró la reina mientras sus dedos apretaban los de él-, ya no puede faltar mucho.

Sin hablar, el rey le oprimió la mano, consciente de que era inútil negar la verdad.

-Me voy con muchos pecados sobre la conciencia -murmuró Juana. El rey le besó la mano.

-Sois la mujer mejor y más valiente que jamás haya vivido en Aragón... y en cualquier parte.

-Como esposa y madre, la más ambiciosa -asintió Juana-. Viví para vosotros dos, y todo lo que hice fue por vosotros. Bien lo recuerdo. Y tal vez por eso merezca en alguna medida ser perdonada.

-No hay necesidad de perdón.

-Juan... siento aquí una presencia que no es la vuestra, ni la de Fernando... Es otra.

-Aquí no hay nadie más que nosotros, madre -la tranquilizó Fernando.

-¿Es verdad? Entonces, es que mi mente divaga. Me pareció ver a Carlos a los pies de mi cama.

-Imposible, querida mía -susurró Juan-. Hace ya mucho que ha muerto.

-Muerto está... pero quizá no haya paz en su tumba.

Fernando levantó los ojos para mirar a su madre moribunda, a su padre envejecido, a punto de quedarse ciego. Se acerca el final de la antigua vida, pensaba. Al irse ella, él no la sobrevivirá mucho tiempo.

Fue como si Juana percibiera los pensamientos de su hijo, como si viera en su amado Fernando todavía a un niño. El muchacho tenía dieciséis años; era todavía demasiado joven para librar batalla contra Lorena, para luchar contra el astuto Luis. Juan no debía morir. Si ella había cometido crímenes, pensó la agonizante, y por Fernando los volvería a cometer... esos crímenes no debían ser en vano.

-Juan -preguntó-, ¿estáis ahí?

-Sí, esposa mía.

-Vuestros ojos, Juan. Vuestros ojos... ¿Es verdad que no podéis ver?

-Día a día los siento más turbios.

-En Lérida hay un doctor, un judío. Me han dicho que puede realizar milagros. Dicen que hay ciegos a quienes ha devuelto la vista. Es lo que debe hacer con vos, Juan.

-Mis ojos están más allá de cualquier recuperación, querida mía. No penséis en mí. Vos, ¿estáis cómoda? ¿No hay nada que podamos hacer para agradaros?

-Debéis dejaros operar por ese hombre, Juan; es necesario. Fernando...

-Aquí estoy, madre mía.

-Ah, Fernando, hijo mío, mi único hijo. Estaba hablando con vuestro padre. No puedo olvidar que por más que seáis valiente como un león, sois todavía joven. Debéis estar con él, hasta que sea un poco mayor. No debéis quedar ciego; debéis ver a ese judío, prometédmelo.

-Os lo prometo, querida mía.

La reina pareció quedar satisfecha y se recostó en las almohadas.

-Fernando -susurró-, tú serás rey de Aragón. Es lo que siempre ambicioné para ti, hijo mío.

-Sí, madre.

-Y serás un gran rey, Fernando. Recordarás siempre los obstáculos que se interpusieron en el camino hacia tu grandeza y la forma en que tu padre y yo fuimos quitándolos... uno a uno.

-Lo recordaré, madre.

-Oh, Fernando, hijo mío... Oh, Juan, esposo querido... ¿no estamos solos, verdad?